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Pamplinas
Columna
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La palabra ordenador

“Aceptamos que las palabras dejen de significar lo que significaban. Así, supongo, evolucionan” | Columna de Martín Caparrós

Martín Caparrós
Martín Caparrós

Hubo tiempos en que los españoles hablaban como franceses ásperos. En la segunda mitad del siglo XIX, la primera del XX, la influencia de Francia en este mundo era tal que cuando había que adoptar una palabra nueva, cuando había que nombrar algo que no existía del todo, usábamos las suyas. Con el impulso de aquellos años de grandeur llegaron del otro lado de los Pirineos el chófer y el garaje y el hotel, un bulevar, un autobús, la bicicleta, el ballet y la banca, la boutique, los carnés, el pantalón y el paquete y la pornografía, una élite y una gripe, un cable y un calibre y un chalé, el cine y el cliché, filmar y debutar, el complot y el confort y el comunismo, el oxígeno, el avión y el tren y la cabina, el billete e incluso la croqueta, un chef, un restaurante y su menú y sus filetes, el extranjero, la feminista y el fetiche, un somier o un bidé o una masacre. Lo raro de la palabra ordenador es que llegó mucho más tarde, cuando Francia ya estaba feneciendo.

Dicen que apareció en España hacia 1970; antes habría sido difícil, porque la cosa que designaba casi no existía. Y que los primeros libros y artículos que la nombraban se tradujeron del francés, así que aquí esta máquina con la que escribo se llama “ordenador”, mientras que en todo el resto del castellano se llama “computadora” —en el Cono más Sur— o “computador” —según se va hacia el Norte. Es la máquina que define nuestros tiempos, la que vive con nosotros nuestras vidas y no conseguimos darle un solo nombre e incluso dudamos de su género: no es lo mismo relacionarse con una máquina que con un máquino, está claro. También lo está la relación de fuerzas: unos 450 millones de personas la llaman computador(a); unos 45 millones, ordenador. Y, sin embargo, las palabras no se definen por sus números.

Pero los nombres no son neutros. No es lo mismo ordenar que computar: son dos operaciones diferentes. Ordenar es, si acaso, el paso previo para computar: para poder contar las cosas, primero hay que clasificarlas, separar peras de perras. Ordenador parece la continuidad del positivismo decimonónico: que haya un orden, que cada cosa tenga un sitio definido. Computador, en cambio, parece la glorificación de la caja registradora: vamos a contar números, sumarlos y restarlos. Dos ideas, dos épocas, dos mundos.

Pero ambas son, al mismo tiempo, un gran ejemplo de palabra que se fue alejando de su objeto —o viceversa. Palabras que mantenemos por comodidad, ya privadas de su sentido original: estas máquinas que usamos no solo ordenan, no solo computan; hacen tantas más operaciones que esos nombres son una reducción boba. Es como llamar reloj a eso que los modernos llevan en la muñeca: el reloj, como bien dice cualquier diccionario, es una máquina que marca la hora; ese engendro, como bien dice cualquier publicidad, habla canta te dice qué hacer te cuenta las flexiones te salva la vida te hace guay.

Pero nos apegamos a las palabras de antes y tratamos de darles significados nuevos. Son esos viejos nombres que ya no nombran lo que nombraban, que dicen otra cosa: rey, por ejemplo; hombre, por ejemplo; política, sin ir más lejos. Aceptamos que las palabras dejen de significar lo que significaban y pasen a tener otro sentido. Así, supongo, evolucionan: así, en lugar de inventar palabras nuevas para cada objeto nuevo, nos dejamos arrullar por las antiguas. Salvo, por supuesto, cuando ya no se puede, porque el objeto o el gesto son tan distintos que no hay palabra previa que los pueda contar; entonces utilizamos nuestra inventiva legendaria para engendrar vocablos.

Así, si nos pasan un tip descargamos en la tablet una app muy cool de una start-up que, si tenemos el password del wifi y entramos online, nos permite chatear o postear o hacer streaming o navegar random por la web hasta que algo en Twitter o Twitch o YouTube o Instagram o TikTok sea tan cool o creepy o sexy como para darle un like con emoji al influencer que lo linkeó, digamos. Que no lo hizo por marketing ni branding ni leches en vinagre: fue para conseguir feedback, algunos followers, si acaso un trending topic.

Y esto sí que se entiende en todos los rincones de la lengua: por suerte, con la globalización, el castellano se está haciendo cada vez más homogéneo

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