La herida abierta de La Palma
El desastre que provocó la erupción del volcán de Cumbre Vieja plantea un sinfín de interrogantes sobre el futuro de la isla
Los benahoritas, los aborígenes palmeros prehispánicos, ya miraban con terror al macizo de Cumbre Vieja. En sus cimas, pensaban, se ubicaba la morada del mal, encarnada en un perro negro y lanudo conocido como Iruene, representación de muerte y mal augurio.
600 años después, Iruene ha cumplido su amenaza y la temida Cumbre Vieja ha descargado la destrucción acumulada durante siglos. La erupción volcánica más destructiva de la historia de Canarias no solo ha sepultado miles de edificios, fincas y carreteras en un costado. Con ellos ha arrasado las vidas de miles de personas y aireado los descosidos de la segunda isla de población más envejecida del archipiélago, dependiente de la Administración y de las ayudas agrarias procedentes de Bruselas y con un desigual reparto de los recursos hídricos.
La Palma es, junto a El Hierro, la isla más joven de Canarias. Su juventud le confiere la más abrupta y exuberante orografía del archipiélago. Durante unos dos millones de años, el nacimiento y muerte de cientos de volcanes forjaron la Caldera de Taburiente y el macizo de Cumbre Vieja, que dividen la isla en dos por su eje vertical. Al este, mirando hacia Tenerife, se ubicó Santa Cruz, la capital administrativa. El extremo oriental también fue el emplazamiento elegido para el hospital general, el aeropuerto y el principal puerto. Pero fue al oeste, al abrigo de los vientos alisios, donde decidieron asentarse la mayor parte de palmeros, atraídos por un clima algo más benigno, unas tierras ideales para la actividad agraria (fundamentalmente de plataneras) y una orografía algo menos exigente.
Los caprichos del volcán hicieron que este valle fuera, precisamente, la zona escogida para verter millones y millones de metros cúbicos de lava incandescente. Su erupción, el 19 de septiembre, ha puesto bajo los focos una superficie de apenas 708 kilómetros cuadrados en medio del Atlántico, hasta entonces discreto refugio de alemanes pudientes con tendencias naturistas y destino predilecto de astrofísicos ansiosos por aprovechar los cielos más limpios de Europa.
Administraciones y científicos tardaron en dar crédito a las señales que auguraban la primera erupción terrestre en España en medio siglo. A las 15.03 de aquel domingo, sin embargo, sí intuyeron las dimensiones de la desgracia que se cernía. A las pocas horas, 5.000 personas habían sido evacuadas a un acuartelamiento militar, cifra que se amplió hasta las 7.000 dos semanas después.
A la mañana siguiente, la lava ya había comenzado una carrera destructora dirección oeste que no acabó, ni mucho menos, cuando tocó el océano el 28 de septiembre. A pulsos, pero casi sin descanso, más de una veintena de bocas en el entorno del cono volcánico se han ido relevando para repartir cenizas y ráfagas de coladas. Barrio tras barrio, el Plan de Emergencias Volcánicas de Canarias (Pevolca) y la Guardia Civil, su brazo ejecutivo sobre el terreno, han ido ampliando progresivamente el radio de evacuaciones, obligando a los palmeros a recoger apresuradamente sus pertenencias más apreciadas.
Por el camino, 1.300 viviendas, casi 70 kilómetros de carreteras, fincas de plataneras, alguna iglesia, un cementerio, campos de fútbol y playas enteras, todo arrasado. En total, unas 1.200 hectáreas sepultadas y un curso acelerado de vulcanología y sismología. El volcán, paradójicamente, ha provocado a su vez que aflore la resistencia del carácter palmero, un pueblo cuya mitología discurre estrechamente unida a las desgracias naturales. Los historiadores han definido tradicionalmente a estos isleños como orgullosos, desconfiados, de ánimo pleiteador. Gentes que siempre han mirado con recelo a las dos islas mayores, Gran Canaria y Tenerife, de las que reclaman más atención.
La ayuda exterior fue necesaria hace años para salvar las graves deficiencias comunicativas que lastraban a la sociedad local. No fue hasta los años setenta cuando se horadó Cumbre Vieja para abrir el primer túnel que unió los dos lados de la isla. Ahora, La Palma ha lanzado un nuevo SOS que evite la despoblación y el desarraigo familiar y alivie sus altas tasas de población en riesgo de pobreza o exclusión social, las más altas de un archipiélago que ya ocupa el vagón de cola español. El Gobierno ha comprometido 217 millones de euros en ayudas, que serán destinados tanto a la reconstrucción de infraestructuras como al restablecimiento del suministro de agua, empleo, viviendas, agricultura o turismo. A esta cantidad habría que sumarle otros 40 millones que destinó el Gobierno de Canarias. El Ejecutivo regional, además, incluirá en sus presupuestos de 2022 una partida extraordinaria de 100 millones para comenzar la nueva era. Además, están los ocho millones de ayudas en donativos que ha recibido el Cabildo de La Palma y la promesa de dinero procedente de Bruselas.
La principal lucha, ahora, es contra el desarraigo de una población que ha perdido sus referencias. Los palmeros, fieles a su carácter, desconfían de todas esas promesas. En su ánimo está la nostalgia de un pasado prevolcánico difícilmente recuperable. Años de una economía fundamentalmente agraria (solo el plátano representa un 11% del PIB) apenas apoyada por un limitado turismo. Décadas en las que los cuartos de aperos se convertían en chalets sin control administrativo, las herencias apenas se elevaban a escritura pública, los inmuebles se dejaban sin asegurar; trimestres de altas tasas de desempleo en los que los trabajos en los invernaderos se alargaban de sol a sol para alimentar una industria platanera que depende en un 25% de las subvenciones públicas. Años, eso sí, marcados a su vez por una tranquila vida vecinal de arraigadas tradiciones centenarias, atardeceres con vistas al mar y estrecho contacto con la salvaje naturaleza de toda una reserva de la biosfera.
El Gobierno de Canarias y el de España claman ahora por una reflexión que permita cambiar la cara de la isla, independizarla de los vaivenes del turismo y la agricultura y hacerla atractiva para una población joven cualificada que huye de su territorio para completar sus estudios. En muchos casos para no volver (la edad media ha pasado de 39,4 a 44,8 desde que comenzó el siglo). Un replanteamiento, incluso, que muchos palmeros reclaman que permita un reparto más equitativo de sus ingentes recursos hídricos, mayoritariamente en manos privadas.
Es el momento, aseguran, de que la isla bonita se mire al espejo y que, tras sanar esa herida aún supurante, decida cuál ha de ser su nueva cara.
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