Viaje al origen mexicano del chicle
La historia de uno de los productos más populares del mundo comienza con lo que los mayas llamaban sicté y consumían en ceremonias religiosas, para mitigar la sed, para ayudar a la digestión o para cuidar la higiene bucal
Hoy conocemos como chicle lo que los mayas llamaban sicté. En aquel entonces, se envolvía en hojas de maíz para procurar su endurecimiento y lo consumían en ceremonias religiosas, para mitigar la sed, para ayudar a la digestión o para cuidar la higiene bucal. Cualquier historia del chicle que llevemos a cabo empezará y terminará en el sur de Quintana Roo, donde se concentran los altos árboles de chicozapote de la selva maya del Gran Petén, de los que se extrae una resina que ha conseguido dar la vuelta al mundo y que volvamos a él para probar el primer y único chicle orgánico y biodegradable, Chicza, comercializado desde hace años en Europa. Chicza es una goma de mascar diferente, elaborada a partir de goma base natural orgánica junto con frutas silvestres y nativas, hierbas y especias. El procedimiento para la extracción del chicle es básicamente el mismo que utilizaban los antiguos mesoamericanos. En la sede de Chicza, en Chetumal, me encuentro con Manuel Aldrete Terrazas, director ejecutivo y connaisseur del proceso: “El chiclero es el agricultor que extrae la resina. Estudia el árbol, lo cala y trepa con un machete. Hace cortes en la corteza en zigzag, como el zorro, para que corra la savia. Su habilidad es admirable”. Pregunto por las comunidades chicleras, por sus medios de subsistencia, y Manuel subraya que la selva mexicana es colectiva. “Dentro de los ejidos [terrenos comunales] hay madereros, apicultores y extractores de resina. La goma de mascar tiene una gran sinergia, hay carbohidratos, fibra, vitamina, azúcares. Aparte de ser un producto natural, este chicle nunca se endurece. Con calor y humedad lo suavizas, no te cansa los maxilares, en los chicles de plástico tragas los solventes y los alcoholes”.
Pruebo uno con sabor a lima. Percibo dos cosas: una, no puedo hacer globos como los que hacían aquellas pink ladies de la película Grease; y dos, no tarda en irse el sabor de la lima. “Es que aquí no hay polímeros. Con los polímeros tienes químicos que hacen que la masa se comporte como tú quieras. El globo lo hacen los solventes y los alcoholes industriales que permiten que se infle. ¿Que el sabor se va rápido? No, lo que se va rápido son los azúcares y los edulcorantes. Las gomas plásticas tienen un 40% de pura azúcar, aquí solo saborizante orgánico de extractos vegetales, dale, échate otro, esto es bueno para la tensión”.
Pienso en aquella escena de Friends en la que Chandler se queda encerrado en un cajero con una modelo que le ofrece un chicle que acaba aceptando para luego escupirlo y, seguidamente, avergonzado por lo que acaba de hacer, devolvérselo a la boca y fingir que se ahoga para llamar su atención. También recuerdo los chicles del señor Adams, que empezaron a comercializarse a finales del siglo XIX y que cualquiera que haya sido niño en los ochenta recordará por su marca: Chiclets. “Adams dio con el chicle buscando llantas para las ruedas de los autos…, ya era un producto reliquia que provenía de aquí. Cuando los americanos van a la Segunda Guerra Mundial, un decreto de 1944 revela el consumo del chicle natural solo para las tropas. Ahora hay fentanilo o marihuana, pero entonces, para combatir el estrés, la goma de mascar era imprescindible”, dice Aldrete Terrazas. Aún veo a Cruyff en la línea de banda y la Chupilandia de Gloria Fuertes, donde las escaleras eran de azúcar, “de tarta los balcones, el suelo de caramelo y de chicle los salones”.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.