El día a día de Noelia y sus trillizos
El fotógrafo José Antonio de Lamadrid conoció a Noelia Aguilar y a sus trillizos, afectados por el trastorno del espectro autista, cuando tenían 17 años y los ha acompañado con su cámara hasta ahora, en las vísperas de su 30º cumpleaños. Esta es la lucha de una madre por que Jaime, Álvaro y Alejandro tengan una vida buena, más allá del aislamiento y la incomprensión. “Donde no entran mis hijos no entro yo”
Jaime, Alejandro y Álvaro nacieron en Sevilla el 9 de diciembre de 1994. Su madre, Noelia Aguilar, tenía 24 años. Se había casado a los 18 con Jaime Morillo, tres años mayor que ella y su novio desde los 15. Noelia, bautizada así en honor a la canción de Nino Bravo, y Jaime, que había nacido en la ciudad alemana de Núremberg, adonde había emigrado su familia, esperaron unos años antes de decidirse a tener hijos. “Dejé la píldora el día de fin de año de 1993 y en abril me quedé embarazada”, cuenta Noelia, “queríamos tener un crío, pero cuando me dijeron que eran tres, ahí ya empecé a preocuparme. El embarazo fue bien, pero nacieron a las 32 semanas, y al ser tan prematuros tuvieron que estar más de un mes en la incubadora”. Jaime y Alejandro venían en la misma bolsa, pero Álvaro salió después, sufrió dos paradas cardiorrespiratorias y tuvo que ser ingresado en la Unidad de Cuidados Intensivos (UCI). “Me decían: ‘No cuentes con ellos, no cuentes con ellos…’. Así que ahora que van a cumplir 30 años quiero celebrarlo por todo lo alto, ¿verdad que te lo he dicho, José Antonio?”.
Es una tarde de principios de julio. Noelia está sentada en un chiringuito de la playa de Isla Cristina (Huelva), donde ella y sus hijos pasan largas temporadas cuando no están en su piso de un barrio de Sevilla. A su lado, el fotógrafo José Antonio de Lamadrid asiente. Conoció a Noelia y a su marido cuando los trillizos acababan de cumplir 17 años: “Mi sobrino es autista y aquel año la asociación de autismo de Sevilla me había encargado las fotos del calendario. Me llamaron mucho la atención. Siempre juntos, siempre vestidos iguales, bajo la mirada de Noelia, que los movía con suavidad y determinación, como si fueran las damas de un tablero. Me interesó enseguida que esa realidad se conociera, la rutina de una familia con tres hijos autistas, su cotidianidad. Mi primera intención era seguirlos durante un año, hasta que cumplieran 18. Se lo propuse a Noelia y a Jaime y me dijeron que sí”.
—Y se convirtió en uno más de la casa —dice Noelia.
—Yo solo aspiraba a ser un mueble más —explica el fotógrafo con una sonrisa—, quedarme quieto en un rincón, no llamar la atención, no molestar y, sobre todo, no alterar su vida.
Han pasado muchos años y muchas cosas, y esta tarde, mientras sus hijos pasean por la orilla —camisetas iguales, bañadores iguales, chanclas iguales—, Noelia va contando su vida desde aquellos primeros meses. “Al principio la preocupación era que se salvaran, pero una vez fuera de peligro, empecé a darme cuenta de que no todo estaba resuelto. Algo les pasaba. A los cinco meses ya habían recuperado el peso y eran muy monos, pero no respondían como otros niños. Yo tenía sobrinos, y comparaba, y sabía además que un niño con equis meses responde ya a ciertos estímulos, pero los míos ni siquiera sabían chupar el biberón. Yo lo decía, pero toda mi familia se ponía en contra: ‘Estás loca, pero mira qué guapos son’. Incluso el pediatra —ay si yo me lo volviera a encontrar— me insistía en que era normal que no prestaran atención a nada. Me decía: ‘Ellos se relacionan entre sí y no necesitan a nadie más’. Hasta que no fueron a la guardería, a los dos años, nadie me hizo caso… Te voy a decir una cosa, aunque pienses que estoy loca: para mí fue una liberación saber qué tenían mis hijos. Cuando me dijeron ‘tienen un trastorno del espectro autista’, pensé: vale: ¿y esto cómo se come?, ¿qué hay que hacer? Ya entonces puedes ponerte a trabajar, y poco a poco empiezas a entender tú y a entenderlos también a ellos. Y te das cuenta de que, cuando les pedías que apagaran la luz y no la apagaban, no era porque los chiquillos no quisieran, sino porque no entendían esa orden. Fueron años duros, muy duros. Y te reconozco que no sé cómo lo hice, pero lo hice”.
—Usted es el periodista, ¿verdad? Se llama Pablo Ordaz, ¿verdad? Trabaja en un periódico, ¿es cierto?
—Así es…
—¿Y qué día nació?
—El 11 de julio de…
—Un domingo —dice Jaime casi al instante.
—¡Es verdad!
—¿Y tiene un hijo? ¿Cómo se llama? ¿Qué día nació?
—Alex. El 26 de febrero de…
—Un sábado. Su hijo Alex nació un sábado. ¿Y usted dónde vive? ¿Cuál es la matrícula de su coche?
Jaime, Alejandro y Álvaro acaban de volver de la playa. El que tiende la mano, que calcula al instante el día de la semana que corresponde a una fecha concreta y pregunta datos que ya no olvidará jamás, es Jaime. De pequeño era un fanático de los coches y, según reconoce Noelia, es el que más le preocupa de los tres: “Mira, el espectro autista es muy amplio. Hay características que suelen ser comunes —dificultades para la comunicación y para las relaciones sociales…—, pero luego cada persona con autismo es un mundo. Y yo tengo un abanico: un leve, un moderado y un profundo. La gente piensa que el que más me hace sufrir es Álvaro, porque es el más dependiente o el que tiene conductas que pueden parecer más inapropiadas. Pero Álvaro, que tiene un 88% de minusvalía, es como un bebé gigante, y sus necesidades están cubiertas: bien alimentado, bien aseado, duerme en una cama en condiciones… Mi hijo Alex está en el término medio. Es un niño muy sosegado, muy tranquilo, capaz de concentrarse horas enteras en un puzle de cientos de piezas, un enamorado del cine que memoriza las carátulas de las películas… Pero Jaime, que es el que acaba de hablar contigo y el que parece más adaptado a las normas sociales, es también el más consciente de sus limitaciones, y por tanto el que me hace las preguntas más difíciles —si podrá conducir, si tendrá novia…—, y yo, que soy su madre, que no me he separado de ellos ni un minuto, no termino de saber en realidad qué piensa, cuánto sufre…
Los trillizos saludan, cada uno a su manera, al fotógrafo De Lamadrid, quien durante 12 años estuvo presente con su cámara en tantos momentos de su vida, en el patio del colegio, en los cumpleaños y las excursiones al Rocío o a la raya de Portugal, en los paseos con los perros por el barrio y también en momentos más íntimos, cuando se iban a dormir en una cama grande que siguen compartiendo, o cuando su padre los afeitaba en la ducha… Ahí, en ese reportaje que el fotógrafo sevillano tituló Tres tres tres + 12 y que ha recibido multitud de premios en España y en el extranjero —entre ellos el DKV y el IPA—, está la vida entera de una familia que arrastra las miradas cuando pasea por la calle o cuando se sienta en un restaurante a comer, pero que, de puertas para adentro, es, simplemente, una familia. A Noelia se le quedó grabada una frase que hace muchos años un niño pequeño le dijo a la entonces princesa Letizia: “Yo tengo una enfermedad rara, pero yo no soy raro”. Y eso es precisamente lo que la cámara de José Antonio de Lamadrid —siempre pequeña, discreta, tan dispuesta a disparar como a quedarse en silencio cuando las circunstancias lo aconsejaban— ha conseguido con su paciencia de 12 años: derribar piedra a piedra el muro de los prejuicios.
Hay algo que llamó la atención del fotógrafo cuando los trillizos tenían 17 años y que sigue alimentando la curiosidad de quienes se cruzan con ellos en el umbral de los 30. Van vestidos iguales, exactamente iguales, cada día, en cada momento. “Yo les ponía la misma ropa cuando eran bebés porque estaban muy graciosos, pero ahora son ellos los que no consienten ir distintos. Hasta el punto de que, si uno se mancha el calzoncillo, vuelven a casa y se los cambian los tres. Es como si les diera seguridad, una identidad, pero a mí me da un trabajo horroroso, imagínate”. Hay también un personaje crucial en la historia de la familia, y que aparece en la primera parte del reportaje del fotógrafo, que ya no está. “A mí hay dos cosas que me han marcado mucho en la vida”, dice Noelia, “una lógicamente es haber tenido a mis niños. Y la otra es la muerte de mi marido. Era un tío espectacular, siempre con la sonrisa en la boca. Teníamos una pescadería, y los que entraban allí y no tenían dinero no se iban sin comer. Jaime les daba hasta el aceite para que pudieran freír el pescado. La pérdida de mi marido fue durísima. Se acostó a la 1.30 y ya no se despertó por la mañana. De pronto una noche estás haciendo planes con una persona y al día siguiente ya no está. Tenía 47 años”.
—Y sus hijos, que en aquel momento cumplían 21 años, ¿cómo vivieron la muerte de su padre?
—Yo no he escuchado llorar a mis hijos. Mis hijos no lloran.
La otra noche, en la terraza de un restaurante cercano a su casa, los trillizos regresaron solos de comprar un helado. Álvaro, como si fuera un niño pequeño, se quitó allí en medio las zapatillas y esparció la arena. Jaime, que desde que murió su padre se ha apropiado en cierta manera del rol de protector de sus hermanos, se acercó a la mesa donde estaba cenando su madre y dijo de pronto:
—Estamos en el restaurante La Ambrosía y mi padre ya no está, ¿verdad, mamá?
—No, no está, cariño mío, ¿tú lo echas de menos?
Hay mil preguntas de las que Noelia no conoce la respuesta, tantísimos misterios del alma de sus hijos que jamás llegará a resolver. Dice que hay un pensamiento de su marido que tiene muy presente. “Un día fuimos a un programa sobre temas médicos que había en la televisión y le preguntaron a Jaime qué iba a ser de nuestros hijos el día que nosotros faltáramos, y el respondió: ‘Yo no soy adivino, solo le puedo decir que le estoy dando calidad de vida a mis hijos hoy, pero no puedo vivir amargado con la agonía de a ver si me pasa algo’. Esa frase se me quedó grabada, y cuando me entran los miedos me acuerdo de ella. Y trato de aplicarla”.
Noelia habla muy rápido, con la cara, con las manos, y sobre todo con los ojos, que atan al interlocutor sin posibilidad de escapatoria. De vez en cuando se apoya en un taco, o en una retahíla de ellos, que en su boca y en el momento justo otorgan a la frase la precisión que ya quisiera para sí un lingüista. Otras veces se le escapan algunas sentencias. “Mis hijos son autistas, pero no gilipollas”. “Donde no entran mis hijos no entro yo”. “Yo me fío más de ellos que de la gente en general”. Frases —y los que tienen un familiar con autismo lo entenderán mejor— esculpidas durante casi 30 años de analizar las miradas de sus hijos y también las de los demás, de prevenir la reacción imprevista de sus trillizos y la contrarreacción del resto, de escuchar diminutivos que a sus oídos suenan peor que un insulto. “¿Pobrecitos mis hijos…? ¡Pobrecitos ellos!”. De pronto, la música infernal del chiringuito da paso a la sintonía del cumpleaños feliz y Noelia avisa: “Disculpa, pero creo que me voy a emocionar”. Y la mujer tan fuerte, esa guerrera del antifaz de hace un rato, te hace cómplice de un sufrimiento antiguo: “Es un jarro de agua fría, Pablo, porque tú dices, hostias, es que mi niño va a ser autista toda la vida, y tú lo que quieres es que tu hijo sea rubio, guapo, un niño como los demás”. Y a Noelia, que no ha dejado de sonreír, se le caen a la arena unos lagrimones así de gordos mientras el sol le sigue dando en la cara y la música vuelve a sonar y uno no sabe qué decir ni adónde mirar, si irse o quedarse a ver si sale el arcoíris.
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