Unos ojos tristes
Almudena Grandes envió este artículo el martes 23 de noviembre para su publicación en el número del 5 de diciembre de ‘El País Semanal’, que se mandó a imprenta el el jueves 25 de noviembre. Tras la muerte de la escritora, adelantamos ‘Unos ojos tristes’, que se convierte en la última entrega de su columna ‘Escalera interior’. Un espacio en el que cada 15 días compartía sus reflexiones con los lectores.
La moda no sólo es una tirana implacable, sino a menudo incomprensible. Este año la moda kinki será uno de los regalos estrella de la Navidad. Hay una comedia musical que se llama Botas kinki (Kinky Boots), todo a base de charol rojo. Hay también una película recién estrenada de Daniel Monzón que exalta esa estética. Y no hablemos del gran precursor, Juan Vicente Córdoba, cuya película Quinqui Stars ha protagonizado uno de los episodios de resistencia más conmovedores en tiempos de crisis y pandemia.
En estas condiciones me resulta inevitable recordar cómo entró el universo kinki en mi vida. Iban a ser unas semanas polvorientas, aburridas, sin nada de particular para los veraneantes de Becerril de la Sierra, sobre todo, para una adolescente que no sabía ya cómo divertirse. Podría buscar el año entre mis recuerdos, pero da igual. Fueron los primeros setenta cuando una fuga del Lute puso nuestro monótono mundo al revés.
Nos enteramos por las portadas de los periódicos. El Lute se había escapado durante una conducción entre cárceles y no se le había ocurrido mejor idea que la de ir a esconderse y dormir en un hostal de nuestro pueblo. Y Becerril, tranquilo, domado, pacífico, saltó de golpe a todas las cabeceras como sinónimo del infierno. Ese año hubo cuatro estaciones: otoño, invierno, primavera y Lute, es decir, el verano del Lute. No hay que explicarlo, hubo mucho histrionismo, mucho miedo sin fundamento, porque el Lute fue detenido a las pocas horas de pasar por nuestras vidas.
Pero lo que yo recuerdo ahora, en esta marea de botas de charol rojo y de nostalgia de una estética maldita, es el abismo de tristeza en los ojos de un hombre abatido no por la policía, sino por el destino. La camisa abierta, sucia, el pelo vencido, las cadenas de metal barato y el aspecto de un animal acorralado como una perdiz suelta en una montería de cientos de cazadores me hicieron increíble el miedo histérico de mis amigos. Por la noche nos reuníamos y ellos decían ay, qué miedo, y preguntaban: ¿os dais cuenta de lo cerca que hemos estado de morir? Su imaginación maquinaba la posibilidad de que el fugitivo hubiera salido a las calles del pueblo con una faca para llevarse a cualquiera por delante.
Yo me callaba, porque me parecía que el peligro en ningún caso podría llegar del pozo de miseria y de tristeza de aquellos ojos. Fue quizá la primera vez que la tristeza, más allá de las historias familiares, me llamó por mi nombre. Fue la primera vez que un mundo ajeno se hizo parte del mío.
Nunca he respetado la moda, pero tampoco nunca me he sentido tan refractaria ante un fenómeno como el regreso de la moda kinki. Quizá se trata de que aprendí aquel verano que los márgenes no son hermosos y se juegan en otro sitio. Me resulta incomprensible que influencers y youtubers que vivieron los setenta no sean capaces de hacer esta relación entre el oropel del charol y la miseria repugnante en la que vivimos la explosión del kinki. No me hace gracia la ropa, ni los complementos, y de la época sólo me emociona una canción de Los Chunguitos que nos daba a elegir entre la gloria y el amor.
Me estoy volviendo una vieja, tengo que asumirlo, pero en la mochila de experiencias e imágenes que he coleccionado a lo largo de mi vida está esa tristeza inolvidable de la puerta por la que el kinki entró en mi vida. Ya sé que es poco provocativo confesar mi alegría, sin embargo, cuando recuerdo la modesta historia por la que aquellos ojos tristes empezaron a leer en la cárcel hasta estudiar una carrera para reinsertarse en la sociedad. Nos hizo olvidar las fotografías de los periódicos y su andar vacilante por los márgenes con un brazo vendado en blanco y negro y en cabestrillo.
Seguramente Eleuterio Sánchez Rodríguez no se hubiera emocionado mucho, de conocerla, con mi emoción. Pero eso no le resta valor a mi experiencia. Es el valor de compartir la tristeza y la desgracia, el valor de una normalidad esperanzada que puede regular las vidas y salvar destinos.
Pido perdón a los fabricantes de botas de charol y a mis compañeros de generación que no habrán entendido ni una palabra de esto. Cada vida es una consecuencia del lugar en el que se han barajado las historias generacionales y las fugas de los destinos.
elpaissemanal@elpais.es
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