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Columna
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La palabra médico

No admite femeninos porque es la profesión donde el poder importa más, y el poder se sigue conjugando en masculino | Columna de Martín Caparrós

Martín Caparrós
Martín Caparrós

Mi madre es médica —y siempre lo fue, por lo menos en este siempre que es mi vida. Nunca se me ocurrió pensar que fuera médico; es más, si lo creyera, mi biografía debería empezar contando mi nacimiento de un vientre varonil: un parto mágico, un prodigio que me permitiría competir, por fin, con la inmaculada concepción de los católicos tardíos. Parece inverosímil, pero no estuvo tan lejos: si mi madre fuera española, ella sería médico y yo un milagro. Y conozco, aquí mismo, a cantidad de hijos milagrosos de doctoras que definen su ocupación en masculino.

La palabra médico viene de lejos: la raíz, dicen, es ese med indoeuropeo que ya antes del latín medicus significaba cuidar y pensar, de donde médico, remedio, meditar. Y sin embargo los médicos gozaron, durante buena parte de la historia, de su bien ganada fama de letales. El maestro Quevedo, sin ir más lejos, solía homenajearlos: “Él es un médico honrado, / por la gracia del Señor, (…) / quien os lo pintó cobarde / no lo conoce, y mintió, / que ha muerto más hombres vivos / que mató el Cid Campeador”, decía, y que, entre otras delicias, “no come por engordar / ni por el dulce sabor / sino por matar el hambre, / que es matar su inclinación”.

Aquellos matasanos, es cierto, también eran víctimas de la superstición: la iglesia de Roma les prohibía casi todo. Poco a poco empezaron a desafiar sus mandamientos y se lanzaron a hurgar cuerpos: para eso se robaban cadáveres, los abrían, trataban de entenderlos. El método experimental buscaba sus sentidos. Hacia 1540 Vesalio produjo la primera descripción anatómica completa, Harvey en 1630 definió la circulación de la sangre, Hunter en 1750 detalló la obstetricia, Lavoisier hacia 1770 descubrió el mecanismo de la respiración y la oxigenación, Jenner en 1795 creó la primera vacuna. Con dificultades, con idas y venidas, la medicina construía su imperio. No estaba sola: a mediados del siglo XIX la ciencia se hacía dueña del mundo: el progreso se convertía en la gran religión occidental y la clínica era uno de sus pilares más potentes.

—Dígame, doctor, ¿entonces voy a vivir?

—Seguro, mi amigo, lo que no puedo decirle es cuánto.

Desde entonces la medicina nunca detuvo sus avances y alcanzó niveles increíbles. El mejor medidor posible del progreso es mérito suyo: que ahora vivimos mucho más que antes. Si no fuera por antibióticos, bypasses, trasplantes y quimioterapias mucha gente que nos cruzamos día por medio estaría criando margaritas desde abajo: es todo un logro. Pero, a cambio, los médicos se han transformado, en general, en pequeños dictadores rebosantes de buenas intenciones: los peores.

La corporación médica controla un saber abstruso, hecho de secretos inaccesibles al común de los mortales: un saber que nos resulta críticamente indispensable para no ser demasiado mortales, o sea que hay que subordinarse. Y ellos se aprovechan o no saben actuar de otra manera y el fulano llamado paciente no está en condiciones de dudar de nada porque duda de todo, está muerto de miedo y ese señor de guardapolvo es su único vínculo con la supervivencia: su última esperanza. Así que acata y se aferra y asiente y accede y ojalá.

Por todo lo cual hay pocos poderes tan sólidos, en nuestras sociedades, como el que ellos ejercen. Y eso que lo que hacen, básicamente, es aplicar sus estadísticas: en el 68% de los casos tal remedio cura tal enfermedad, digamos; queda, faltaba más, un 32% en bolas y gritando. Pero no hay otra opción y debemos entregarnos a ellos en las circunstancias más difíciles y, para colmo, se supone que siempre pretenden hacer el bien —lo cual vuelve a cualquier poder más poderoso aún, casi inatacable. Y en España quien lo practica, sea hombre o mujer, siempre es médico. Las academias y diccionarios iberos incorporaron la palabra “médica” hace más de un siglo, pero no hay caso: aquí se dice abogada, arquitecta, reina, diputada, ladrona, bióloga o monja, pero médica no.

Siempre me sorprendió, y hoy tengo una hipótesis muy provisional: que médico es —junto con juez— un título que no admite femeninos porque es la profesión donde el poder importa más, donde mejor se impone —y el poder, en nuestras sociedades, se sigue conjugando en masculino. ¿Les parece, o será que me estoy volviendo irremediablemente feminazi?

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