Nerea Barros, una directora novel en un desierto de sal y pesticidas
La actriz, Goya por ‘La isla mínima’, narra en su primer corto la tragedia ecológica del mar de Aral
Tiene “100 viejas detrás de la mirada”, dicen de Nerea Barros (Santiago de Compostela, 41 años). Se percibe en La novia gitana, la serie recién estrenada que adapta la novela de Carmen Mola y de la que es protagonista, y en su primer corto como directora, Memoria (2021), proyectado este mes en Curtocircuíto, el festival de cortos de su ciudad de origen.
Sentada en un sillón verde de terciopelo en un pequeño ático de Carabanchel donde vive con tres grandes gatos, mientras toma té con cúrcuma, Barros recuerda que de niña se subía a los tacones rojos de su madre, se cubría con una bata deshilachada y hablaba con las paredes. Parecía una loca. En realidad, ya era, sin saberlo, actriz. A los 14 años protagonizó su primera película, Nena. Estudió enfermería por empeño parental. Durante un tiempo, corrió entre el teatro, la danza y el hospital de Santiago. Hasta que un día se mudó a Madrid por amor al cine —que la acabaría recompensando con el Goya a mejor actriz revelación por La isla mínima— y no volvió a ejercer como enfermera hasta la pandemia.
Entonces, recién aterrizada en Madrid desde Uzbekistán, donde acababa de rodar su corto sobre el legado de los ancianos, y en pleno rodaje de 2020, un documental de Hernán Zin sobre el confinamiento, sintió el impulso de llamar a una residencia de ancianos y unirse a la plantilla. “Quería buscar culpables. Luego llegas, ves que los mayores están solos y quieres darles lo mejor”.
Junto al cambio climático y las mujeres, “los viejos” son su obsesión. Hubo un tiempo en que no los tuvo tan presentes, pero volvieron a ella durante un viaje a Congo. Observar a los gorilas de montaña que sobreviven en armonía con la naturaleza “fue como ver a un ser divino”. “Volví a recordar a mis abuelos, quienes, como buenos gallegos, me transmitieron el amor a la tierra como cultura”.
Memoria es la primera de tres piezas. Las otras dos filmarán barcos varados en el desierto de Mauritania y en el Río de la Plata, en Argentina. En ella, un abuelo y su nieta conversan mientras andan sobre barcos abandonados en el mar de Aral (Uzbekistán). Una masa de agua de la que vivían millones de personas y que fue ahogada para crear latifundios de algodón y arroz. “Ahora es un desierto de sal y pesticidas”, describe Barros. “Los antiguos pescadores, que vieron cómo su mar se retiraba metro a metro, se niegan a marcharse de esos pueblos porque sería morir, olvidar su memoria”.
Cuando ella aterrizó allí ya tenía tablas para rodar. Desde que participó en Morir para contar, un documental dirigido por Zin, había ido compaginando la actuación —en series y películas como La isla de las mentiras o Voces— con la producción y el montaje. Había investigado el mar de Aral y “sabía hasta qué luz iba a tener”. Aunque filmar no fue fácil. Le pedían permisos constantemente y no tenía actores. Hasta que un día apareció una persona de Turismo “con sensibilidad”, que le presentó a un abuelo y una nieta, habitantes de aquel desierto y actores naturales.
El documental ficticio es el lugar desde el que Barros quiere contar las ciénagas de este planeta. Aunque aún no han visto la luz, sus dos primeros largometrajes mostrarán a ancianos y animales que luchan por preservar su historia, y a tres heroínas reales que acuden a peligrosos lugares para salvar primates. Como Memoria, son historias enfangadas, que Barros retrata con luminosidad: “En un lugar decrépito, yo veo la belleza de lo que todavía está”.
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