‘Homo philtrum’ o cómo los hombres siempre hemos aplicado filtros a la realidad
Somos expertos barnizando la realidad. Lo hemos hecho al relatar la historia, a través de la épica. Poniendo filtros a nuestra vida en las redes. También con la comida, indesligable del aderezo
Siempre ha habido filtros. Pareciera una fijación contemporánea surgida al abrigo de las redes sociales, pero los engaños, como los afeites, siempre han estado ahí. Son algo artificiosamente natural. Desde niños se nos cocina la crudeza de los sucesos para que la digestión sea más amigable. Y como nunca dejamos de ser niños, imagino que en aquellas hogueras ancestrales los relatos transmitidos oralmente se enlucían y despejaban de detalles incómodos… ¡Fuera ramas y residuos que comprometan el esplendor de la narración! Tal vez por ello, el primer aditivo en el ámbito de la comunicación fue la épica.
Sin conservantes que inhiban la incredulidad, que alarguen la vida útil de la gesta y mantengan las propiedades heroicas estables el mayor tiempo posible, no existirían ni el santoral ni los libros de caballerías o el Larousse gastronómico. Sin filtros grandilocuentes para modificar el horror de las guerras en una sucesión de hechos extraordinarios, el mundo sería diferente. Y como una cosa lleva a la otra, los charolistas con título de aedo, bardo o trovador extendieron las epopeyas hasta que los libros tomaron el relevo. Llevamos tanto tiempo viviendo junto al revestimiento y la mejora de las cosas que damos por real la fantasía idealizada. Todas, o casi todas, las películas de aguerridos atenienses, cruzados, caballeros del medievo y colonos intrépidos muestran una salud bucal ajena a la generalizada falta de piezas dentales del pasado. Hay que recordar que hasta los años sesenta del siglo XX no se difunde la salud pública dental, lo que retrata un ayer desdentado a los 40 años. Pero, claro, ¿dónde quedarían el glamur y la solemnidad si los generales de Alejandro Magno, las legiones romanas o los ejércitos de Napoleón estuvieran plagados de alopécicos con los músculos faciales y el habla alterados por la falta de dientes?
Los niños de mi generación crecimos sin saber que una batalla de verdad regala una cosecha de desgraciados agonizantes y casquería indiferente a la épica. Hubo filtros, hasta que los filmes y las series empezaron a mostrarnos la crudeza de una escaramuza en la que la víctima con tres hachazos y dos disparos recuperaba la conciencia en el maletero, abriendo un melón de dilemas inaccesibles para el común de los mortales. Demasiada responsabilidad.
Y si el diamantino cubría el imaginario de sucesos relevantes convirtiéndolos en asombrosas aventuras, ¿qué no serían en realidad los banquetes que han pasado a la historia, salpimentados como estaban por el aderezo de la penuria? Porque si algo tiene barniz es la comida, y no me refiero a los filtros que destacan las tonalidades y sombras, saturan colores, reducen la intensidad de la luz o aportan calidez a las imágenes. Ni al afán por aparentar en internet lanzando mensajes de lo bien que se come y los restaurantes que se visitan. Tampoco a los filtros de arbitraje de expertos o influencers que relanzan o debilitan un producto o proyecto. Más bien me refiero al uso de procedimientos para hacer más practicable la rigurosa realidad en la que cabe todo lo anterior y lo que viene. Olvidamos que vinagres, aliños, hierbas y especias son ecos de un pasado empachado de cereales y legumbres con gorgojos, carne escasa y mal procesada, parásitos, contaminaciones cruzadas. Ejemplificante resulta la descripción del fiscal y escritor Eugenio de Salazar sobre aquellas travesías en las naos con destino a la América del siglo XVI: “Todo lo más que se come es corrompido y hediondo, como el mabonto de los negros zapes. Y aún con el agua es menester perder los sentidos del gusto y olfato y vista por beberla y no sentirla”. Durante los trayectos era costumbre comer al caer la noche, al abrigo de la oscuridad, para no ver lo que entraba en la boca.
Nos gustan los filtros, maquillar la realidad con correctores y bronceadores que matizan las ojeras, eliminan arrugas y dan luz al rostro, a los sucesos, chismes, excusas y mentiras; a las sonrisas, acontecimientos y platos. Se soporta mejor una interpretación de la realidad que un reflejo de ella. Muy posiblemente porque una cosa es aceptar lo que somos y otra muy distinta renunciar a lo que quisiéramos ser.
Tiradito de pescado e higos
El higo tiene una relación simbiótica con las avispas. Sin ellas no podrían sobrevivir, ya que su polinización depende de estos insectos.
Ingredientes
Para 4 personas
- 460 gramos (g) de pescado blanco
- 8 higos
- 60 g de vinagreta caliente
- Sal
La vinagreta caliente
- 100 g de apio
- 80 g de zanahoria
- 4 ajos tostados en plancha sin aceite
- 15 g de ramas de perejil
- 400 g de agua
- Espinas de pescado blanco
- 150 g de trigo sarraceno
- 70 g de vinagre de manzana
Instrucciones
1. La vinagreta caliente
Tostar las espinas de pescado en el horno a 150 ̊C durante 30 minutos. En una olla, servir el apio, la zanahoria, los ajos y las espinas de pescado; llevar a ebullición, bajar el fuego y cocinar durante 20 minutos. Retirar del fuego, tapar e infusionar durante 20 minutos más.
Colar por microcolador y reducir a fuego suave hasta obtener unos 200 gramos de caldo reducido. En ese caldo reducido, cocer el trigo sarraceno y en frío mezclar junto al vinagre.
3. Acabado y presentación
Cortar el pescado en láminas no muy finas. En un bol, servir el pescado y sazonar. Reposar 2 minutos. Añadir la vinagreta caliente y dejar reposar durante 7 minutos. Cortar los higos y añadir al bol, integrar suavemente. Disponer con cuidado en un plato.
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