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Pamplinas
Columna
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La palabra honestismo

La corrupción se ha transformado en algo utilísimo: el sustituto de cualquier debate

Carteles en Bollullos (Sevilla) durante la campaña de las elecciones generales de 2023.
Carteles en Bollullos (Sevilla) durante la campaña de las elecciones generales de 2023.CRISTINA QUICLER (Afp / Getty Im
Martín Caparrós

El honestismo ya es central en la política española: ahora, aquí, llevamos semanas y semanas en que no se discuten proyectos ni programas sino grados de corrupción: tú mucho, y tú más, y tú más más, y tu novio un montón.

Es honestismo puro, pero la palabra honestismo tiene un problema: muchos no la han oído nunca. El honestismo es uno de esos conceptos muy presentes que no tenían una palabra que los representara: la idea de que la causa principal de los males de nuestras sociedades es la corrupción de sus políticos —y que la honestidad, por lo tanto, sería su solución. Es, como tantas, una falacia interesada.

En las últimas décadas la corrupción pasó a ser uno de los temas principales de la política y, sobre todo, de la relación de muchos ciudadanos con ella. La corrupción es un abuso de confianza, una defraudación en su sentido más estricto: funcionarios y empresarios que han prometido cumplir las leyes se aprovechan de sus poderes —político, económico— para no cumplirlas y lucrarse. Señores y señoras estafan a quienes les creyeron y eligieron —y eso provoca mucha, justa, rabia. La corrupción se instala sobre un principio insoportable: la mentira. La corrupción es una mentira en acto, alguien que hace a escondidas lo contrario de lo que dice y muestra —y lo niega mintiendo, fatalmente mintiendo.

Es fácil, de ahí, llegar a la conclusión acostumbrada: claro, estamos como estamos porque estos corruptos se están robando todo. Pero, aunque la operación es obscena, poco cambiaría si los dineros que roban se usaran para sus propósitos legítimos. Lo que hacen, sí, es mostrar la calaña de cada cual, sus principios, sus fines. Pero la reacción honestista reemplaza el debate político por un proceso policial. Allí donde todo son matices, opiniones —yo prefiero tal cosa, tú tal otra—, aparece un elemento indiscutible: se embolsó tal dinero, pagó tal dinero, es delito y no hay más que hablar.

Así, la corrupción se ha transformado en algo utilísimo: el sustituto de cualquier debate. Lo que define, digamos, el deterioro de la sanidad en Madrid no es que unos cuantos parientes y entenados se empeñen en llevarse unos millones sino que su gobierno sostenga, con todo respeto por las leyes, una política de reducción de la atención pública y fomento de la privada. Como no conseguimos limitar políticamente esas decisiones, esperamos que una corrupción venga y nos salve: ah, son unos ladrones, podremos detenerlos. En realidad son sobre todo unos políticos de derecha que quieren hacer lo que hacen los políticos de derecha: promover la ganancia de unos pocos, entregar al mercado la suerte de los muchos. Pero es más fácil hablar de delitos que de políticas. En épocas en que no sabemos del todo qué queremos, esa simpleza se agradece.

La honestidad, por supuesto, es indispensable: el grado cero de cualquier actuación, pública o privada —y como tal deberíamos tomarla. Su control debería quedar en manos de una policía y una justicia creíbles. Y la política debería centrarse en quién propone qué, quién pierde, quién se beneficia. Siempre dicen que la corrupción no es de izquierda ni derecha, que está más allá de las ideologías. Es otra falacia del honestismo: la corrupción es, precisamente, el triunfo de una ideología, la que los hace desear plata, lujitos y ventajas. (Y qué aburrido que todos los corruptos quieran dinero para comprarse coches gordos, caserones, viajes, siliconas, vestidos de etiquetas, joyas, cirugías. A veces parece que lo peor de esta raza es su falta de imaginación, su ambición tan escasa. Otras, que es otra cosa).

Por eso la corrupción es de derecha por esencia pero los corruptos y los honestos pueden anidar en cualquier bando. Se puede ser muy honestamente de izquierda y muy honestamente de derecha, y allí estará la diferencia. Quien administre muy honestamente en favor de los que tienen menos —dedicando honestamente el dinero público a mejorar escuelas y hospitales— será más de izquierda; quien administre muy honestamente en favor de los que tienen más —dedicando honestamente el dinero público a mejorar autopistas y óperas— será más de derecha. Quien disponga muy honestamente cobrar más impuestos a las ganancias y menos IVA sobre el pan y la leche será más de izquierda; quien disponga muy honestamente seguir eximiendo de impuestos a las actividades financieras o la riqueza acumulada será más de derecha. Y sus gobiernos, tan honesto el uno como el otro, serán radicalmente diferentes. Por eso sería tanto mejor que, en lugar de centrarnos en los delitos, se los dejáramos a quienes corresponden y pudiéramos empeñarnos en las formas que queremos para nuestras sociedades. Sería tan bueno, digo, que dejáramos por fin el honestismo.

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