Ética del fútbol
Camus escribió que todo lo que sabía sobre moral lo aprendió jugando al fútbol; que un futuro Camus pueda volver a escribirlo
La historia es esta: una megaestrella futbolística se harta de que unos energúmenos le llamen mono, negro de mierda y otras lindezas y, poseído de justa ira, arma la marimorena, momento a partir del cual los clubes de fútbol se escandalizan, la Liga de fútbol se escandaliza, la prensa española se escandaliza, los políticos españoles se escandalizan y hasta la prensa y la comunidad internacional se escandalizan. Francamente, dan ganas de citar de nuevo al corrupto capitán Renault de Casablanca, que sabe muy bien que en el garito de Rick se juega y que, cuando no tiene más remedio de cerrarlo, exclama: “¡Qué escándalo! Acabo de descubrir que aquí se juega”.
Dejemos de lado el absurdo debate sobre si España es o no racista. Por supuesto que lo es, más o menos como todas las sociedades, como mínimo en el sentido de que es incapaz de hacernos entender a todos que, por muchas diferencias superficiales que distingan a las personas —por mucho que el instinto experimente extrañeza o temor o rechazo ante lo ajeno—, la razón dicta que lo que nos une es muchísimo más esencial que lo que nos separa, que todos somos iguales ante la ley, que todos merecemos el mismo trato y que lo distinto nos hace mejores y más fuertes. No: el problema no es sólo el racismo; el problema es una atmósfera desalmada —una ética, la del fútbol, al menos la del fútbol español— que tolera o propicia toda clase de desmanes, empezando por el racismo.
Recuerdo la primera vez que fui con mi hijo al campo del Barça. Apenas saltaron al césped los equipos, un hombre sentado junto a mí se puso a mentarle la madre a voz en grito al juez de línea: el partido no había arrancado, pero él ya estaba maltratando a su víctima sin que nadie a su alrededor lo considerara raro, ni siquiera el propio juez de línea, y, cuando se me ocurrió preguntarle por qué no esperaba al menos a que se iniciase el partido para empezar a insultar, el tipo me miró como si fuera un extraterrestre, leí en sus ojos el apelativo “nenaza asquerosa” y siguió insultando. Esto es lo normal en un campo de fútbol. Lo anormal es un entrenador como Guardiola, educado y respetuoso y, en consecuencia, considerado un repipi. Lo admirado, lo chachi, lo guay, es un entrenador como José Mourinho, capaz de meterle el dedo en el ojo al ayudante del entrenador rival en pleno partido. ¿Acaso fue inhabilitado Mourinho de por vida por llevar a cabo semejante hazaña? ¿Le recriminó algo su equipo de entonces, que ahora se escandaliza por los insultos racistas? ¿Hizo quitar siquiera una pancarta graciosísima (“Mourinho, tu dedo nos indica el camino”) que, al partido siguiente, resplandecía como un triunfo en su estadio? ¡Quia! Así funciona el fútbol profesional y, si así funciona el fútbol profesional, así funciona el fútbol, de la cúspide a la base, de los entrenadores a los jugadores y directivos; cualquier idea de juego limpio, de respeto a las reglas y al rival va camino de borrarse, sustituida por un único imperativo: ganar y ganar y ganar, al precio que sea. Esto lo sabemos todos, pero todos estamos tan acostumbrados a ello que nadie le da la más mínima importancia, o sólo se le da cuando un astro mundial la arma. No estoy pidiendo que la ética del fútbol sea como la del tenis, donde un jugador se disculpa cuando gana un punto porque su bola roza la red y se vuelve inalcanzable para el rival, o donde está mal visto celebrar los errores del contrario. Pido otra cosa. Albert Camus escribió que todo lo que sabía sobre moral lo aprendió jugando al fútbol; lo que pido es que un futuro Camus pueda volver a escribirlo.
Aunque parezca mentira, hace 50 años ser futbolero estaba muy mal visto entre los intelectuales: entonces el fútbol era el opio del pueblo; fueron algunos benditos rompepelotas —Gonzalo Suárez, Vázquez Montalbán— quienes despenalizaron el fútbol, de modo que hoy ya casi no queda un solo intelectual antifutbolero. Quizá debería haberlo. Quiero decir: quizá algún rompepelotas debería decir de una vez que el fútbol es un deporte maravilloso, sólo que ya casi no es un deporte. Y que va siendo hora de que vuelva a serlo.
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