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Las copas y las letras
Columna
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Cuando todo pide más de nosotros

Buena parte de nuestra felicidad proviene de saber hacer de nuestra soledad un espacio de libertad

Fotograma de la serie de televisión "Dickinson" sobre la poeta Emily Dickinson.
Fotograma de la serie de televisión "Dickinson" sobre la poeta Emily Dickinson.
Ignacio Peyró

El novelista Anthony Trollope dejó dicho que debía todo su éxito en las letras a una sola persona: aquel viejo criado que, a las 5.30, lo sacaba de la cama “sin misericordia” para ponerse a escribir. Con estos hábitos, Trollope iba a conseguir novelas memorables y, al mismo tiempo, una reputación de filisteo: al fin y al cabo, de un escritor solemos esperar borracheras homéricas, unas deudas corrosivas o, como mínimo, una vida sexual rica en arabescos. La moderación, la disciplina o la templanza son —qué le vamos a hacer— virtudes poco narrativas: liquidar el IVA trimestral dista de ser algo “sublime sin interrupción” y, puestos a novelar, un matrimonio feliz sólo puede oponer bostezos ante los éxtasis y tormentos de un adulterio múltiple. Extraña poco, por tanto, que para encontrar en nuestros días expresiones como “dominio de sí” tengamos que rebuscar en el catecismo del abuelo.

Al leer Las torres de Barchester, sin embargo, no es difícil pensar que aquella sobriedad trollopiana quizá le rindió más —y nos aprovechó mejor— que haber echado cada noche los cierres del pub. Y también resulta inevitable concluir que hoy el novelista lo hubiera pasado peor: antes de ponerse a escribir, tendría que sortear las llamadas a sembrar de “me gustas” en su Instagram, añadir una pieza maestra a sus wasaps completos o retuitear a esa chica que ha dado en “favearte” un par de veces. Otro escritor, Jonathan Franzen, no tiene criado que le levante pero, para centrarse, arranca el cable de internet.

No hace falta ser un Trollope o un Franzen para vernos cada día asediados de aquello que el moralismo menos sexy llamaba tentaciones. La tarjeta de crédito hace posible el “lo quiero todo y lo quiero ahora”, y Amazon nos lo deja en la puerta de casa. El chino de la esquina favorece la “muerte por chocolate” a nada que uno tenga un antojo: si estamos en el sofá, el antojo nos llega en 17 minutos por Deliveroo. Una buena racha en Tinder ya te cualifica para dar consejos de seducción a Casanova, y no falta el que, hora feliz tras hora feliz, se ha levantado un día con un problema de alcoholismo. Si nos sentimos mal, todo se puede reconducir a los genes, la psicología evolutiva o una química cerebral que nos lavará de toda culpa. Pero a veces somos solo nosotros, y no una causa remota, los que pedimos el extra de nata o compramos los zapatos que nos tendrán tres meses a arroz blanco.

En buena parte, hablamos de problemas maravillosos: mejor luchar contra la segunda cervecita que por conseguir agua potable. Y quizá algunos días terminamos viendo vídeos de un coreano hablando euskera, pero otro día nos metemos Novecento de un tirón. Es célebre la frase de Pascal: todas las desgracias del hombre se derivan del hecho de no ser capaz de estar tranquilamente sentado y solo en una habitación. Hoy podemos decir que buena parte de nuestra felicidad proviene de saber quedarnos en un cuarto. De hacer de nuestra soledad un espacio de libertad. De proteger el sagrado de nuestra atención cuando todo nos reclama. De contener y modular cuando todo pide más de nosotros: de las redes a las relaciones, de la comida a las compras, del crédito al tabaco. “Todo a lo que me entrego se hace rico y me desgasta”. Es un verso que tiene 100 años pero suena a profecía.

“Nuestra carne”, escribe Larkin, “nos rodea con sus propias decisiones”. Quizá nunca más que ahora. Si en otro tiempo, Oscar Wilde escandalizó al proferir que su única manera de acabar con la tentación era caer en ella, su boutade está ahora al alcance de cualquiera: desde luego, cuando “yo lo valgo”, hay muy pocas cosas que me estén vedadas. El exceso se ha hecho democrático sin dejar de ser romántico, hasta convertirse en problema y forzarnos a tomar esas decisiones que antes eran atarse al mástil o quemar las naves y ahora quizá sea desinstalar una app. Hace mucho, Gustave Flaubert, muy a contracorriente, recomendaba a los escritores una vida ordenada para que la pasión y la violencia se reconcentraran en la pluma. Como a Trollope, a él tampoco le vino mal esa idea de carcamal que era poner el autocontrol un poco antes que la autoestima.

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Sobre la firma

Ignacio Peyró
Nacido en Madrid (1980), es autor del diccionario de cultura inglesa 'Pompa y circunstancia', 'Comimos y bebimos' y los diarios 'Ya sentarás cabeza'. Se ha dedicado al periodismo político, cultural y de opinión. Director del Instituto Cervantes en Londres hasta 2022, ahora dirige el centro de Roma. Su último libro es 'Un aire inglés'.
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