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El atlas de pandora
Columna
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Las lágrimas de las cosas

Esta es una época de claroscuros, de terror y hechizos de esperanza. De recuerdos y regalos. De tristeza y magia simpática. | Columna de Irene Vallejo.

Irene Vallejo

Al final de cada año, tu hijo espera una hilera de sorpresas y expectativas aún inexploradas: una sobredosis de futuro. Aguarda ese momento de promesa que encierra cada paquete intacto. Saborea la furia de desenvolverlo. Ama a su manera la ceremonia del papel, el lazo, estrenar, la música y las luces, la llamada mágica de lo nuevo. En realidad, el niño, curioso, no anhela el objeto sino el descubrimiento: prefiere el ritual al regalo.

Como la luna, estos días tienen también su cara oculta. El retorno cíclico de las fiestas y de sus símbolos aterroriza a quienes perdieron a una persona querida. La inercia de las costumbres nos ata a los ausentes. Nos golpean con sigilosa violencia los regalos que no les daremos y las celebraciones que viviremos por primera vez sin ellos. De repente la muerte convierte los objetos cotidianos y compartidos en filos de cuchillo, y la pena nos roba ciudades, canciones, itinerarios, cumpleaños, diminutivos. Hay que domesticar, uno por uno, el dolor de los lugares donde anclamos la memoria, las lágrimas de todas las cosas que hablan de nosotros cuando aún estábamos juntos. Las Navidades pueden ser feroces además de felices. Tu hijo no entiende a los adultos, atrapados este invierno más que nunca en la maraña de los recuerdos, absortos en las ausencias, presos del pretérito.

Existe en Europa la costumbre ancestral de celebrar las noches más largas —y más frías— alrededor del fuego. En época pagana los amantes saltaban tomados de la mano sobre las llamas y bailaban entre las teas. Esas danzas del fuego eran hechizos solares: con la llegada del invierno, nuestros antepasados temían quedar cautivos de la oscuridad. Acudían a la magia simpática, que consistía en representar un acontecimiento para provocarlo. Las hogueras de la tierra imitaban el gran manantial luminoso del cielo y expresaban el anhelado regreso del sol. En los alumbrados callejeros y las velas de los hogares, nuestras Navidades conservan aún las huellas de ese gran conjuro colectivo para llamar a la luz. También el rito de regalar nace del pensamiento mágico: escenificamos la abundancia para invocarla. Los romanos veneraban el primer día del año a Strenia, la diosa latina de la salud. Así nació la costumbre de ofrecer presentes a los seres queridos, como un rito que vinculaba el “estreno” de los regalos con el deseo de un dulce porvenir.

El solsticio de invierno entreteje los mejores anhelos con las viejas añoranzas. Tal vez por eso, Dickens narró en su Canción de Navidad el encuentro del protagonista con los espectros de su pasado. A lo largo de una noche, lo cercan las sombras de sus padres, su hermana pequeña, una novia desaparecida, amigos de quienes se distanció, todos ellos muertos con los que no podrá resolver malentendidos ni errores. Las páginas de este clásico son una invitación a ponernos al día con la oscuridad, ya que los muertos no vuelven para asustar o atormentar, sino para encauzar las vidas de los vivos. Son, en sí mismos, figuras de un antiguo ritual: el descenso a los infiernos como liturgia sanadora. Todas las grandes aventuras míticas, desde Gilgamesh, la Odisea, la Eneida o los gemelos mayas Hunahpú e Ixbalanqué, hasta Indiana Jones o Matrix, relatan un viaje al inframundo, un duelo y una resurrección del héroe.

Esta es una época de claroscuros, de terror y hechizos de esperanza. De recuerdos y regalos, de remordimientos y buenos propósitos. De tristeza y de magia simpática. Los antiguos romanos personificaban esas emociones contradictorias en el dios Jano, que ha dejado su nombre al mes de enero —janeiro en portugués, January en inglés—. Jano era el patrón de los portales, los umbrales, el amanecer, las transiciones y el lenguaje, que es una puerta al entendimiento. Las estatuas lo representan con dos rostros, uno orientado al frente y el otro hacia atrás, fundiendo el pasado con el futuro, a los vivos con los muertos que respiran en nuestra memoria y, así, nos acompañan. Las dos miradas de esta divinidad —antigua y ambigua— nos recuerdan que un final es siempre el lugar donde algo empieza.

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