Instrucciones para aprender a callarse
Cada vez hablamos más y lo peor de todo es que de lo que más hablamos es de nosotros mismos, según varios estudios. Tras años de verborrea propulsada por todo tipo de plataformas y redes sociales, ha llegado la hora de saber cerrar la boca. Ya existen cursos para lograrlo.
Terapia para hacernos callar. Libros para convencernos de que el silencio es un valor en alza. Gurús que prometen curarnos el impulso de contarlo todo en todas partes. Después de una década de entrenamiento y aprendizaje para hacer ruido en internet, nos dicen, en 2023, que hablando menos se consigue mucho más. Un libro sobre el asunto ha sido uno de los últimos best sellers de The New York Times y el tema ha sido portada de la revista Time.
A inicios de este año se contaban más de dos millones de podcasts con 40 millones de episodios producidos, más de 3.000 eventos de charlas TED, decenas de miles de reels en Instagram, 7.000 millones de audios diarios en WhatsApp e incontables vídeos de autoficción, o llámele X, donde cada uno cuenta su verdad. Vivimos una crisis de incontinencia verbal global.
¿Y de qué hablamos cuando hablamos demasiado? Pues casi siempre de nosotros mismos. Y nos gusta. Lo disfrutamos sobre todo cuando tenemos público. Según una investigación de la Universidad Rutgers, en una conversación solemos pasar, como promedio, el 60% del tiempo contando nuestras cosas, y esta cifra puede llegar al 80% en una red social. La razón por la que lo hacemos es simple: cuando somos el centro de la conversación (y la controlamos), estamos encantados. Un equipo del laboratorio de Neurociencia Social Cognitiva y Afectiva de la Universidad de Harvard observó mediante imágenes de resonancia magnética cómo, cuando hablábamos de nosotros mismos, se activaban en el cerebro los circuitos de recompensa y motivación, los mismos que se iluminan con el sexo, las drogas y la buena comida.
El placer engancha y algunas personas no pueden dosificar su discurso y son auténticos yonquis de la charla insustancial que casi siempre termina, ¡oh sorpresa!, en su persona. Según cuenta el escritor estadounidense Dan Lyons, él era uno de esos. En su libro superventas STFU: The Power of Keeping Your Mouth Shut in an Endlessly Noisy World, confiesa que él era un talkaholic (contracción de las palabras talk y aholic, hablar y adicto) y, como buen yonqui, no era capaz de dejarlo. “Yo hacía mansplainig, maninterrumpting y soltaba manmonólogos”, cuenta en su libro recién publicado en Estados Unidos.
En 1993 los investigadores de la Universidad de Alabama James McCroskey y Virginia P. Richmond acuñaron el término talkaholism para describir la adicción a la charla compulsiva. También crearon un test diagnóstico para calcular la incontinencia verbal en el que Lyons llegó, por cierto, a los 50 puntos. McCroskey y Richmond describieron el talkaholism como una adicción. “No se pueden despertar un día y decidir hablar menos. Tampoco hablan un poco más que el resto, sino muchísimo más y en cualquier escenario o contexto. Y lo peor, lo continúan haciendo aun cuando saben que lo próximo que van a decir los hundirá. Simplemente no pueden parar”, describen los investigadores. En 2010, Michael Beatty, profesor de la Universidad de Miami, descubrió que el origen de esta compulsión estaba en un desequilibrio en las ondas de ambos hemisferios cerebrales que afectaba al control de los impulsos.
Entre los rasgos que caracterizan a los talkaholics está saltarse una de las primeras reglas de convivencia que se aprenden en la infancia: esperar su turno (en general, y para hablar, en particular). Según los expertos, ponen en marcha una táctica conocida como respuesta de cambio que consiste en desviar constantemente el foco de cualquier conversación hasta conseguir que la charla vuelva hacia ellos. La mayoría se considera buenos conversadores. Están encantados, sin embargo, carecen de la habilidad de editar sus historias que suelen ser interminables y están llenas de detalles nimios, digresiones e interrupciones.
Cualquiera, siendo una persona normal casi siempre, podría ser también un adicto a la charla narcisista e insustancial en internet. Hablamos y contamos tanto que, a veces, la culpa nos corroe. Casi el 40% de los usuarios de internet de entre 18 y 35 años se ha arrepentido al menos una vez de alguna información publicada sobre sí mismo, y el 35%, de haber hablado más de la cuenta de un amigo o de un familiar, dice el estudio Digital Life de la agencia Havas Creative.
Aguantar la presión social y no intervenir o salirse del parloteo global requiere entrenamiento. La gente que ha decidido aprender a callar se apunta a cursos de escucha, que empiezan a ser abundantes en internet. Daniel Lyons aprendió con una psicóloga de California las técnicas que enseñan a los presos para mantener la boca cerrada durante las audiencias para conseguir la libertad condicional.
Cuesta superar el horror vacui de nuestra época: esa urgencia por llenar cada silencio que se nos cruza en el camino. El resultado es un ruido atronador y una cháchara infinita. Si al menos pudiéramos limitarnos a opinar solo de lo que sabemos —y eso no incluye hablar de uno mismo porque es la materia que menos dominamos—, ya sería un gran alivio. Aprender a estar callado, aguantando con dignidad la presión de contar cosas es el oro del siglo XXI, el nuevo Google, la criptomoneda que no se esfuma. Un símbolo de estatus que en los best sellers de The New York Times llaman superpoder.
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