“Nos hemos negado a ser abuelos maleta”: ‘cohousing’ senior, un nuevo modelo para autogestionar la vejez
Miles de jubilados abrazan un modelo que les permite seguir siendo autónomos y dueños de sus destinos en complejos de viviendas autogestionados, donde la vida es tan privada o comunitaria como cada uno desee
Una mañana de 1997, Aurora Moreno cogió un palo y sobre la tierra de la finca Santa Clara, una abrupta parcela de 50.000 metros cuadrados en los Montes de Málaga, dibujó al arquitecto qué orientación debía tener el edificio del primer cohousing sénior de España; las terrazas de sus 76 apartamentos debían mirar hacia el Mediterráneo, que ahora se avista desde cada una de ellas. En aquella fecha ya lejana ni Moreno ni el resto de los presentes, la mayoría mujeres, habían oído mencionar eso de un cohousing sénior. Pero la escena contiene aspectos que definen a estas cooperativas de viviendas colaborativas para mayores que comienzan a ponerse de moda en España. Autonomía, autogestión. Decidir y diseñar anticipadamente cómo, dónde y junto a quién se quiere afrontar la última etapa de la vida, la inexorable vejez.
Aurora Moreno (86 años), una mujer de mirada atenta y discurso aún fluido, desgrana recuerdos en el salón de su “casa”, el apartamento 502 del Residencial Santa Clara. En el piso de al lado, conectado por una puerta interior, vive su inseparable Ana Rosa Pérez (87 años), una de aquellas amigas con las que fundó la cooperativa Los Milagros en 1991, y que una década después fraguó en el complejo donde residen desde hace 22 años. Aurora lideró el largo proceso; Ani, subinspectora de Hacienda en su vida profesional, llevó las cuentas, y se convirtieron en pioneras del cohousing. El lema autogestionar nuestro futuro, que Moreno acuñó en los años setenta, y que lleva su nombre en el registro de la propiedad intelectual, sigue vigente. “No somos un geriátrico”, reafirma, “no estamos impedidas, podemos hacer todas las actividades de la vida diaria”.
La jubilación ha marcado históricamente el inicio de la tercera edad, que cada vez acumula más población. La pirámide demográfica española continúa su inversión, como corroboran las últimas proyecciones del Instituto Nacional de Estadística: la población de 65 y más años superará el 30% en 2050. El inminente retiro de los primeros baby boomers españoles (nacidos entre 1957 y 1977) siembra de desafíos el horizonte. Además de financiar sus pensiones, requerirá abordar una creciente demanda en la atención de cuidados: la tasa de dependencia estará en máximos en 2050, un 76,8%.
El movimiento cohousing (collaborative housing) “surge como una respuesta positiva a una situación que no se puede resolver dentro del entorno de la familia tradicional, porque eso ya no existe”, afirma Jaime Moreno (86 años), sentado ante la mesa de la biblioteca de Trabensol, un centro social de convivencia para mayores instalado en un edificio bioclimático de Torremocha de Jarama, pueblo de unos 1.000 habitantes al noreste de la Comunidad de Madrid. “Nos hemos negado a ser abuelos maleta, que era lo que ocurría con nuestros padres cuando se hacían mayores. Un mes en casa de un hijo, otro mes en casa de otro”, explica. Envejecer con la misma autonomía que tenían antes de jubilarse, sin depender ni ser una carga para nadie, es una de las principales motivaciones entre quienes optan por esta tendencia. Pesa también el miedo a la soledad, al asilamiento, especialmente entre quienes enviudan. Y se huye de la falta de independencia de las residencias; no poder dormir hasta la hora que apetezca o trasnochar un martes echando una partida. La descarnada imagen que de algunas de ellas dejó la covid-19 a su paso disparó el rechazo.
Hay también razones en clave de oportunidad. Seguir sintiéndose activos, útiles, aportar a la sociedad una tercera vía jubilar que otros aprovecharán después. Un hogar donde compartir actividades, experiencias y responsabilidades con amigos y personas afines, conviviendo —cada uno en su casa— bajo principios de “solidaridad, ayuda mutua, y poniendo a disposición de los demás los conocimientos que cada uno tiene”, añade Jaime Moreno. “Hemos apostado por una alternativa nueva, diferente y arriesgada, porque para nosotros era desconocida”.
La vivienda colaborativa “mantiene un equilibrio entre la vida privada y la vida comunitaria”, explica Javier del Monte, arquitecto, gerontólogo y cofundador de la Asociación Jubilares, dedicada a investigar, sensibilizar y asesorar a personas e instituciones en el desarrollo de estos proyectos colectivos. “No es una comuna”, puntualiza, “la vida es tan privada y comunitaria como cada persona desea”. En la práctica, hablamos de complejos en los que cada residente dispone de un apartamento propio (50 metros cuadrados con salón, dormitorio, cocina, baño y total privacidad), pero también hay “una intención muy intensa de vida colaborativa”, añade Del Monte, desarrollada en espacios comunes como la biblioteca, el comedor, aulas para talleres, jardines. Eso sí, “un cohousing empieza por el grupo de personas, no por el edificio; es el grupo el que lo define”, advierte Mari Carmen Cobano, de la Confederación Española de Cooperativas de Consumidores y Usuarios (Hispacoop).
Son comunidades autogestionadas, en las que los residentes resuelven aspectos de la vida colectiva a través de comisiones. Trabensol, inaugurado en 2013, cuenta con nueve grupos de trabajo (actividades culturales, selección de nuevos convivientes, higiene del centro, salud alimentaria) que implican a un 60% de sus 81 residentes. Esto no excluye la posibilidad de contratar servicios externos si resulta preciso: administración, asesoría financiera, fisioterapia… También son comunidades autopromovidas; el inmueble no se adquiere a una promotora, sino que son los socios quienes proyectan y construyen las viviendas. Y todo dentro de una organización igualitaria, no jerárquica. Todos los socios valen lo mismo.
Por eso, concluye Del Monte, lo habitual es que se constituyan en una cooperativa de consumidores y usuarios, sin ánimo de lucro, que ostenta la propiedad del inmueble y cede a cada miembro el derecho a uso de apartamentos y espacios comunitarios. Es el primer paso del arduo y costoso proceso que implica poner en marcha un cohousing; de media, unos 10 años. Requiere tesón y dedicación. Un nuevo proyecto vital. El consejo rector va dando forma a las decisiones de la asamblea de socios, como las normas básicas de convivencia o los requisitos de acceso a la cooperativa, que introducen dos grandes handicaps: dinero y buena dotación física. La mayoría de los cohousings españoles en funcionamiento, o en fase de creación, establecen la aportación de un capital social inicial (70.000 euros en Santa Clara; 145.000 euros en Trabensol) que sufrague la compra de un terreno, el proyecto arquitectónico y la posterior edificación, y que se retornan cuando un socio abandona la cooperativa o fallece. También se establece un límite máximo de edad para acceder (generalmente, 70 años) que evite situaciones tempranas de dependencia. “Cuando entras, para no ser costoso desde el primer momento, se pide que estés en buen estado de salud”, reconoce Jaime Moreno, de Trabensol.
“No es ser elitista, es ser realista”, puntualiza Mari Carmen Cobano. Hay que aportar también una mensualidad para costear suministros y servicios (entre 1.000 y 1.800 euros) y no todas las pensiones alcanzan. Actualmente, es una alternativa para personas de clase media y media alta, y no exenta de sacrificios. En torno al 75% de los socios de Trabensol tuvieron que liquidar parte o todo su patrimonio inmobiliario para entrar. Algunos hasta han vuelto a buscar compañero de piso.
Teresa Cabello (76 años) y Enrique Mateo (81) son amigos y residentes en Convivir, centro de 68 viviendas ubicado en Horcajo de Santiago, un pueblo de 3.700 habitantes en la provincia de Cuenca, desde 2015. Comparten hogar casi desde el principio; un luminoso apartamento con dos habitaciones, dos baños y paredes blancas repletas de cuadros y bordados enmarcados. Lo decidieron “por tema económico”, aclara Cabello. Su pensión no es demasiado alta “y no quería ahogarse” pagando un apartamento ella sola. “No tenía el dinero para entrar a vivir aquí, y tuve que pedir crédito” (el capital inicial oscila entre 95.000 y 148.000 euros), cuenta Mateo, que tampoco quiso renunciar a su casa en Madrid. El arreglo les aporta más cosas. “A mí, personalmente, seguridad”, reconoce él. “En algún momento que me he encontrado mal [ataques de ansiedad] no me he sentido desamparado, ni con la necesidad de llamar a una gerocultora porque Tere me ayudaba. Eso te hace sentir un poquito mejor en casa”, añade. “Si yo hubiese pasado la pandemia sola en Madrid, no sé qué hubiera sido de mí”, asegura Cabello. “No me habría movido de casa, y aquí, de alguna manera, tuvimos actividad”. Ella participa en el comité de cocina que, en aquella época, se encargó de llevar la comida a cada apartamento (no tuvieron fallecimientos por covid). “Los principios aquí fueron difíciles”, admite Cabello. El consejo rector fue demasiado rígido con la normativa, recuerda, y hubo quien no se sintió a gusto y se fue. “Hay que naturalizar un poco las cosas”, reclama. Ahora se pide un mes de convivencia de prueba a los nuevos interesados: “Para que sopesen los pros y los contras de vivir aquí”, explica. “No todo el mundo vale para vivir en un cohousing”, corrobora Mari Carmen Cobano, de Hispacoop. La convivencia y la participación son fundamentales, a su juicio, para vivir en armonía, y no todas las personas están dispuestas a ello.
Los miembros de Convivir, Santa Clara y Trabensol lamentan la falta de apoyo que reciben desde las administraciones, empezando por la falta de reconocimiento legislativo como centros de servicios sociales distintos a las residencias. En el caso de Convivir, aceptaron constituirse como una de estas para agilizar la aprobación del proyecto general y acceder a una ayuda dirigida a residencias de mayores, pero bajo un acuerdo de flexibilidad en su funcionamiento con la Consejería de Bienestar Social de Castilla-La Mancha. Pudieron adaptar diversas disposiciones legales a su realidad de cohousing, como disponer de cocina en los apartamentos (prohibida en residencias) o no aplicar la ratio de gerocultores que se exige a estas (uno por cada siete residentes) mientras no sea preciso, explica Cruz Roldán, antiguo presidente del consejo rector.
Esta falta de reconocimiento normativo, pues pocas autonomías lo han concretado —Asturias, con su pionero criterio interpretativo de la Ley de Servicios Sociales; Galicia, Baleares y Madrid, con la reciente Ley de Cooperativas–, lastra económicamente el desarrollo de los proyectos (autofinanciados) porque dificulta el acceso a ayudas públicas, aun cuando el último Plan Estatal de Vivienda ya las reconoce. Pesa a la hora de encontrar una parcela para edificar, “algo que cuesta muchísimo y debilita mucho a los grupos”, reconoce Javier del Monte, de Jubilares. Y, cuando se consigue, aparece otro escollo: financiarlo. Más allá de la banca ética (Fiare, Triodos Bank), pocas entidades avalan este tipo de iniciativas cuando la media de edad de sus integrantes ronda los 60 o 65 años. Una apuesta alternativa es Sostre Cívic, cooperativa que aglutina a 1.100 socios, bien integrados en algunos de sus 14 proyectos de cohousing en fase de gestación en Cataluña (tres de ellos sénior: Walden XXI, Solterra y Can 70), bien en lista de espera, lo que le confiere mayor solvencia al solicitar financiación o ayudas de la Administración. “Al tener esta masa social, el banco tiene la seguridad de que cuando los miembros del proyecto fallezcan, habrá más personas interesadas y seguirán pagando el crédito”, explica José Téllez, responsable de comunicación.
La connotación terminal de estas comunidades, como lugares donde residir hasta el final de los días, ha generado una derivada particular en el modelo español: estrategias de atención de cuidados para cuando aparezcan necesidades de dependencia. Algo que no ocurre en el modelo cohousing danés, en el que estos servicios quedan al margen de la cooperativa y cada individuo los resuelve directamente con la Administración, explica Daniel López, profesor de Psicología Social de la Universitat Oberta de Catalunya (UOC), que estudia desde 2013 el movimiento de vivienda colaborativa sénior en España con el proyecto Movicoma. Por ello, la Asociación Jubilares, en colaboración con el Ministerio de Asuntos Sociales y con fondos europeos Next Generation, está desarrollando el programa Comunidades de cuidados, que involucra a siete cooperativas con el edificio ya diseñado: Axuntase (Asturias); Villa Rosita (Madrid), Walden XXI (Girona), Abante (Sevilla), El Ciempiés (Gran Canaria), Alicante ConVivencia y Ágora (Alicante). En línea con el mandato europeo de desinstitucionalización de estos servicios de apoyo, persigue el traslado de estas políticas al ámbito del hogar, sea individual o comunitario. “El cohousing es un ejemplo clarísimo, pues asume que la responsabilidad de los cuidados es suya, pero reivindica los derechos que tienen [como cotizantes] a recibir esos servicios por parte del Estado”, explica Javier del Monte. La propuesta es un modelo de colaboración flexible, en el que la Administración provea a estos centros aquellos servicios que no pueden asumir, y cuya colectivización supone además un abaratamiento.
Este incipiente involucramiento de las administraciones, también en forma de cesiones de suelo público para futuros cohousings (en Barcelona, Pamplona, Rivas Vaciamadrid), invita a pensar en la sostenibilidad e incluso la sistematización del movimiento, como ocurrió en Dinamarca en los años noventa a partir del método Nielsen (introducido en España a través de El manual del sénior cohousing, de Charles Durrett). Se advierte, dice Daniel López, una segunda ola de proyectos que han absorbido la experiencia de los pioneros y que, con mayor influencia de referentes nórdicos, están evolucionando el modelo. Y, a pesar de que requiere de una decidida participación de las instituciones, y de un mejor sistema de políticas asistenciales, es un fenómeno social “imparable”. El tiempo dirá si aquel lema de autogestionar nuestro futuro sigue más vivo que nunca.
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