Un misterio en el Real Madrid y un fantasma en Gales: ¿quién diablos es Gareth Bale?
En una década en España ganó cinco Champions pero nunca se sintió querido ni comprendido. Viajamos a su tierra, donde es reverenciado, para intentar entender la personalidad del enigmático as que deja hoy el club blanco
Hace un par de años que no lo ven por allí, pero cuando Gareth Bale iba a jugar al golf con sus amigos del instituto al club de su barrio en Cardiff, el Whitchurch, los chicos lo inscribían bajo un nombre falso. Avisaban al director, Christian Bannister, que se ponía tenso por si no era capaz de proteger al entonces todavía futbolista del Real Madrid, que termina su contrato hoy, 30 de junio, y se va al Los Angeles FC. “Viene aquí a jugar al golf, es su tiempo de relax, fuera de los focos”, dice Bannister. ¿Pero cómo esconder a Bale en Gales?
Bannister recuerda el descontrol que se originó un Día del Padre, el tercer domingo de junio, con el club abarrotado de socios con sus hijos. Todo empezó cuando Bale estacionó en el pequeño aparcamiento del Whitchurch. “Su coche era llamativo, creo recordar que un Mercedes G Wagon. Unos cuantos socios se dieron cuenta y se pusieron a buscarlo”, cuenta Bannister. Pero el futbolista contaba con una pequeña ventaja. Era de los pocos jugadores autorizados a moverse en buggy. Y gracias al Real Madrid.
En 2015, los médicos del club blanco escribieron a Bannister para pedirle que permitiera a Bale circular por el club en un carrito motorizado, algo prohibido sin certificado médico. La carta alegaba que era para proteger al jugador de posibles lesiones, Bannister no recuerda si del tobillo o de la espalda. Da igual. El caso es que lo localizaron y los niños se fueron a por él. “Le intentamos proteger, pero estaba bien con los niños. Firmó unas cuantas camisetas. Fue bonito”, se rinde Bannister.
Sin embargo, es imposible encontrar una prueba gráfica de aquella jornada en el Whitchurch. Ni de ninguna de los otros días que Bale ha pasado allí. Ni una foto, ni un listado con su nombre en las paredes de la sede del club. A pesar de que es su socio de honor y el galés más popular del momento. Pero así ha sido el tránsito a la gloria de Bale, una especie de desaparición gaseosa en lugar de un potente estallido de luz.
En aquel incidente también puede verse una de las primeras ocasiones en las que se cruzaron los términos que más tarde construyeron el meme que resume la confusa relación del madridismo con una de sus leyendas: “Gales. Golf. Madrid”.
Pero aquel Día del Padre aún no se había enrarecido el cariño mutuo, y Pedja Mijatovic no tenía razones para resumir su deterioro, como lo hizo en octubre de 2019 en la SER: “Para él, en este momento, su prioridad es su selección nacional, luego el golf, que le encanta, y luego pues quizá piensa en el Real Madrid”.
El madridismo lo tomó como el resumen de su desencanto con un tipo que ya no quería darles más. En Gales lo interpretaron como el ataque a un mito que los llevaba allí donde soñaban. Unos días más tarde estalló la crisis definitiva. Después de un mes lesionado y sin jugar con el Madrid, Bale reapareció con la selección de Gales, a la que clasificó para la Eurocopa de 2020. Lo celebraron junto a una bandera en la que se leía: “Wales. Golf. Madrid. In that order”. El lema se ha convertido en divisa de esa selección y uno de los cánticos más populares en la grada.
Cuando juega en la selección, el universo gira en torno a él. Para Rob Phillips, corresponsal de fútbol de la BBC en Gales, la explicación es sencilla: “Incluso ahora, Bale es mejor que la mayoría del resto de los jugadores que tenemos”.
El periodista entiende el enfado del madridismo. Esta temporada Bale jugó 289 minutos con su club y 782 con su selección. “Aquí todavía es amado. Es una figura absolutamente heroica para nosotros”, explica en el Cardiff City Stadium la víspera del que describía como “el partido más importante de la historia de Gales”. Al día siguiente, el 6 de junio, recibían a Ucrania: el ganador iría al Mundial de Qatar. La última vez que Gales estuvo en la Copa del Mundo fue en 1958, hace 64 años.
A la hora programada para la comparecencia de Bale en el estadio, ante el micrófono se sienta el defensa del Burnley Connor Roberts: “Obviamente no soy Gareth Bale”, dice. El cambio se ejecuta sin aviso ni asomo de protesta. Se ve que el futbolista necesitaba que lo tratara el fisio, pero hablaría más tarde por Zoom. El personal de prensa de la federación instala un plasma enorme en la sala, cambia de sitio a varios periodistas para dejar cerca a los escogidos para preguntar y prueba el sonido. “Soy Gareth Bale y mañana voy a jugar un partido de fútbol”, bromean.
Entonces, el futbolista aparece en la pantalla. “Gastar dos horas para ir al estadio no me encajaba”, explica desde la lejanía del Vale Resort. La selección se concentra desde hace unos años en este complejo desde cuyos campos de entrenamiento se ven ondear las banderas de los green de golf.
La distancia que le otorga el plasma permite a Bale un cómodo equilibrio entre el peso de su figura y las incomodidades que siempre le provoca fuera del campo su talento. “Creo que todo lo que rodea el fútbol no lo disfruta tanto”, dice Phillips. Una persona que ha trabajado en España de cerca con el jugador, y que coincide en la apreciación, lo definió hace tiempo como “un futbolista de los antiguos”, solo interesado en el juego. Dice que se debe en parte a su carácter: “No le gusta darse a conocer. Es muy tímido, incluso con su gente. En una comida, nunca será el que lleve la voz cantante en la mesa”.
Tampoco ha querido darse a conocer fuera del campo, salvo con su selección. En sus años de apogeo en Madrid, las marcas, la afición y los medios han sentido su desinterés. Pero eso es lo que hay, según una fuente de su entorno: “No lo entiendes. No le importa. Y ya es muy tarde”.
Sus frecuentes apariciones cuando está con Gales también resultan engañosas. Cuando a Rob Phillips, el periodista que mejor conoce el fútbol del país, se le pregunta a quién habría que dirigirse para entender a su futbolista más rutilante, se producen unos segundos de incómodo silencio: “Es una buena pregunta. No creo que haya nadie en Gales que le conozca”.
Pero allí lo llevan con más calma que en la grada del Bernabéu. La receta para digerirlo quizá pueda encontrarse en uno de los negocios que el futbolista tiene en el centro de Cardiff. El Par 59 es un pub con apariencia de club subterráneo, con un minigolf rodeado de mesas y taburetes. Sobre uno de los hoyos luce un neón que reza: “Expectation is the mother of all frustration” (las expectativas son la madre de todas las frustraciones).
Antes del Par 59, había abierto un pub más futbolero, frente al castillo de Cardiff, el Elevens, que el día del partido contra Ucrania tiene todo reservado desde las doce de la mañana. Allí se puede beber una pinta de Bale Ale y pasear entre recuerdos del futbolista: camisetas, las botas de la chilena de la final de Kiev o una réplica del trofeo de la Champions. También hay camisetas de otros deportistas, como Giggs, Bergkamp, Maldini, LeBron, Jordan, Ronaldo Nazário, Maradona o Pelé. Vistas de cerca, constituyen otra muestra de su limitada implicación por casi todo. No proceden de una colección personal construida a base de intercambios sobre el césped, sino que están compradas en una plataforma que comercializa objetos firmados por deportistas. En su web muestran por ejemplo a Pelé sentado ante una mesa sobre la que firma camisetas que se pueden comprar por 1.300 libras (unos 1.500 euros).
El Elevens no es el único pub de Cardiff abarrotado la mañana del encuentro con Ucrania. En realidad, los pubs no son lo único repleto de camisetas de Gales. Se ven en todas las calles del centro. Sin embargo, encontrar entre esos miles de prendas una con el número 11 y el nombre de Bale es como sumergirse en ¿Dónde está Wally? Tampoco puede comprarse una figurita suya en las tiendas de souvenirs, ni una bufanda con su nombre en los puestos callejeros que venden hasta banderas de Ucrania, ni un libro en la muy bien surtida sección de deportes de la mayor librería del país, ni nadie parece haberse hecho nunca un tatuaje con su nombre. Bale recuerda a algunos dioses: se le puede adorar, pero representar su imagen constituye una herejía.
Vestidos con camisetas sin nombre, los galeses repiten cánticos que le aluden. “Viva Gareth Bale”, así, en español. O el más habitual: “Fuck the Union Jack, we need Gareth Bale” (que le jodan a la Union Jack [la bandera del Reino Unido], necesitamos a Gareth Bale). ¿Pero por qué los que invocan al futbolista casi como símbolo de afirmación nacional no llevan su nombre en la camiseta? Las respuestas muestran la improvisación de quien no se había dado cuenta. “No sé qué decirte”. “Luego el futbolista se retira y te quedas con su nombre en la camiseta”. “Son más caras”. O la inspiración repentina, en el Sand Martin, el último pub antes del estadio, una hora antes del partido: “Él está en nuestros corazones, no en nuestras camisetas”.
Bale se crio en ese rincón de expectativas difusas y, en la cúspide de su carrera, fue a caer en un equipo donde entusiasma la exhibición del compromiso pasional. ¿Pero qué esperaban en Madrid? Después de muchas frustraciones por sus dolencias y el contraste de apegos entre su selección y su club, muchos se encendían hasta con el mito del idioma: ni siquiera habla español, decían. Que significa: ni siquiera nos habla en español. Se trata de un malentendido que él, en su línea de que nada le importa, ha cultivado hasta el final.
El partido más importante de la historia de Gales lo arbitró un español, Antonio Mateu Lahoz, con quien Bale había coincidido nueve años en la Liga. Cuando se encontraron en el campo, Mateu le habló en español. Bale prefirió apuntalar su leyenda: “What?”, contestó, y siguió hablándole y protestando todo el partido en inglés.
Gales ganó con un gol en propia puerta de Ucrania. Andriy Yarmolenko cabeceó una falta botada por Bale, que lo celebró como si su tiro hubiera entrado limpiamente. También la grada, y la tribuna de prensa. “Eso es lo que él hace: Gareth Bale”, decía Phillips, el periodista de la BBC. El delantero celebró la clasificación para Qatar, y durante el festejo sufrió calambres en los gemelos. Lo celebró como todos, y luego se escabulló a abrazar a sus hijos, casi los únicos en el Cardiff City Stadium con el 11 estampado en la camiseta. Dejó el grupo para hacer su vida y a nadie en Gales le importó.
En el Madrid han querido que Bale les diera lo que da en Gales, y Bale ha querido tener en el Madrid lo que tiene en Gales.
Dos días antes de ese partido, durante el fin de semana de celebraciones por el Jubileo de Platino de la reina de Inglaterra, que nombró a Bale miembro de la Orden del Imperio Británico, se celebró una fiesta en casa de sus padres, aún en el modesto barrio de Whitchurch. La discreta vivienda adosada de dos plantas destacaba aquella tarde por la flota de coches en su puerta. En un barrio de ford, kia y hyundai, se reunían un porsche, un mercedes, un range rover y un audi TT. Era el Jubileo, pero la fiesta de los Bale tenía un toque distinto. Varias casas del barrio estaban decoradas con globos blancos, rojos y azules, la Union Jack, mientras que en la del futbolista flotaban otros colores. Con el pasar de la tarde se iba sumando gente que bebía en el jardín, y de una furgoneta blanca descargaron un equipo de sonido.
A las 18.30, de su calle emergió el rugido de un mclaren naranja biplaza, que avanzaba a trompicones, con las dudas de quien lo prueba de prestado. Pero en el coche, como casi en ningún lugar fuera del campo, tampoco estaba Gareth Bale. Caía la tarde, y de su casa brotaba música melancólica. What a Wonderful World, de Louis Armstrong. Y The Way You Look Tonight, de Sinatra, que canta: “Preciosa, no cambies nunca. Mantén ese encanto que quita el aliento. ¿Podrías hacerlo, por favor? Porque te quiero. Justo como te veo esta noche”.
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