El mito de ‘Grease’ nunca muere
Primero como musical teatral y más tarde en el cine, el icono ha ido mutando de testimonio de rabia de una adolescencia marginada a muestra de amor azucarado. Una serie de televisión explica ahora el origen de las Pink Ladies, las chicas más ‘cool’ del instituto
Chicos contra chicas. La pandilla de los T-Birds, malos malotes, en constante coqueteo-enfrentamiento con las Pink Ladies, las más chulas del instituto. Finales de los años cincuenta, advenimiento del rock, de la cultura del automóvil, de las chupas de cuero, de melenas lacadas y flequillos esculpidos con gomina. “Grease es el tiempo, es el lugar, es el movimiento. Grease es la manera en que nos sentimos”, cantaban. Y cantan. Más de medio siglo después del estreno del musical y transcurridos 45 años desde que llegó a las pantallas su versión cinematográfica, la serie Grease: Rise of the Pink Ladies, en SkyShowtime, retorna al universo estudiantil que nació de los recuerdos de adolescencia de un actor y compositor de clase obrera de Chicago, Jim Jacobs, cuyos ídolos eran Elvis Presley y Little Richard.
Grease: Rise of the Pink Ladies, ambientada en 1954, cuatro años antes de los acontecimientos de Grease, desgrana los orígenes de la banda de chicas Pink Ladies. Las críticas hablan de un descarrilamiento como musical, pero con cierto encanto como celebración de la adolescencia. Justo lo contrario que el Grease original. Con la película de 1978 y las adaptaciones posteriores, la historia fue ganando en mojigatería y puritanismo. Cuando el musical se estrenó el 5 de febrero de 1971 en un pequeño club nocturno de Chicago, sus autores, Jim Jacobs y Warren Casey, estaban honrando a la juventud de clase obrera de los años cincuenta, los greasers. La palabra con la que se bautizó a esa tribu urbana tiene múltiples padres: podría referirse a la gomina con la que sujetaban sus flequillos imposibles o a la grasa de los vehículos con la que se manchan los mecánicos. La mayor parte de aquellos adolescentes que crecían en la posguerra procedía de familias polacas, italianas, griegas, mexicanas o portorriqueñas, trabajadores que solo tenían como bien de lujo un coche.
Aquel Grease era mucho más sexual, subido de tono y apegado a la dura realidad de finales de los cincuenta que las versiones posteriores. Se desarrollaba en el instituto Rydell (inspirado en uno real de Chicago, el Taft, donde había estudiado Jacobs, y bautizado así en los escenarios en homenaje al roquero Bobby Rydell). Se hablaba de violencia, palizas, embarazos adolescentes, hartazgo juvenil y se usaba un lenguaje callejero propio del Chicago de la época: los personajes tenían nombres italianos y polacos. En menos de un año ya estaba en el off Broadway neoyorquino. “Era tres cuartas partes libreto y una cuarta parte canciones; al viajar a Nueva York el porcentaje cambió al opuesto”, recuerda Jacobs.
El éxito llevó a la producción a mudarse de teatro en teatro con mayores patios de butacas hasta que en 1980 cayó el telón tras 3.388 actuaciones. En esos saltos y en las grabaciones discográficas ya se fue endulzando el mensaje, banalizando la trama y eliminando cualquier rastro polaco: ya solo quedaban caucásicos e italianos. Entre los actores que pasaron por aquellas versiones teatrales se encontraban nombres de postín como Jeff Conaway, Richard Gere, Patrick Swayze, John Travolta o Treat Williams. Conaway y Travolta aparecieron en la versión cinematográfica de 1978, estrenada justo dos décadas después de la época en que transcurre la acción: el curso escolar 1958-1959.
En el cine la almibarización aumentó bajo el mando del productor Allan Carr y la dirección de Randal Kleiser. John Travolta estaba a punto de estrenar Fiebre del sábado noche —una película más ambiciosa y realista, aunque siempre desde el prisma de un musical— y había firmado un contrato con Paramount por tres largometrajes: de ahí que fuera el primero en entrar en el proyecto. Como había triunfado con el telefilme El chico de la burbuja de plástico, dirigido por Kleiser, Travolta puso su nombre sobre la mesa de Carr. También fue de Travolta la idea de reclutar a Olivia Newton-John, una cantante inglesa que había hecho carrera en su Australia de adopción. Como Newton-John no fue capaz de imitar un convincente acento estadounidense, su Sandy derivó a estudiante australiana recién mudada a un instituto de los suburbios de una gran ciudad, en imitación del colegio de las afueras de Filadelfia en el que estudió Kleiser: así se perdió el alma urbanita original.
Como escribió Jordi Amat en EL PAÍS a la muerte de la actriz, “la pulsión sexual originaria quedaba ridiculizada en la secuencia del autocine, cuando él intenta tocarle el pecho y ella reacciona con tanta mojigatería que solo puede resolverse de manera cómica. Pero lo más distorsionador era la incorporación de dos canciones que no estaban en el teatro y serían determinantes en el argumento de la película. Son dos baladas demoledoramente cursis: el Hopelessly Devoted to You, que canta ella, y Sandy, que canta él y que sabotea todavía más el carácter de Zuko. No menos significativa era la desaparición de la penúltima All Choked Up. Esa canción de letra enfermiza y tono asediante no podía encaminar a los protagonistas al cielo, que parece la antesala del altar, sino de vuelta al autocine con Sandy dispuesta a echar un buen polvo para que así se les pasase a los dos, por fin, el calentón”.
Para Amat la película es un “delicioso fraude moral”, pero fraude moral al fin y al cabo. “El mensaje sería opuesto al original: un espejo apaciguador de la conciencia de los babyboomers que ya eran o pronto serían papás. Esa operación exigía autoparodia a tutiplén y un tratamiento kitsch para que la fábula adolescente quedase transformada en un paliativo banal. Todo sería cliché. Todo reciclado”. En el cine, todo vale: hasta que una actriz de 33 años, Stockard Channing, con el tiempo intérprete de leyenda, encarnara a Rizzo por una poderosa razón: la representaba Carr. La única del reparto que repitió personaje en teatro (estuvo ya como suplente en el primer montaje en Broadway) y cine fue Jamie Donnelly como Jan, una de las Pink Ladies; cuando se estrenó el filme tenía 31 años, canas y tuvieron que decolorarle el cabello para mantener la magia.
El negocio fílmico salió redondo: Pepsi-Cola pagó un buen dinero por aparecer destacada en pantalla, y a pesar de arrancar segunda en taquilla (tras Tiburón 2), Grease fue aumentando sus ganancias y cuando acabó su carrera en salas estadounidenses, logró ser, con 132 millones de dólares, la segunda película más taquillera de la historia de Paramount, solo superada por El padrino. Las críticas, en cambio, sonaban agridulces al subrayar que había un buen espectáculo, aunque las intenciones de la obra original habían quedado olvidadas.
Sus reestrenos, sus lanzamientos en vídeo y DVD, las giras del musical (que llegó en versión española a Barcelona en 2006 y a Madrid dos años más tarde) no han hecho más que multiplicar su fama. Sus fans aman justo lo que se añadió en el cine: la historia de amor, el enamoramiento por encima de pulsiones sexuales, el triunfo de cierta candidez ante el frenesí de las hormonas adolescentes y la derrota de la clase social trabajadora. De lo que sí se ha olvidado el público es de la continuación en el cine, Grease 2, en la que repiten la mayor parte del profesorado y trabajadores del instituto de la original, y que solo merece la pena recuperar por levantar acta de los primeros pasos en la pantalla de Michelle Pfeiffer.
Con la película nació la amistad entre Travolta (que la rodó con 23 años) y Newton-John (entonces 28). Durante el rodaje, la actriz supo lidiar con los impulsos amorosos de su compañero. Con el tiempo, se apoyaron mutuamente en sus sucesivas desgracias vitales —en el caso de ambos, ciertamente numerosas— hasta que Newton-John falleció el pasado agosto.
Babelia
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