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La zona fantasma
Columna
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Cuento de Catherine del Biombo 4

No iba sola, sino abrazada a un tipo con espantosa ropa cara y aspecto de albergar un espíritu sucio, que le sonaba | Columna de Javier Marías

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Javier Marías

Brendán Godínez le expuso su situación a Benet, sin ocultarle detalle. Éste le escuchó con atención durante un buen rato, sin apenas introducir incisos; tan sólo murmuraba de vez en cuando algo ininteligible, a mitad de camino entre “Uah” y “Beh”, al tiempo que esbozaba una sonrisa entre divertida y exasperada. Tras acabar su relato Godínez, se pronunció: “En primer lugar, no sé por qué te enredas con una católica. Con la agravante de que no es una española de mi juventud, cuyo fervor era casi obligado, sino una americana de hoy. Has metido el pie en un buen charco. En segundo, has hecho caso omiso del aire innegablemente casquivano de la erudita. Al cabo de tres horas con ella me quedó claro que nada le gustaba tanto como sentirse deseada, y que esa necesidad no conocía límites. ¿Sabes si ha estado con más hombres esta temporada?” “Quiero creer que no, pero no lo puedo descartar”, contestó Brendán. “En tercer lugar”, prosiguió Benet, “ante la alarma de un posible embarazo, te plantea con exagerada antelación una serie de consecuencias que no dejan de ser hipotéticas, y tú vas y le admites esa hipótesis carente hoy por hoy de fundamento”.

“¿Y qué hago, Don Juan?” Así solían llamarlo sus amigos e incluso sus hijos. Benet se sirvió medio whisky más, encendió otro cigarrillo, se introdujo el dedo pulgar bajo la axila como si fuera una pequeña fusta y respondió, atusándose el bigote con un peinecillo inglés: “Tú sabrás. Pero, habiendo sido yo en mi juventud tan pardillo como tú con las mujeres, sí puedo decirte lo que mi yo de ahora haría ahora; mi yo de antaño probablemente sería tan crédulo y estaría tan angustiado como tú ahora”. “Me vale la opinión de tu tú de ahora, por favor”. “Tu tú' suena fatal”, pensó Godínez nada más soltarlo, pero Benet te corregía si asegurabas estar “ensimismado”, alegando que eso era una incongruencia y que si acaso estarías “entimismado”, es decir, “enmimismado”. Mejor no entrar con él por la senda de las precisiones, porque esa era una senda sin fin. Antes de cederle la palabra, el no tan joven añadió con la confianza que le tenía: “Aunque a veces me da que tu tú actual sigue siendo ingenuo con las mujeres. No te sueles dar cuenta de nada”. “¿Ah no?”, respondió Benet, divertido por la impertinencia. “Puede ser, salado, puede ser que no me dé cuenta de lo mío. Pero te aseguro que de lo tuyo sí”. “Pues venga”, lo azuzó Brendán impaciente.

“Esa joven erudita, por erudita que sea, no tiene ni idea de si está embarazada y lo más seguro es que no lo esté, ni de ti ni de San Juan Crisóstomo. Te está sondeando, y si te dejas llevar por ella te arruinará la vida durante unos años. No creo que ansíe casarse contigo (tampoco eres tan gran partido). Desea tantear hasta qué punto estarías dispuesto, sólo sea para inscribir otra muesca en la culata”. “¿Muesca? ¿Muesca de qué? Ya nos hemos acostado, en mala hora”. “Qué torpe eres, Godínez. Si es tan tradicional como cuentas, me malicio que sus muescas no son de Casanova femenino. Podría añadirse millares, la verdad es que es muy guapa. Sino de individuos que le han propuesto matrimonio, independientemente de las circunstancias. Un diplomático en su lista le parecerá un gran logro. Y así se lo contará a sí misma y a sus amistades de Filadelfia o donde sea: ‘Un diplomático español enloqueció por mí y quiso conducirme al altar’. ¿Qué tal os fue en la cama? ¿Es melindrosa o lo contrario? Muchas americanas son melindrosas”. Godínez lo hizo partícipe de un detalle significativo, ante lo que Don Juan sentenció: “¿Hacía eso? En qué perversiones incurrís los de tu generación. Pues entonces, una de dos: o le gustaba mucho la vejación o fingía como el Maligno”. “¿Entonces?” Godínez anhelaba instrucciones claras. “Si yo fuera tú —el tú y el yo de ahora—, me apartaría corriendo y la metería en un avión intercontinental”. “¿Y si al final está embarazada?” “Lo mismo, y allá se las componga Del Biombo con el niño falso. Ya verás como no lo habrá”.

Brendán Godínez abandonó la calle Pisuerga convencido, y decidió caminar hasta su casa. Sin embargo, en la Castellana le volvieron las dudas. No se veía capaz de desentenderse de la criatura, a la que Del Biombo daría en adopción si él no lo remediaba. Tal vez a una horrible familia de granjeros bíblicos como la de Sábado trágico, una película que le gustaba, con Victor Mature y Lee Marvin. Andaba ya con prisa por llamar a Catherine cuando la vio salir del Hotel Hilton, o como se llamara en la época. No iba sola, sino abrazada a un tipo con espantosa ropa cara y aspecto de albergar un espíritu sucio, que le sonaba. Tardó unos segundos en reconocerlo: se trataba del célebre columnista Pírfano de Lerma, cuyas maledicencias devoraban los cotillas y aviesos de toda condición social. Conociendo su fama de mujeriego voraz, y aún es más, de que jamás consentía que una mujer se le acercara sin sacarle jugo sexual, no le cupo ninguna duda de que aquellos dos no venían de un salón ni del bar, ni de una rueda de prensa de él, sino de una habitación que Pírfano habría reservado y pagado, o eso era de esperar.

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