Adioses austeros
Irse debería resultar siempre así de fácil. Irse de todas partes, incluso de la vida. Debería haber en algún sitio un ascensor con las paredes limpísimas, de acero, y muchas luces blancas, de un blanco celestial, en el que uno se metiera, apretara un botón y punto. Las puertas se cerrarían y la caja de metal lo conduciría a su destino último, fuera cual fuere. Con esta foto, Arrimadas se podía haber ahorrado su discurso de despedida. Cree uno adivinar en su rostro una expresión de duda, como si no supiera el piso al que dirigirse ahora. Duda que se refleja un poco en la posición de los dedos, pues cada botón es un destino. ¿Banca privada, despacho de abogados, empresa de cazatalentos? Por cierto, que ha tenido que dar una vuelta a la manga de su chaqueta como metáfora del decrecimiento experimentado por ella y su partido a lo largo de los últimos años.
Irse.
Me viene a la memoria el modo en el que el féretro se desliza, ante la mirada de los deudos, hacia el túnel donde le aguarda el horno crematorio. En este caso, se trata de una especie de ascensor horizontal. Todos, de un modo u otro, acabamos por irnos porque a todos se nos cierra el telón tarde o temprano. A lo más que podemos aspirar es a hacer un bis, un par de bises como mucho, porque el público también se cansa de aplaudir o está deseando largarse a cenar. De ahí que agradezcamos tanto los adioses austeros. Quiere decirse que la exlíder de Ciudadanos debería enviar una carta de agradecimiento al autor de esta foto que cuenta, mejor que mil palabras, la tristeza resignada con la que abandona la escena.
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