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Pamplinas
Columna
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La palabra verde

Ser verde es pararse por encima de las divisiones y dedicarse a lo que importa: salvar el mundo de nosotros mismos

Protesta durante la Cumbre del Clima de la ONU celebrada en Glasgow en 2021.
Protesta durante la Cumbre del Clima de la ONU celebrada en Glasgow en 2021.Avalon / Contacto
Martín Caparrós

Si dijera que este texto está verde debería guardármelo y trabajarlo más. Pero si dijera que este texto es verde, quizá podría colarlo como se cuela todo últimamente: so pretexto de protección del medio ambiente. O, si acaso, algún viejo supondría que es erótico: viejos verdes, cuentos verdes, todo verdor perecerá. Así que podría darle luz verde, y ver de publicarlo. O no: la duda siempre me ha puesto verde.

La palabra verde dice tanto y tiene —dicen— un origen confuso: los más oportunistas suponen que viene del latín viridis, “joven, vigoroso”. De allí vienen también verga, virgo y verdugo: de cada tronco muchas ramas. En todo caso, verde se relacionó desde siempre con la idea de una planta en su mejor momento, prosperando con fuerza. Verde era, por eso, el color de la esperanza: aquello que va a ser, una cosa que crece. Pero también el color de la envidia, porque la bilis que genera esa emoción injustamente desdeñada tiñe de verde, decían, la piel del que la siente.

Durante siglos el verde no tuvo un gran lugar en nuestra cultureta. La primera gran invasión occidental y cristiana —fallida, cruzada— se lanzó contra el verde, que era, entonces, el color del islam porque Mahoma lo había usado a menudo. Tal vez por eso —entre otras cosas— los reinos de estas partes prefirieron el blanco, color de la pureza y la totalidad, uno que solo los más ricos podían usar porque se ensuciaba demasiado. Y quizá por eso las revoluciones que los limpiaron se aferraron al rojo, el color de la sangre que debieron derramar para fregarlos.

Hubo intentos de reunir blancos y rojos: la bandera francesa, el primer estandarte nacional burgués, los juntó con el azul del pueblo llano. El rojo siguió adelante. Fue, quizás, el color del siglo XX: los países más potentes de esos años —Inglaterra, Estados Unidos, URSS, China— lo tuvieron; los movimientos más despiadados —nazismo, comunismo— también. Y ahora algunos lo siguen teniendo, pero si esta época tiene un color sería sin duda el verde.

De dos maneras muy distintas. Están, por un lado —­menores, decisivos—, los semáforos. Nadie sabe bien por qué ni quién decidió que, en esos aparatos que regulan nuestras vidas, el verde fuera el color del permiso y el rojo el de la prohibición. Cuando era chico imaginaba algún acto de anticomunismo: no es probable. Dicen que el primer semáforo con rojos y verdes se instaló en Londres hacia 1868 para controlar el tráfico de coches de caballos. La luz era de gas y, al cabo de un mes, le estalló en la cara a un policía y todo fracasó. Recién 50 años más tarde, en distintas ciudades norteamericanas, ya llenas de electricidad y coches de motor, la idea volvió a intentarse —y se instaló: verde era puedes, rojo no. Desde entonces, la idea de que el verde es una luz amistosa, que te deja hacer lo que querías, se extendió sin parar. Darle luz verde a algo es, lo sabemos, darle paso, consentir que suceda: casi nada existe sin luz verde. Ver verde es, en verdad, sentirse bienvenido, verdecido.

Pero ahora los grandes paladines de la palabra verde son, por supuesto, los ecologistas. Era lógico que, desde el principio, eligieran el color verde para representarse: las plantas, una vez más, el pastito esmeralda. Pero quizá no imaginaron la difusión que eso tendría. Los países se anegaron de partidos verdes, industrias verdes, iniciativas verdes; no hay político que no ofrezca verdores y verdura, no hay empresa que no se jacte de su verdigracia, ser verde es ser bueno bueno bueno. Ser verde es pararse por encima de las divisiones —esas tonterías de los políticos— y dedicarse a lo que realmente importa: salvar el mundo de nosotros mismos. Salvar el planeta, dicen, como si el planeta estuviera en peligro —cuando lo que puede estarlo, si acaso, es nuestra posibilidad de vivir en él, de usarlo. Pero ser verde queda bien, permite mostrarse interesado por el bien común sin descuidar ni una brizna del propio. Por eso, ser verde es, a menudo, ser superior —creerse superior: mirar a los demás como si desde arriba. Tanto que aquí en España, por ejemplo, dos partidos nuevos —uno franquista y uno levemente peronista— coincidieron en adoptar el verde para sus banderolas.

Vivimos, está claro, una época verde; ya madurará. Y, entonces, ¿de qué color quedará el mundo?

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