Cuento del señor Cotta 4
Tuvo su ocurrencia maligna sin caer en la cuenta de que, si resultaba, él se convertiría en asesino aproximado | Columna de Javier Marías
En aquel enzarzamiento, Pírfano jugaba con ventaja contra el ufano señor Cotta. Así como la novela-vendetta que éste escribía trabajosamente sería leída por unos pocos iniciados en el mejor de los casos, las columnas de aquél eran devoradas a diario por más de un millón de lectores. Además, Cotta se obcecó y se entretuvo en exceso trazando el inclemente retrato del articulista con el que, siempre optimista, pensaba hundirlo a medio plazo. Pírfano, a aquellas alturas, repartía mandobles a diestro y siniestro desde su página de El Único. Embriagado de poder, se dedicó a pasarles factura a cuantos lo habían despreciado a lo largo de su prolongada vida gris, cuando era tan sólo un profesor sombrío. Entre las ofensas reales y las imaginarias, las manías y las envidias, amplió a velocidad de vértigo su lista de enemigos, pero con Cotta mostraba saña reiterativa. La reincidencia hizo que mucha gente se preguntara por la identidad de aquel “pelirrojo untuoso” o “patilludo primoroso”, incluido el director Amatriain, que lo llamó y le dijo: “Pírfano, haz el favor de abandonar tus fustigazos contra ese diablo o aclara de quién se trata. Los lectores están intrigados y desconcertados, y cuando no averiguan lo que desean, se desentienden y se largan”.
En contra de su voluntad, Pírfano empezó a llamar a Cotta por su nombre e incrementó su dureza, enfadado por verse obligado a sacarlo del anonimato que se merecía. El resultado fue el temido: Cotta se convirtió en una celebridad, como si fuera el Joker o Lex Luthor o Svengali. La gente buscó las olvidadas novelas de Cotta por ver si allí se escondía la clave. En unas semanas se vendieron más que en años, pero la gente no las soportó. Cotta, aun así, vio cómo se le abrían las puertas que lo sacarían del ostracismo, y su preocupación pasó a ser ahora cómo mantener viva la tirria del columnista, lo cual sólo era posible a través de la amante común Iris. La utilizó cada vez más como correa de transmisión: entre las estrujadas sábanas, hacía burla despiadada de Pírfano; lo tachaba de ignorante y de rapsoda de casino de pueblo. Desconocía a Gordigorski, a Wittkiewicz, a Mandelstam; no había pasado de Galdós, el cursi Azorín y Cela el zafio; su prosa ni alcanzaba la gracia de Julio Camba. En suma, era un chisgarabís literario. Iris Vallarín anotaba aquellos nombres e informaba a su novio Pírfano, que acusaba los golpes (debe recordarse que desde la infancia había sido un personaje oscuro, y eso hace mella). Corría a las librerías en busca de tales autores —de Gordigorski, obviamente, no encontró nada— y se enfrascaba en su lectura dispuesto a que le parecieran todos una bazofia. Al cabo de unos días soltaba en su columna: “Cotta, que en realidad se llama Sánchez Cota —la segunda t es una mariconada extranjerizante—, se inspira en las obras de unos centroeuropeos ilegibles para darse pisto, y mastica un bodrio detrás de otro, lo cual encuentra muy literario. Deslumbra a sus amantes, antes de dormirlas, un instante; pero está destinado a figurar en los diccionarios bajo el epígrafe ‘Algunos escritores de la época de los que nadie oyó nunca hablar’. Pobre Sánchez: tanto copiar mal a Gordimónov, a Wittkowerowski y a Mandelstern para no conseguir ni una nota propia a pie de página”.
El señor Cotta necesitaba rapidez, y eso no estaba en su mano, era un novelista muy lento. De modo que ideó una manera arriesgada de vengarse, muy digna de un Borgia, pensó con satisfacción. Alternaba a Iris Vallarín con un joven llamado Bermudo que acababa de ser diagnosticado de sida, enfermedad obsesiva en aquellos años en que se creía que la contraían los homosexuales. La lascivia de Cotta era tan temeraria que cuando el muchacho le protestaba: “No, ahora no, ahora no”, él, implacable, respondía: “Sí, sí, ahora sí, ahora sí”. Bien es cierto que con la precaución de enfundarse siempre un condón. Tuvo su ocurrencia maligna sin caer en la cuenta de que, si resultaba, él se convertiría en asesino aproximado. (No era tonto, pero, como tantos españoles, a la vez sí era tonto.) Si extraía con cuidado el preservativo de Bermudo, lo guardaba en la nevera y se lo volvía a poner con Iris, era posible que el virus entrara en ella sin infectarlo a él —debía mirar de no colocárselo del revés—, y ella, a su vez, se lo transmitiría al abyecto, heterosexual chulesco, Pírfano de Lerma.
Siguió su plan según lo previsto, procurando que ella no viera aquella goma ya usada y algo rígida por el frío. Ni siquiera pensó que también podría causarle la muerte a la pobre Iris, todo lo que no fueran él y sus maquinaciones no existía. La noche en cuestión, sin embargo, Iris notó en seguida algo polar en sus intimidades. Al instante dio un grito, se desembarazó del señor Cotta con espanto y le preguntó: “¿Qué me has metido ahí, cacho cerdo? Eso no es, eso no es. ¿Otra de tus perversiones? Pues ya te digo que la congelación no funciona”. Cotta, asustado, se deshizo rápidamente de la prueba acusatoria y balbuceó: “Ay, perdona, perdona. Es que los guardo en la nevera y aún no se han desenfriado. Me habían asegurado, por otra parte, que las bajas temperaturas multiplican los placeres”. “Pues te han engañado, imbécil”.
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