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Neurodisciplinas, ¿neurociencia o, simplemente, psicología?

Ninguna actividad humana es concebible sin que intervengan las neuronas

Imagen de un neurochip distribuida por la empresa alemana de nuevas tecnologías Infineon.
Imagen de un neurochip distribuida por la empresa alemana de nuevas tecnologías Infineon.
Ignacio Morgado Bernal

A Adela Cortina, con afecto

Pocos ejemplos hay en la historia más aleccionadores que el juicio del rey Salomón: la verdadera madre era la que prefirió quedarse sin su hijo antes que dejarlo matar. Viene a cuento porque, contrariamente a lo que pudiera parecer, la ambiciosa y cada vez mayor invasión del prefijo “neuro” en diversos campos del conocimiento puede acabar dañando la reputación social de la neurociencia. Neuromarketing, neuroeducación, neuroeconomía, neuroarquitectura, neurocreatividad, y también neurofilosofía son algunos ejemplos de esa invasión programática que no cesa. ¿Acaso está justificada? Analicémoslo.

En el particular contexto de la llamada neuroeducación, se ha llegado a decir que para ser un buen profesor hay que saber cómo funciona el cerebro, lo que equivale, no solo a negar la calidad docente de grandes maestros, desde Aristóteles a Antonio Machado, sino también a ignorar cómo funciona el propio cerebro. Para empezar, ninguna actividad humana es concebible sin que intervengan las neuronas, lo que, de un modo u otro, hace que la neurociencia esté implícitamente involucrada en cualquier disciplina sin necesidad de proclamarlo. Ocurre igualmente que el cerebro nos viene sin manual de instrucciones para su uso, siendo sobre todo la práctica y la instructiva experiencia las que hacen que hasta el más lego de los mortales le pueda acabar extrayendo toda su potencialidad operativa incluso sin tener ni idea de lo que es una neurona.

Pero es que, además, cuando analizamos los consejos que desde el ámbito de la neurociencia suelen trasladarse a otras disciplinas con la intención de solucionar sus problemas o aumentar su eficacia solemos encontrarnos con la sorpresa de que para aplicar esos consejos no es necesario saber nada de neurociencias. Los neuroarquitectos, por ejemplo, dicen que el entorno donde vivimos influye en nuestro comportamiento y, por tanto, podemos beneficiarnos de un buen diseño que genere unas emociones determinadas. La neuroeducación sostiene que las emociones son necesarias para un buen aprendizaje y el neuromarketing asegura que el precio de un producto influye en la valoración que hacemos del mismo. Todo lo cual es tan cierto como que ya es sobradamente conocido desde la psicología y la experiencia secular de los profesionales de sus respectivos ámbitos.

Aristóteles, que desconocía la existencia de la adrenalina, proponía empezar una lección no por el principio, sino por lo que más motiva

Es decir, sin recurrir a sus bases neuronales, la psicología y la experiencia permiten tener en cuenta y aplicar esas realidades. Aristóteles, que desconocía la existencia de la adrenalina, proponía empezar una lección no por el principio, sino por lo que más motiva, lo que equivale a llevar la emoción al aprendizaje. Antonio Machado, sin saber nada del hipocampo, conocía muy bien la dinámica de la memoria y propuso una lírica y bella distinción entre ella y su evocación: “Cuando recordar no pueda, ¿dónde mi recuerdo irá?, una cosa es el recuerdo, y otra cosa es recordar”.

¿Significa todo ello que la neurociencia no aporta nada y es solo un florero propagandístico para prestigiar a otras disciplinas como lo fue en su día la psicología? No, exactamente. La neurociencia nos da a conocer los fundamentos biológicos de toda actividad humana y, por tanto, de todas las disciplinas del conocimiento. Cualquier profesional encontrará en ella la razón de por qué funciona lo que funciona y por qué determinados procedimientos prácticos no son eficaces. Puede, por ejemplo, explicar el desarrollo del cerebro que permite o no que un niño pueda leer a determinada edad, la liberación de hormonas, como la adrenalina, que permiten que lo que emociona se recuerde mejor, o cómo la amígdala y la corteza orbitofrontal influyen en nuestras valoraciones y decisiones.

Ese tipo de conocimientos servirá, sin duda, para fortalecer la confianza de los profesionales en sus métodos de trabajo, lo que no es poco. Pero es dudoso que sirva para solucionar muchos de los problemas específicos de disciplinas, como la educación o la economía, que incluyen y combinan elementos psicológicos y sociales de bastante complejidad. Porque, además, lo que la neurociencia puede aportar en ese sentido no es novedoso, pues ya lo viene haciendo al verter sus hallazgos en la psicología individual y social, que son, en definitiva y como estamos viendo, las que los buenos profesionales consideran cuando realizan su trabajo. Si lo que queremos decir al saltarnos la psicología y poner en su lugar a la neurociencia es que aquella debe venir refrendada por esta, nada que objetar, aunque para eso ya existe también la psicobiología, que en lo que nos ocupa, viene a ser lo mismo que la neurociencia, pero reconociendo desde su propia denominación que, en la práctica, el conocimiento que prima es el psicológico.

La neurociencia no es, hoy por hoy, una pócima mágica, un bálsamo de Fierabrás que pueda solucionar problemas con tanta capacidad como para figurar primera en el nombre de otras disciplinas cuando este es compuesto

La neurociencia no es, hoy por hoy, una pócima mágica, un bálsamo de Fierabrás que pueda solucionar problemas con tanta capacidad como para figurar primera en el nombre de otras disciplinas cuando este es compuesto. ¿O es que la ciencia de la economía, por ejemplo, ya solo podrá ser neuroeconomía para no resultar obsoleta? ¿Perderán los filósofos su carácter de mascarón de proa de la ciencia si no apelan a las neuronas? ¿Dejará de ser valiosa cualquier disciplina si no se la etiqueta con el prefijo “neuro”?

Si la promesa que la neurociencia le hace a otras disciplinas no conlleva cierta humildad junto al reconocimiento sincero de lo que en realidad puede aportar, es posible que llegue un día en que sus deudores le acaben reclamando los prometidos logros recordándole también, ante la frustración, la sentencia de “zapatero a tus zapatos”, porque no hay que olvidar que lo que más nos debe seguir ocupando a los neurocientíficos de hoy es la lucha para curar las grandes enfermedades mentales. Quizá por eso la neurociencia, como la verdadera madre en el juicio de Salomón, debería sacrificar el supremacismo respecto a otras disciplinas, aunque solo sea para conservar su bien ganada reputación y la confianza que la sociedad le ha otorgado.

Ignacio Morgado Bernal es catedrático de psicobiología en el Instituto de Neurociencias y en la Facultad de Psicología de la Universidad Autónoma de Barcelona. Autor de ‘Emociones e inteligencia social: Las claves para una alianza entre los sentimientos y la razón’ (Ariel, 2017)

Materia gris es un espacio que trata de explicar, de forma accesible, cómo el cerebro crea la mente y controla el comportamiento. Los sentidos, las motivaciones y los sentimientos, el sueño, el aprendizaje y la memoria, el lenguaje y la consciencia, al igual que sus principales trastornos, serán analizados en la convicción de que saber cómo funcionan equivale a conocernos mejor e incrementar nuestro bienestar y las relaciones con las demás personas.

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Ignacio Morgado Bernal
Es catedrático emérito de Psicobiología en el Instituto de Neurociencia y en la Facultad de Psicología de la Universidad Autónoma de Barcelona

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