Un modelo a seguir
La monarquía es un cuento, en el mejor sentido de la palabra cuento. Fracasa cuando se desliza hacia la novela realista. Imaginen que a Cenicienta, en vez de aparecérsele su hada madrina, se le aparece Villarejo. Y no es que Villarejo no haga milagros (con su cuenta corriente, por ejemplo), pero aquí hablamos de lo maravilloso, y lo maravilloso está emparentado con la divinidad, de ahí que Isabel II, después de asomarse al balcón para que la vieran los contribuyentes, se fuera a dar gracias a Dios por los 70 años de reinado (en realidad, ella no fue a la catedral porque le fallaban las piernas, pero acudió el resto de la corte). Las religiones y las monarquías se llevan bien porque ambas pertenecen al género fantástico.
El denominador común de las personas de la foto, aparte del de sus bocas abiertas en señal de asombro ante el regalo de la vida (quizá ante la vida regalada), es su distancia física y mental respecto de quienes las contemplan. He ahí el secreto de la corona británica: el de permanecer alejada del pueblo. Para gente normal ya tenemos a nuestros cuñados. Lo que pedimos a los miembros reales, paradójicamente, es que sean irreales. ¿Qué individuo real se presentaría ante el público con las guerreras de Carlos y Guillermo, cubiertas por una chatarrería incomprensible? Lo incomprensible es otro de los pilares de lo maravilloso. El problema de nuestro rey emérito es que todo lo que ha hecho es explicable desde el punto de vista de las debilidades humanas. Sirva esta imagen como modelo a seguir por los reyes y las reinas del universo mundo.
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