Gareth Bale, historias incompletas
Se fue tejiendo la desconfianza entre el ídolo y una afición que no comprendía cómo podía jugar al golf de lunes a jueves para terminar borrándose de las convocatorias a pocas horas del partido
No parece descabellado asegurar, al día siguiente de su despedida, que a Gareth Bale le faltó tiempo para consensuar un relato unánime sobre su paso por el Real Madrid. Siete años pueden parecer muchos, cuanto más si uno se aventura en el Tíbet, como Brad Pitt en aquella película. Pero en el club más acelerado del mundo pasan como un suspiro -los años son de perro, o de gato-, de ahí que todavía hoy no sea posible determinar si lo logrado le alcanzó para triunfar o si lo insinuado es suficiente prueba de cargo para certificar su fracaso.
El mundo del deporte está lleno de casos así. Incluso la vida, ocurre en las mejores familias. Las grandes incorporaciones siempre llegan cargadas de promesas, de sueños que con el paso del tiempo se van materializando o no. A veces todo se reduce a una cuestión de perspectiva. A Bale, que destrozó al Barça en aquella final de Copa del Rey como algarabía premonitoria, y fue capaz de marcar en tres finales de Liga de Campeones, lo devoró la necesidad colectiva de transformarlo en otro futbolista, en otra persona, como si cualquiera pudiera convertirse en el nuevo Cristiano Ronaldo de la noche a la mañana y por exigencias del guion. Todo el crédito cosechado en sus primeros años saltó por la borda en cuanto se empezó a especular con sus límites.
Su aterrizaje en Madrid se vendió como una apuesta personal de Florentino Pérez, con todo lo que ello supone tanto para lo bueno como para lo malo. Apodado el Expreso de Cardiff, su fama se apuntalaba en unas condiciones únicas, de naturaleza futurista. El Bale del Tottenham era capaz de desarbolar equipos enteros a base de tirarse la pelota por delante, imponer su velocidad, su potencia y su disparo demoledor por encima de cualquier consideración táctica. El Real fichaba al mejor futbolista de la Premier League y el zurdo biónico llegaba a un equipo donde cada uno elige su propia aventura, con una afición enamorada de los jugadores que deciden partidos sin partitura: el madridismo adora a los autócratas, a los tiranos, y su presidente acababa de ficharles a Atila. Siete años después, con unos números y un palmarés que ya quisieran para sí otras leyendas del equipo merengue, Bale se despide con la extraña sensación de no haber dejado en el corazón de la hinchada una huella más profunda que la perfilada por Emmanuel Adebayor, por poner un ejemplo reciente de héroe accidental.
Sus más acérrimos defensores siempre han esgrimido, como atenuante, la teoría de un umbral del dolor especialmente bajo. Sus molestias recurrentes en el sóleo casi nunca fueron detectadas como una lesión física por las resonancias magnéticas practicadas por los equipos médicos. El miedo a romperse definitivamente, una cuestión puramente psicológica, se ocupaba del resto. Así se fue tejiendo la desconfianza entre el otrora ídolo y una afición que no comprendía cómo podía jugar al golf de lunes a jueves para terminar borrándose de las convocatorias a pocas horas del partido.
Sea como fuere, el Bale futbolista, incluso el Bale leyenda, no terminan con su adiós al Real Madrid. Se desconocen sus planes a nivel de clubes, si es que los tiene, pero Gales se juega una plaza en el mundial de Qatar este próximo domingo y lo hará con su capitán al frente del equipo, dispuesto a firmar con letras de oro una de sus novelas crepusculares. Qué diferente a lo aprendido en Madrid, pensará: aquí, si no cuentas tu historia con todo lujo de detalles, viene cualquiera y te la escribe.
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