_
_
_
_

Hisham Matar, en el Museo del Prado: “Sólo el amor y el arte tienen la capacidad de permitirte escapar de los límites de tu existencia”

Tras ganar el Premio Pulitzer por su libro ‘El regreso’, el escritor y arquitecto neoyorquino publicó a principios de este año ‘Los amigos de mi vida’ (Salamandra). En un viaje por las salas del Prado, nos revela su galería de arte soñada.

El arquitecto y escritor neoyorquino de origen libio y premio Pulitzer Hisham Matar, durante su visita a las salas de escultura clásica del Museo del Prado.
El arquitecto y escritor neoyorquino de origen libio y premio Pulitzer Hisham Matar, durante su visita a las salas de escultura clásica del Museo del Prado.Jacobo Medrano
Anatxu Zabalbeascoa

Hay vergüenza en no saber dónde está tu padre, vergüenza en no poder parar de buscarlo y vergüenza en desear dejar de buscarlo”. El secuestro de su progenitor, cuando Hisham Matar (Nueva York, 1970) tenía 19 años, le abrió, paradójicamente, la puerta a la pintura. Estudiaba Arquitectura en Londres. Sus padres habían abandonado Libia perseguidos por el Gobierno de Gadafi. Tras años de mirar bajo el coche cada vez que salían de casa, él y su hermano fueron enviados a estudiar fuera. Hisham estudiaba Arquitectura en Londres cuando su padre fue secuestrado en El Cairo. Nunca ha vuelto a saber de él. “Cuando tu padre desaparece, temes que cualquier cosa que hagas, hablar o dejar de hacerlo, pueda ponerlo en peligro. Puede que una opción sea replegarse en uno mismo. En ese marco, la pintura es una aparición. Son pensamientos articulados, es decir: lo contrario de la impotencia. Es una compañera muy generosa. No hay nada más generoso que una gran obra de arte: solo da”.

Matar cambió entonces su manera de visitar los museos. “Veía 50 pinturas en una hora, como si se tratara de haber mirado, y no de mirar”. Una de las razones es porque no sabía cómo mirar. “Todavía no lo sé. Ante una pintura siento que no es pasiva. Está en la pared trabajando. No lo puedo probar, pero estoy convencido de que cualquier lienzo absorbe algo de la gente que lo observa”, cuenta mientras nos acercamos a los goyas del Museo del Prado. También advierte: “Es esencial que no recetemos cómo mirar. Cada uno tiene que encontrar su manera. Para mí es básico tener tiempo, pero también que la vida interrumpa ese tiempo. Voy, miro y regreso. Y ese regreso al cuadro es parte de mirar con profundidad. Claro que miramos una pintura y vemos algo que está en nuestra cabeza. Por eso es esencial concentrarse en mirar sin proyectar”.

Para que una pintura le hable, Matar defiende que debe multiplicar un instante. “No importa la fama del cuadro. Importa que te diga algo a ti. La Gioconda es maravillosa, pero a mí todavía no me ha hablado”. Sostiene que cuando un lienzo te habla, te conduce a algo a lo que no llegas solo. Le sucede con muchos de los cuadros colgados en el Prado. Ante el Autorretrato de Goya señala que es austero e increíblemente moderno. “Entiende la imposibilidad de mirarse a uno mismo objetivamente. Indica que la manera en que nos observamos está dirigida. Por eso hay espacio para el engaño. Él quiere desnudarse para liberarse de la manipulación”. Por eso este retrato se convierte en una alegoría de una situación imposible. “Admiramos su honestidad, su desnudez, su despreocupación ante su aspecto, pero en realidad es un aspecto elegido para transmitir justamente eso: honestidad. Por eso la pintura da la vuelta sobre sí misma: no es un ejercicio de desnudez completa precisamente para poder serlo. Es como un ensayo sobre la ocultación y la revelación”.

Matar vive en Londres. Todavía va a la National Gallery casi todas las semanas. Hubo un tiempo en el que lo hacía a diario. Obsesivamente. Mirar durante una hora un lienzo tuvo, sobre él, un poder curativo. No hacía nada más, miraba. Hoy no se queda tanto rato. “Igual estoy 20 minutos ante la pintura. Es difícil mirar durante más tiempo, por lo menos para mí. Constatas lo ágil y suelto que es el ojo y lo reticente y torpe que puede ser la lengua”.

El escritor y arquitecto contempla el Autorretrato de Goya, en el Prado.
El escritor y arquitecto contempla el Autorretrato de Goya, en el Prado.Jacobo Medrano

¿Por qué la pintura tiene, y sobre todo tuvo, para este escritor-arquitecto capacidad curativa? “Sólo el amor y el arte tienen la capacidad de permitirte escapar momentáneamente de los límites de tu propia existencia. Sólo dentro de un libro o delante de un cuadro podemos acceder a la perspectiva del otro. El amor y el arte son expresiones de fe. Y a la vez la fe es siempre un espacio de duda, ¿no?”, pregunta. “¿Qué sentido tiene tener fe si uno sabe y no duda?”, se pregunta en su libro Un mes en Siena.

Montaigne escribió que los libros culturizan con su mera presencia. Le pregunto si sucede lo mismo con la pintura. Contesta que los objetos nos afectan, pero que la atención multiplica: “El arte es rezo. Porque rezar, en un sentido secular, significa celebrar las cosas que valoras. Y eso las multiplica. El arte y la muerte son dos extremos del espectro”.

Hemos llegado a la Santa Cecilia, de Poussin, el otro cuadro que Matar ha pedido ver en el Prado. ¿Por qué? “Nicolas Poussin utiliza a la santa como excusa para buscar movimiento y color. Es el gran colorista y maneja la gradación de los colores con tal habilidad que cualquier tema parece una excusa para convertir el color en pintura abstracta. Pero hace algo más. Utiliza el color como una coreografía. Lo convierte en movimiento. Vibra. Y eso hace de este lienzo un cuadro sobre la vida”.

Matar ha escrito que la única manera de conocer a alguien sería pudiéndolo ver cuando está solo. Su propia obra como novelista plantea el dilema del solitario: el ciclo interminable de lamentar renunciar a la soledad y de desear la compañía. “Me parece tan chocante como necesario que cada uno de nosotros esté solo. No puedes conocer a los demás si no eres capaz de estar solo. Estar solo y estar bien es conocerse. Y a veces estás bien simplemente aceptando que estás mal. No es mucho más”.

La vocación de San Mateo, de Juan de Pareja (1650), perteneciente a la colección del Museo del Prado.
La vocación de San Mateo, de Juan de Pareja (1650), perteneciente a la colección del Museo del Prado.Museo Nacional del Prado

Tras escribir El regreso, la memoria por la que obtuvo el Premio Pulitzer, Matar se premió a sí mismo con un mes en Siena, que se convertiría en un ensayo-memoria homónimo. El premio era su autorrecompensa por haber sido capaz de regresar a Libia, el país del que huyeron cuando él no era todavía adolescente. “Siena abogó por el gobierno civil. Y su escuela de pintura lo refleja. Lorenzetti tardó 16 meses en pintar los frescos de Alegoría del buen gobierno: un homenaje a la justicia que denuncia y ensalza, que revela y objeta, que instruye y no dogmatiza”. ¿Por qué? Él defiende que en esos frescos hay informalidad para hablar de algo solemne. “Creo que se debe a un azar técnico. Pintar al fresco no es pintar un lienzo. La técnica del momento requería que el fresco se tuviera que pintar muy rápido, y si aceleras el ritmo de un artista algo pasa. No siempre pasa algo positivo, pero a veces sí”. Para explicar el azar de acelerar la velocidad de la creación, Matar recurre a Ingmar Bergman, que hacía hasta cinco películas en un año. O a Shakespeare. “Algo de esa informalidad hace más cercano el arte”.

Matar ha preparado para El País Semanal un museo imaginario. Antes de empezar a comentarlo explica que algunas pinturas son atractivas de la misma manera que algunas personas lo son. Luego me da la bienvenida a su museo. “Es gratis. Nunca cobraré. Sería una persona completamente diferente si hubiera tenido que pagar para entrar en la National Gallery cuando iba allí a diario. Que los museos sean gratis es un derecho educativo, no un lujo. Para mí son como una biblioteca, ¿qué sentido tendría tener que pagar por coger prestado un libro?” [La entrada del Museo del Prado para el público general cuesta 15 euros].

Matar ha elegido una figura de bronce de un ciervo del primer milenio antes de Cristo. Es iraní. Pero está en el Metropolitan de Nueva York. ¿Qué ve en ella? “El artista consigue lo que Goya persigue, pero con más éxito. No digo que la obra sea mejor, digo que la naturalidad está más conseguida. Hay una expresión árabe que describe con precisión lo que ha conseguido: ‘Lo fácil imposible”.

Su museo imaginario mostraría también a una mujer egipcia de la época grecorromana. Es una de las tablas con los retratos de El Fayum que datan del año 160-170 y está en el Museo Británico de Londres. En estos dibujos de la necrópolis de El Fayum, Matar ve prisa, precipitación. “No aspiran a ser obras de arte. Su objetivo es el recuerdo. Quieren dejar un retrato del muerto como vivo. Buscan congelar la vida para consolar a las familias con una imagen vívida. Pero por mucho que busquen mantener las miradas vivas, uno ve la muerte en los ojos, tienen una mirada eterna. Esa mirada acaba retratando la incapacidad humana para concebir lo que es estar muerto. Que igual quiere decir lo mismo que nuestra incapacidad para comprender lo que significa estar vivo. Con todo, los retratos son eternos y modernos. Fruto de un momento muy cosmopolita. En El Fayum vivía todo tipo de gente y estos retratos revelan la apertura mental que genera la convivencia con lo que no es como tú”.

Ese intento de rescate de los muertos recuerda a lo que Matar cuenta en su última novela, Los amigos de mi vida. En Libia, tras el derrocamiento de Gadafi, algunas familias alquilaban vallas publicitarias para colgar en ellas grandes fotos de sus muertos. “Teníamos mártires. Creo que lo hacían para mostrar su enfado, pero también para celebrar a los muertos, para recordarlos y así salvarlos un poco. Cuando alguien muere suceden dos cosas a la vez. El muerto regresa entero. Se podría decir que su retrato ha quedado terminado, y, a la vez, su ausencia se hace inefable. La muerte de alguien amado nos deja en un estado de incredulidad durante mucho tiempo. No puedes aceptar que no haya dejado huellas. Y al final buscas esas huellas. Creo que esas vallas de anuncios eran esa búsqueda”.

Me pregunta si alguna vez he visto la Cabeza de Buda de los siglos IV o V que, procedente de Pakistán, expone el Museo Victoria & Albert de Londres. “Su efecto es muy difícil de explicar a menos que te sitúes frente a ella”. ¿Qué la hace tan especial? “La inclinación de esa cabeza parece entender el sufrimiento. No ignora que el sufrimiento existe. Admitido que existe, la cuestión pasa a ser cómo soportarlo. La cabeza nos mira sugiriendo algo a la vez drástico y amable: la aceptación”.

Hisham Matar trabajó como arquitecto durante siete años. Incluso llegó a abrir su propio estudio. Pensó que podía escribir temprano, levantándose a las cinco de la madrugada. Pero, tras terminar su primera novela, Solo en el mundo, abandonó la arquitectura. Con todo, anuncia que en su museo imaginario incluiría la mezquita de Ibn Tulun, construida hacia el siglo IX, en El Cairo. “Es la más antigua de la ciudad. Comparte, con el retrato de El Fayum o el ciervo de Irak, la aparente falta de esfuerzo, la naturalidad. El punto donde los arcos se encuentran en el patio no es preciso. Pero la proporción de ese patio es perfecta. Casi todo el edificio es exterior, abierto. Ofrece lo que solo la mejor arquitectura logra: transforma la existencia. En el momento en el que entras, el ritmo y el carácter de tus pensamientos cambia. No impone, invita. Te sientes el centro de algo y a la vez una parte muy pequeña de un todo”.

También hay música en el museo de Hisham. Y está en un disco: Carlos Kleiber y Sviatoslav Richter interpretando el Concierto para piano de Dvorák. (Grabación Emi Stereo, 1977). “El pianista Sviatoslav Richter grabó muy poco. Carlos Kleiber, en cambio, muchas cosas. Pero ganó fama por cancelar conciertos en el último minuto. Era nervioso y soportaba mal la presión, pero era uno de los directores que, al interpretar a Mahler o a Beethoven, la gente tenía la sensación de asistir a un estreno. Dirigiendo ofrecía sentimiento y generosidad… Es un ejemplo de alguien que sacó lo mejor del mundo de la música haciéndolo suyo con gran generosidad. Y eso para mí es importante. No solo por el resultado, el viaje hasta ese resultado también cuenta”.

El autor de El regreso pasea por las salas del Prado.
El autor de El regreso pasea por las salas del Prado. Jacobo Medrano

Los últimos siete minutos de la película El eclipse (1962), de Michelangelo Antonioni, también están en su museo personal. “Esa película habla de momentos de pasión desubicados. Gente que tiene amor pero que no se encuentra en el lugar oportuno. Antonioni trata un tema, que podríamos llamar espiritual, de una manera arquitectónica. Le interesa la arquitectura del contacto y la falta de contacto humano. Por eso la película acaba con escenas que son secciones transversales de los edificios donde viven los protagonistas. No son particularmente bonitos. La idea de dedicar los últimos minutos de una película emotiva al marco de los edificios me fascina. Habla el idioma de la mezquita de Ibn Tulun. Piensa: si hacemos un edificio de proporciones sagradas, la gente sentirá la inspiración del amor y la amabilidad. Antonioni lo hace”.

La fotografía de su museo la ha dejado en manos de su mujer, Diana Matar. “En No. 2, from Tête-à-Tête (2019) Diana se acerca a estas estatuas del Museo Arqueológico de Nápoles y retrata las que le hablan. No hay manipulación digital. Pero las estatuas parecen cobrar vida. Diana pasa tiempo ante las esculturas y encuentra un momento de contacto cuando parece que éstas le devuelven la mirada. Lo que me interesa es que en ese ejercicio afloran todas las capas. Tienes la escultura original, que en sí representa a una persona, o a una figura mitológica, y al autor que la hizo. Partes de esas dos personas, el artista y el sujeto. Pero Diana vuelve a mirar y la retrata. Y luego llegamos nosotros y observamos todas estas capas, el acordeón del tiempo que comprime, pliega y despliega. Los retratos son hipnóticos por su modernidad”.

El escritor y arquitecto explica que ha pensado mucho en Tiziano. De las Poesías que pintó para Felipe II no llegó a enviar esta, la séptima. Es La muerte de Acteón, de 1559, que está en la National Gallery de Londres. “Cuenta el mito de Diana sorprendida en el baño por Acteón. Cómo lo convierte en ciervo y cómo, entonces, lo devoran sus propios perros. La manera en que Tiziano organiza el espacio es como si dejara ver que ha sido un error. Que no la estaba espiando. Que fue un azar. Y, a pesar de eso, ella se siente desposeída de algo y actúa. Ves esa acción, puede que la precipitación. Lo que le interesa a Tiziano es ese rapto que precipita lo que sucede a continuación. Cuando Ovidio cuenta esta historia, explica la biografía de cada uno de los perros de Acteón. Son perros de caza, él los ha entrenado y, en el momento de la pintura, él está tratando de escapar de ellos, les grita: ‘¡Soy yo, soy yo!’. Pero los perros le arrancan su piel del ciervo. Uno no sabe si lo hacen porque son perros de caza o porque se percatan de que su dueño está dentro de ese animal y quieren llegar hasta él. Ovidio deja esa cuestión abierta. Y Tiziano la respeta. Y en el centro del cuadro pone una figura oscura, mirando a quien mira. Nos recuerda que es una pintura, que sin nosotros no funciona”.

Estamos en el Prado, pero el velázquez que elige Matar está en el Metropolitan de Nueva York. Su Retrato de Juan de Pareja de 1650 retrata al criado del pintor. “Velázquez lleva el cuadro a Roma y la gente lo adora. Algunos dicen que todos los otros eran obras de arte y ese es la verdad. Velázquez, orgulloso, lo cuelga en el vestíbulo de su estudio. Cuando finalmente firma la liberación de su esclavo, el propio Juan de Pareja se convierte en pintor. No es un pintor extraordinario, pero sí capaz. El caso es que el retrato es, también, un retrato del poder. Y de la propia transformación de Velázquez. Hay respeto hacia Juan de Pareja. Está a la vez dignificado y confrontando al pintor. El gesto de sus manos recuerda a los musulmanes cuando rezan. Algo hay en ese gesto que me hizo sentir que decía: ‘Sé quién soy”.

El recorrido por su museo acaba con música. Podría parecer flamenco, pero es el Corán. Abdel Basit Abdel Samad es uno de sus más famosos recitadores. “El abuelo de un amigo murió. Era una persona importante y contrataron a Abdel Basit Abdel Samad para su funeral. Llegó como una estrella. Pero la manera en que transforma su voz para dar expresión a las palabras es profunda. Como sucede con los grandes artistas, ese esfuerzo lo agranda también a él. No le interesa que pienses en lo grande que es él. Quiere que te concentres en lo que está haciendo. Tiene conciencia de lo que hace. Es el arte y no el hombre”.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Rellena tu nombre y apellido para comentarcompletar datos

Más información

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_