Eric Klinenberg: “Los lugares dan forma a nuestra capacidad de relacionarnos”
El sociólogo estadounidense defiende que la urbe determina nuestras vidas y que los espacios públicos son tan vitales como la red del agua.
Nacido en Chicago, formado en Los Ángeles y asentado en Nueva York, donde da clase en la New York University, al sociólogo Eric Klinenberg (de 51 años) un libro le lleva a otro. El hilo entre sus ensayos —Heat Wave, Going Solo o Modern Romance— es cómo la desigualdad determina nuestras vidas y de qué manera la forma de la ciudad puede atajarla. Hijo de inmigrantes judíos —que tenían un negocio de fotografía—, contaba 11 años cuando sus padres se separaron y ha investigado el amor contemporáneo. Amable, más que dispuesto, y también exigente —pide dos veces que compruebe la conexión a internet antes de ofrecerse a hacerlo él—, responde, al otro lado de la pantalla, desde su casa, en el centro de Manhattan.
¿Las plazas son tan importantes como las redes de agua potable?
La infraestructura social —las plazas y los parques o las bibliotecas— es tan importante para que la gente se encuentre como las carreteras para el tráfico. Pero ha estado más descuidada. Los lugares dan forma a nuestra capacidad de relacionarnos. Sería absurdo decir que necesitamos las plazas tanto como las cloacas. Pero si quieres crear una sociedad abierta y democrática, hay que tener el lugar para que eso suceda. Una vez que tienes agua y cloacas, construyes sitios de encuentro.
Han existido siempre.
Se están perdiendo. En los ochenta, la rentabilidad se puso por delante del bien público. La inversión en parques dejó de parecernos importante y decidimos que el mercado debía regular la forma de la ciudad con su mágica ley de la oferta y la demanda. Descuidando el espacio para los encuentros, desunimos a la gente.
¿Cuidar la ciudad es cuidar a la gente?
Una vida pública buena es el resultado de la variedad de servicios y de gente. De sueldos y razas. ¿Para qué vas a salir a la calle a ver siempre lo mismo? Hemos visto que las sociedades que dibuja el mercado crean inequidad.
La gente se relaciona dentro de grupos.
Eso es la construcción de una clase, no de una sociedad.
Dice todo eso desde Nueva York, que no es un ejemplo de espacio público.
Hay muchas Nueva York. Tengo la suerte de vivir en un barrio, cerca de Greenwich Village, donde tenemos el High Line, parques, bibliotecas y el mercado de Union Square.
También tienen gentrificación.
Hace mucho que sucedió eso. Aquí hay mucho verde comparado con otras zonas de Manhattan donde las bibliotecas son pequeñas y están casi siempre cerradas. En esos distritos, la vida es más difícil. Pero la diversidad forma parte de lo que es Nueva York. Puede ir a Queens y encontrar más de 100 idiomas en pocos kilómetros. El problema está en que los barrios con mayor diversidad suelen ser los lugares con menor inversión pública.
¿Eso lo hace el mercado?
Los sectores con mejores recursos los utilizan para conseguir incluso más. Y eso no protege ni a los de ese barrio. La inequidad nos hace a todos miserables. Crea la sensación de que el juego no es limpio. Donald Trump utilizó esa sensación cuando se quejaba de que el sistema estaba amañado y lo convirtió en su grito de guerra aunque él fuera el primero que contribuía a la privatización de lo público. No creo que la derecha tenga capacidad para solucionar el problema que denuncia porque sus propuestas aumentan la desigualdad. Pero lo que denuncian es cierto. Y la izquierda lo sabe.
¿Los espacios públicos pueden atajar la desigualdad?
Cualquier cosa compartida aleja el conflicto. Pero compartida de verdad. En Barcelona hay espacios públicos extraordinarios. Sin embargo, no está claro quién se sentirá bien allí, si será un turista o alguien con pocos medios de la ciudad.
¿Con menos muros hay menos crimen?
El muro es una infraestructura antisocial: divide, crea fricciones y hace que la desigualdad dure más porque, inevitablemente, un lado del muro tiene más que el otro. La historia ha demostrado que ninguno funciona a largo plazo, fomentan la división y nadie quiere vivir permanentemente dividido.
¿Reducen el crimen?
Seguramente, a un lado. Pero eso no quiere decir que mejoren la sociedad y la democracia. Un muro deja a mucha gente fuera de algo. Y la gente que se queda fuera suele estar enfadada. La pregunta es qué tipo de mundo queremos construir en las ciudades.
¿La inequidad se ve físicamente en la calle?
Se ve la inversión, pública o privada. O su ausencia: el deterioro, las carencias. Los mejores barrios de Miami o Los Ángeles son un mundo verde. La desigualdad en el acceso a la naturaleza es un reflejo de la inequidad.
¿Todo el verde es benigno?
Ecológicamente, sí. Socialmente, solo el verde accesible. Durante la pandemia los gobiernos que permitieron la salida a los parques mantuvieron a la población más sana, menos obesa, más alegre y conectada. Pero para eso deben existir los parques y los ciudadanos deben cuidarlos como se cuida algo propio. Leer al aire libre es un placer sencillo que, si no reforzamos las infraestructuras sociales, se convertirá en un lujo inaccesible.
¿Qué nos hizo creer que la urbanidad era lo opuesto a la naturaleza?
El convencimiento fantasioso de que la naturaleza se puede controlar. Creímos que, si desarrollábamos la eficiencia de cualquier cosa, mejoraríamos la vida. Queríamos un mundo sin fricción. Y eso no es estar vivo. Arquitectos como Mies van der Rohe diseñaron lugares limpios y purificados. ¿Es eso lo que queremos de la vida? En la vida social, la fricción y la ineficacia son positivas. Nos obligan a reducir la velocidad.
¿La vida mejora si reducimos la velocidad?
La ineficacia hace que nos paremos. Y cuando paramos, hablamos. La vida social no es armonía continua. También es discusión. Tenemos que aprender a vivir con gente con la que no estamos de acuerdo. Cuando no estamos de acuerdo, nos gritamos en Twitter. Y vemos a quien no piensa como nosotros como un enemigo, no como una persona con libertad para pensar y elegir.
¿La densidad urbana que defienden los urbanistas es buena socialmente?
El metro es una gran escuela de convivencia. Uno aprende a estar pegado a otro sin acercarse demasiado. Eso son destrezas cívicas. La solidaridad no se construye en Twitter, se logra en la calle. Llevará años, pero compartir los mismos espacios respetando ideas diferentes puede salvarnos. La plaza del barrio o la biblioteca son de gente que habla idiomas distintos y vota a partidos opuestos. Pero que ama a sus hijos y vela por su futuro. Esa es la clave, trabajar lo común.
¿La globalización buscaba compartir o monopolizar?
La cultural ha sido extraordinaria. Pero también expuso desigualdades que fomenta.
Seguimos temiendo lo diferente.
Hemos visto que existe una pequeña élite internacional que vive en las alturas y viaja en jets privados. Viven al margen de lo que sucede en el mundo. Como si hubieran huido de la humanidad. Los Ángeles y San Francisco cada vez se parecen más a Brasil. Hay miles de personas que, al no poder pagarse una vivienda, organizan asentamientos ilegales. Ese paisaje forma parte de las ciudades más ricas. Es parte de la globalización.
Empezó a escribir porque vio el resultado de la inequidad.
Crecí en Chicago, pero solo comprendí cuando estudié la ciudad que la razón por la que blancos y negros están tan separados allí es porque la localidad y el país eligieron no mejorar esa relación. Estados Unidos rebajó los impuestos, eso quiere decir que tenía menos dinero, y ese dinero lo invirtió en ir a guerras en Irak o Afganistán en lugar de en mejorar los barrios.
¿Incluso durante la Administración de Obama?
Sí. La guerra es carísima y muy poco productiva. Si hubiéramos invertido ese dinero en mejorar la infraestructura social, este país sería otro.
¿Cómo deberíamos construir las ciudades para mejorar socialmente?
Con espacios para nosotros. No para la industria ni los coches. Vivimos en el mundo de los economistas. Los sociólogos hemos quedado a un lado, nuestro trabajo no es rentable. Pero puede cambiar la vida de la gente. Nuestras ideas vienen de observar, leer y pensar.
El dinero y el poder han diseñado las ciudades.
Y lo seguirán haciendo. Pero la imaginación de los economistas sobre dónde debe ir el dinero es muy limitada. Con una ciudad tranquila se ahorra dinero. Cada vez hay más gente que se da cuenta de que el orden social que produce el libre mercado es injusto e injustificable. La inequidad ahora está en la derecha y en la izquierda. Por eso hay tanta gente dispuesta a protestar y a cambiar. Pero nuestra imaginación es limitada, por eso ahora triunfan los que llaman a la batalla, los populistas, que quieren construir muros en lugar de ponernos de acuerdo. Necesitamos imaginación social. Eso es un reto para la izquierda: ofrecer esperanza y no solo sacrificio.
¿Por qué falla la izquierda cuando más importante es compartir?
Por falta de imaginación social. ¿Quién va a votar a un partido que te dice que comas menos carne, que no vueles, que no conduzcas un coche, que no compres tanta ropa? Tendrían que explicar cómo estaremos después de hacer eso. Un partido que pide sacrificios no gana.
¿Cómo se crea un mundo democrático y justo?
Con esfuerzo colectivo. Y con ilusión por lo que casi todos queremos, que es vivir en paz.
Hay más gente viviendo sola que nunca en la historia.
Cuando escribí sobre la diferencia en la mortalidad según el barrio tras la ola de calor de Chicago, me di cuenta de la cantidad de gente que moría sola y empecé otra investigación que llamé Solo en América. El editor me dijo que ese título parecía un castigo. De modo que lo cambiamos por Going Solo (elegir vivir solo), que convertía la soledad en una elección.
¿Qué aprendió sobre la soledad?
Que hasta el siglo XX prácticamente nadie vivía solo. Es el mayor cambio demográfico de la vida moderna. Mi libro es el primero sobre este fenómeno. Nuestra especie está involucrada en un experimento que nunca había sucedido antes. Se afrontaba como un problema: ¿qué le pasa a la gente que vive sola? Pero es más experimento que problema.
¿No es una cuestión económica?
Muchos ganamos más dinero que nuestros padres y lo usamos para vivir solos.
¿Qué dice eso de nuestra sociedad?
Que valoramos cierta intimidad. Y cierta libertad.
¿Cuanto más rico el país, más gente sola?
Cuanto más desarrollado está el Estado de bienestar, más posibilidades hay de vivir solo. Y cuanto mayor es la incorporación de las mujeres al mercado laboral, menos dependientes son de los hombres y más eligen vivir solas.
¿Qué porcentaje de mujeres vive sola?
Entre los jóvenes hay más hombres. A partir de los 50, más mujeres.
El grupo de las divorciadas.
De las independientes. Y de las viudas: las mujeres viven más que los hombres. Pero hay más: es muy distinto vivir solo en una ciudad que hacerlo en un pueblo. La vida en común puede estar fuera de casa. Por eso defiendo que la calle decide cómo será nuestra vida. Una mujer que entrevisté me dijo: “Es mucho más interesante salir de casa hacia alguien que volver a casa hacia alguien”.
¿Qué ha producido ese cambio?
La esperanza de vida y las comunicaciones. Hoy vivir solo no es estar solo. La gente de ese grupo pasa más tiempo en bares y museos, y son más solidarios.
¿El soltero egoísta es un mito?
Hay más voluntarios en ese grupo que en otros. Es una cuestión de tiempo libre de obligaciones.
¿La gente que vive sola es la expresión de una sociedad que se desintegra o un logro social?
Nadie es una isla. La interdependencia hace posible nuestra independencia. Hay gente que vive sola y no querría, pero poder hacerlo es una ampliación de la libertad. La mayoría de los solitarios están solos juntos. Es otra historia.
Ha escrito que la gente casada es más sana que los solteros.
Se suele cuidar más.
Que hay más sexo en los matrimonios que entre los solteros. ¿A quién entrevistó?
¡A cientos de parejas! La mayoría de los casados tiene más longevidad, más seguridad económica y más sexo. Pero estamos hablando de los que permanecen casados. No de los que se casan. Hoy es fácil divorciarse. Pero la gente que permanece casada está contenta.
O no puede separarse por falta de dinero.
Claro. No hay nada más solitario que la soledad estando acompañado.
¿Se ha divorciado alguna vez?
Nunca. Me casé con 27 y tengo un hijo de 15 años y una hija de 13.
En su último libro, Modern Romance, retrata cómo aumentan las parejas alejadas geográficamente. Durante siglos uno se casaba con alguien del mismo pueblo. ¿Dónde conoció a su esposa?
Un clásico: estudiando en la Universidad de Berkeley. Pero hay cada vez más relaciones interraciales e internacionales.
¿Qué ha cambiado?
Casarse era el paso para huir del control paterno, tener sexo y salir de casa. Ahora es distinto. Uno dedica la década de los 20 y los 30 a construirse o a pensar qué quiere hacer en su vida. En Occidente, las mujeres no tienen la presión de casarse para irse de casa. Ya no buscamos un socio de independencia, buscamos un alma gemela.
¿Por eso tan poca gente permanece casada?
No queremos una relación económica, queremos alegría, confianza y amor. Por eso dedicamos tanto tiempo a buscar la pareja. Sabemos además que, si nos equivocamos, podemos seguir buscando. Hoy el matrimonio es una opción individual más que la organización familiar que solía ser. Si no dependes de tus padres, lo que opinen sobre la persona con la que te casas ha dejado de contar.
Ha escrito que Facebook produce corazones solitarios.
Si solo se publican las mejores comidas, las fiestas, los éxitos y piensas que todo el mundo es tan feliz, empiezas a pensar que qué pasa contigo. Si utilizáramos las redes sociales para comentar problemas, el mundo sería distinto.
Mucha gente ha encontrado pareja gracias a las redes sociales. ¿Internet es más un muro o un puente?
Lo es todo. Ha reemplazado al bar. La gente se conoce online. Cuando lo investigué me di cuenta de que pasan mucho tiempo en la pantalla y poco saliendo y conociéndose. Pero tras Tinder o Grindr, llega la vida real.
¿Cómo lo sabe?
Mucho mejor: he entrevistado a cientos de personas. ¡Soy sociólogo!
¿A qué se dedica su esposa?
Es antropóloga social.
Entenderá que pase tiempo en Tinder investigando.
Claro. “Lo siento, cariño, no tengo más remedio que investigar todo esto”. Cuando escribía Going Solo, ella lo llamaba mi libro-fantasía.
Casi todos sus libros presentan escenarios de cambio y terminan asegurando unión.
No propongo ni aseguro un final feliz. Escribo que de la mayoría de los problemas que atravesamos como sociedad solo vamos a poder salir juntos. O encontramos cómo hacerlo juntos o no saldremos.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.