Pensar con las manos: los platos únicos de la ceramista que no quería destacar
Verónica Moar era intérprete de lenguaje de signos. Cuando decidió dar un giro a su vida, tenía claro que quería seguir trabajando con las manos. Hoy es artista performativa y ceramista. Sus piezas están en restaurantes de Madrid, París y Galicia
Las manos y los brazos de la artista son del color del polvo de porcelana. En realidad, toda la atmósfera es de esa tonalidad en el pequeño estudio que tiene Verónica Moar (A Coruña, 44 años) en el bajo de un discreto edificio, en un barrio obrero de su ciudad natal. Una luz mágica inunda el espacio y baña la mesa de trabajo, la estantería de los prototipos, las baldas donde guarda los moldes de escayola perfectamente ordenados, el horno, el torno, su colección de libros de arte o la panoplia de herramientas que cuelgan de la pared. La mayor parte del tiempo, esos utensilios —vaciadores, cortadores de tanza, palillos de modelar— permanecen en su sitio como las armas de un guerrero en tiempos de paz. Porque la verdad es que esta ceramista gallega tiene predilección por un solo artilugio, una especie de cúter fabricado por ella misma, que usa para prácticamente todo y es casi una extensión de su propia mano.
Cuando se le pregunta el nombre de esa fina cuchilla puntiaguda, Moar se encoge de hombros: “Es la herramienta sin nombre”. Surgió de manera espontánea, a fuerza de trabajo y sin buscarla. De la misma manera que fue ocurriendo todo en la vida de esta artesana desde que hace más de una década, un día como otro cualquiera, decidió romper con el destino que ella misma estaba escribiendo. Hoy, además de sus personales proyectos artísticos en cerámica, sus performances y sus exposiciones (Lítica, Portas do mar, In itinere), Verónica Moar es la artífice de incontables piezas de vajilla para restaurantes. Sus platos, cuencos, tazas o reposacubiertos lucen en 16 locales de Galicia, París y Madrid, concebidos ex professo para cada nueva creación de los chefs.
Hace pocos días, recibió en el móvil el mensaje de un conocido: “Vengo de cenar en platos tuyos. Odio los platos guay. Los tuyos me han hecho disfrutar más de la comida”. Nada paga más el esfuerzo de Moar que saber que al otro lado, en la mesa con mantel, alguien ha conectado con ella, envuelta en el aire de porcelana de su taller. “La pieza que yo hago acompaña la comida. Debe haber un equilibrio, pero sin destacar… Esto, el no querer destacar, es algo que también me define como persona”, se describe. “Todo ha sido muy azaroso. Un día, en 2015, fui a comer a Abastos 2.0 [establecimiento en el corazón del mercado histórico de Santiago de Compostela] y los responsables me vinieron a preguntar si les haría unas piezas por encargo”, rememora. “Fue una sorpresa, porque yo estaba enfocando mi carrera hacia la cerámica artística y no me imaginaba otra cosa”.
Por aquel encargo dio el salto a Madrid cuando Abastos abrió al año siguiente en la capital de España, y desde allí el nombre de Verónica Moar viajó hasta París. Algunas de sus creaciones están sobre las mesas de establecimientos como Le Bouchon, en la ciudad francesa, o la cafetería madrileña Le Fix. También en conocidos restaurantes de las provincias de Pontevedra, A Coruña y Ourense como Culler de Pau, A Maceta, Greca, Loxe, Nova, Landua, Culuca, O Balado, Bido, Millo y Nado. La depuración de las formas, la búsqueda constante de la anatomía humana, y las piezas sin o con discretos toques de color son señas de identidad de esta ceramista. “Es muy importante para mí lograr la escala corporal”, comenta mientras aprieta con las manos un cuenco y apoya el pulgar en una hendidura del borde, exactamente del tamaño de su dedo. “Me gusta que las personas toquen, coman y beban y sientan esto”, confiesa la artista, “y que si cuadra, al terminar, sientan curiosidad y den la vuelta al plato para encontrarse con mi nombre grabado”.
La vida de Verónica Moar dio un vuelco por decisión propia cuando cumplió 30 años. Había estudiado Filología Inglesa y completado su formación con un ciclo de intérprete de lenguaje de signos. Con estos conocimientos, consiguió un trabajo de “secretaria de dirección de una persona sorda” con un puesto de relevancia internacional. “Allí, entre otras cosas, traducía textos para la ONU”, comenta, “era la única profesional con ese perfil en España”. “En 2008, en plena crisis, decidí que lo dejaba, no me aportaba nada y no me veía trabajando en eso toda mi vida”, concluye. El lenguaje de signos, cree ahora la artista, marcaba ya entonces un camino: sabía que quería un trabajo manual, algo que le sirviese para “pensar con las manos”.
Y así fue como recaló en la cerámica. “Me di un año sabático para saber qué quería hacer, pero no sé estarme quieta, así que enseguida fui a la escuela de arte a pedir información sobre dos cursos que me interesaban, uno de fotografía y otro de cerámica artística”, cuenta. El de fotografía era demasiado denso para sus planes. Preguntó a continuación por el de cerámica. En secretaría le pusieron sobre la mesa el formulario de inscripción, y ella, sin pensárselo dos veces, salió de allí matriculada aquel mismo día. Su maestro en la Escuela de Arte Pablo Picasso de A Coruña, Ánxel Cao, avisó en la primera clase: “Aquí vais a aprender cerámica artística, porque la cerámica no es solo hacer cacharros”.
A esos “cacharros” prefiere llamarlos “piezas”. Aunque ama sobre todas las cosas la faceta artística de la cerámica, siente un profundo respeto por las posibilidades expresivas de esos recipientes de porcelana, barro gallego o gres que moldea (porque fundamentalmente trabaja con moldes, más que con el torno) para completar las obras culinarias de los chefs. “Soy filóloga, no puedo dejar de dar carga narrativa a mis piezas, con sus formas y sus colores”, reconoce. “Juego con las texturas [tersas y esmaltadas, mates y ásperas, con relieve] para dejar mensajes a las personas. Quiero que toquen, que dialoguen conmigo a través del recipiente”, revela la autora mientras abraza un plato sopero de barro.
Moar insiste en que el momento que más disfruta es el de alumbrar la idea: “La parte conceptual es lo que me motiva, el reto de decidir la forma, los materiales, el color del esmalte es lo que me alimenta… No la pieza terminada”. Ella, que desde niña practicó danza contemporánea e incorpora este arte y la literatura a sus performances, concibe el material como “otro cuerpo, algo muy físico”. “La arcilla es un paisaje que se ha desintegrado”, sentencia mientras abre una fiambrera que contiene barro fresco de la localidad coruñesa de Buño, una de las capitales alfareras de Galicia. “Cada vez me interesa más contar la historia de Galicia, estudiar e interpretar una alfarería tradicional que repite fórmulas funcionales y de éxito desde la Edad de Bronce”, explica. Los cacharros de la estantería de la entrada no llegaron a marchar nunca a sus restaurantes. Se quedaron aquí varados por imperfecciones inapreciables para cualquiera. “Yo los llamo los hijos feos”, bromea. Cada pieza es única, siempre hay pequeñas diferencias, y ella envía las mejores al cocinero que le hizo el encargo. “Mi interés no es crecer. Esta es mi escala y estoy contenta en ella. Trabajo sola; si estoy en plena cocción, un domingo a las doce de la noche estoy aquí”. Elaborar una pieza, o las pocas piezas que, de una vez, caben en su pequeño horno, puede llevarle tres semanas. La primera cocción, conocida como bizcochado, se realiza a cerca de 1.000 grados. La segunda, ya con esmalte, a 1.260. Entre las dos fases, el horno debe estar funcionando 19 horas.
“Cuando me hacen un encargo para un restaurante que no conozco, voy al local, miro el espacio, sus colores, para entrar en sintonía con el lugar. Mis piezas no tienen mucho color. Lo esencial son las formas y hay mucho que pensar hasta depurarlas”, dice Moar cuando trata de explicar cómo diseña cada encargo. No es solo una cuestión estética o anatómica, hay que hacer que encajen para almacenarlas o lavarlas. Sus porcelanas son “resistentes”, pero “tan ligeras” que en un restaurante con estrellas Michelin se encontraron con el problema de que flotaban en el lavaplatos al ponerlo en marcha.
En los locales se ha ido imponiendo la importancia del recipiente como parte de la presentación, y cada día más, porque ahora la gente hace foto de los platos y las sube inmediatamente a sus redes sociales, advierte Verónica Moar. Esto es una tarjeta de visita, un anuncio de neón para atraer nuevos comensales. Al renovar la carta, cada temporada, los restauradores le encargan, como diría su profesor, “cacharros” nuevos. Un pequeño cuenco cuyo esmalte recrea espumas de mar en tonos azules, grises y amarillos está destinado a servir berberechos y ninguna otra cosa. Para el restaurante Nova, de Ourense, especializado en “cocina de raíz”, la artista ha hecho unos platos altos que apilados forman el tronco de un abedul. Cuando se le pregunta cuál fue la encomienda que más quebraderos de cabeza le dio, no tarda en responder: “Me pidieron para el Loxe Mareiro de Carril algo para servir las cañitas de crema. No se me ocurría nada… Hasta que lo vi, en la espuma de la orilla, un día de temporal paseando por la playa de Riazor”. El plato blanco de superficie ondulada recrea los ripples, un término empleado en geología para designar las ondas paralelas que el trabajo del agua deja, por ejemplo, en la arena.
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