Orlando Figes: “El capitalismo hizo posible un canon cultural europeo”
Nacido británico y nacionalizado alemán tras el Brexit, el historiador ha dado cuenta de su identidad abierta con un libro magistral como Los europeos. Experto en Rusia, descendiente de judíos berlineses e hijo de la escritora Eva Figes, afronta su materia como un narrador. Sus ensayos pueden leerse como novelas, algo que enerva a los puristas pero seduce al público.
Cuando Orlando Figes escribía Los europeos (Taurus) se produjo el Brexit. Andaba justo en el capítulo en el que Pauline Viardot, la cantante de origen español que junto al escritor ruso Iván Turguénev guían su ensayo, pasa una temporada en Londres. “Tuve que apartarlo y suavizar el tono”, comenta el autor. Figes había nacido en esa misma ciudad en 1959, pero le había salido demasiado anglófobo. Continuó con el resto del libro, que se ha convertido hoy en una obra fundamental para comprender la identidad cultural europea desde el siglo XIX hasta el presente. Después lo retocó, ya más calmado y con su pasaporte alemán. La decisión de sus compatriotas lo autoexpulsó de su país de nacimiento para volver al de los orígenes de su familia. Su madre, Eva Figes, escritora también, había emigrado en 1939 huyendo de los nazis. Hoy, él reside en Italia y abomina de la decisión que tomaron los británicos. Se siente europeo, precisamente por haber sufrido en el seno familiar un pasado de persecuciones basado en engaños, mentiras y grandilocuencias entonces mortíferas, hoy preocupantes precisamente por derivas como la del Brexit y otras enfermedades populistas. Es profesor en el londinense Birkbeck College. Experto en Rusia, autor también de títulos como El baile de Natacha o La revolución rusa, sigue muy de cerca el deterioro autoritario de Putin. Se considera, más que un historiador, un narrador de la historia.
Lo primero que causa curiosidad en su biografía es que usted nació en el Reino Unido pero es alemán.
Sí, me he renacionalizado. Mi madre fue emigrante judía alemana en el Reino Unido en 1939, así que la actual Constitución del país nos permitió reclamar nuestro derecho. El día después del Brexit, mi hermana Kate y yo comenzamos el proceso, y nos ayudaron muchísimo. En tres meses obtuvimos nuestros pasaportes.
Es la primera línea que aparece ahora en la solapa de sus libros. Ahora lo entiendo, además. ¿Reivindica con ello ser un europeo pos Brexit?
La verdad es que no me había dado cuenta, pero sí, lo que está claro es que no soy un británico partidario de eso. No vivo en Brexitland. Para mí resulta eminentemente práctico que debía preservar el derecho de mis hijos a formar parte de la Unión Europea. Resido en Italia, además. Para mi hermana, que por desgracia ha muerto, ese acto tuvo un componente más emocional. Quería enmendar la herida que en nosotros produjo el Holocausto y la persecución. Lo vivió como una conciliación. Cada persona con derecho a hacer lo mismo que nosotros lleva a cabo, creo, modestamente, una objeción a todo el proceso del Brexit. En el fondo existen muchos ciudadanos en contra dentro del ámbito de las élites universitarias cosmopolitas.
Boris Johnson ha pertenecido a las élites universitarias cosmopolitas.
Ya, pero él es un oportunista y otra serie de definiciones bastante desagradables que podríamos usar en su caso.
Cierto, pero no siempre podemos decir que las élites universitarias británicas sean cosmopolitas.
Existen, pero además hay otras élites en ese y otros ámbitos, sobre todo económicos, que no lo son. No olvidemos que el Brexit es un éxito de las élites del dinero. No querían regulaciones del mercado ni intervención de los poderes públicos.
Es curioso, sin embargo, cómo con todo esto esas élites y sus partidarios han decidido, simbólicamente, una especie de suicidio colectivo. ¿El país ha dejado de influir como influía a nivel internacional?
Ese ha sido el efecto. Muy predecible, por otra parte. Lo que asombra es cómo no lo vieron. Pero no debemos subestimar, en su caso, una gran estupidez también. Y quienes les votaron siguieron sus mentiras para lograr el objetivo, lo que nos muestra el peligro que encarnan. En general, y eso ya es un hecho, todo el Reino Unido es hoy más irrelevante, tiene menos influencia y es más pobre en cualquier ámbito. Los jóvenes gozan de menos oportunidades. El aspecto creativo de los británicos, que era y es fuerte, ha sufrido un freno en su desarrollo. No veo ninguna ventaja, absolutamente ninguna, en esta nueva situación. Si miramos atrás, además, resalto un enorme fracaso de los medios de comunicación británicos también. O, mejor dicho, de los medios ingleses para ser más exacto. Tuvieron su responsabilidad ante la opinión pública. Siempre sospeché que el Brexit ganaría.
¿Por qué?
Porque la facción conservadora más radical en esto, jaleada y apoyada por varios medios, lo llevaba impulsando 30 años. No puedes repetir machaconamente según qué mensajes y que no tengan efecto. Es obvio.
Y personalmente, ¿no siente ahora algo de pena?
Pues a juzgar por cómo en la última final de la Eurocopa apoyé a Italia, en parte porque allí resido, no mucho. Fue bastante revelador ver cómo la mayoría del continente se decantaba por los italianos en ese partido.
¿Su libro Los europeos fue una reacción consciente a todo esto?
Lo empecé mucho antes de que se produjera el Brexit, incluso antes de que muchos sospecharan que se pudiera llegar a tanto.
Pero, ya que usted lo veía venir, ¿no fue un acto preventivo?
Casi no recuerdo de dónde llegó el primer impulso. Se fue perfilando lentamente. Desde luego, tuvo que ver mi admiración por los dos personajes principales que guían la historia: el novelista ruso Turguénev y la cantante Pauline Viardot. Ambos me proporcionaban un gran vehículo para contar la historia de la cultura europea en el siglo XIX. Todo fue encajando, y a eso le sumé un interés por el desarrollo de la técnica y los cambios económicos. Lo que me interesaba era reflejar ese magma global y todo ello era inconsciente, como una bola de nieve que se iba formando. Cuando comencé a escribir, ya el referéndum formaba parte del programa conservador. Es decir, que todo eso andaba en el trasfondo. Cuando redactaba el capítulo en el que Viardot pasa una temporada en Londres, ya era casi un hecho. La primera versión de ese capítulo era muy fuerte. Me dominó la rabia.
Incluso en la versión que finalmente ha quedado se trasluce esa rabia.
No deseaba en absoluto que me saliera un libro rabioso, así que aparté ese capítulo para regresar a él al final y suavizarlo.
En fin, la rabia es una gran motivadora para la escritura, pero más para la novela que para un ensayo. ¿Qué cree?
Completamente de acuerdo. Y Los europeos es claramente un ensayo.
Que puede ser leído como una novela del XIX, por otra parte.
Pues, gracias, quizá. Siempre he escrito historia de una forma que pueda ser leída en varias claves. Soy un narrador de la historia, lo que para muchos colegas resulta algo despreciable. Para ellos es como si fueras un populista de la materia.
¿No será envidia del éxito?
Bueno, para mí es un cumplido que me digan que se puede leer mi obra como una novela. A veces cansa explicar el matiz porque en algunos países como Italia lo han clasificado como ficción, pero bueno… Que te digan que se lee con placer es muy gratificante porque es uno de los sentidos que tiene la escritura.
¿Una de las claves para que pueda producirse esa confusión es que se centra en los personajes? En eso, usted trabaja como un novelista. En El baile de Natacha ocurre igual. Da mucha importancia a los detalles.
Sí, claro. Nunca busco llevar al lector a una conclusión concreta. Pero utilizo detalles simbólicamente al seleccionar hechos específicos para dar color, tono, ciertos significados, hasta un tamiz moral para trasladar aspectos que quieres contar o sugerir. En eso sí empleo técnicas novelísticas.
En Los Europeos, esos elementos son, desde el principio, el ferrocarril y la familia García. Ese clan de cantantes españoles cuya cabeza fue el barítono Manuel García y de la que salieron mitos como María Malibrán y Pauline Viardot. Una saga decimonónica.
Sí, aunque en el caso de la saga de los García la novela está por escribirse. Y sería alucinante. Pero respecto al ferrocarril, confieso que lo utilicé como germen de la presente y actual identidad europea. Creo firmemente que es un fenómeno que comienza en el siglo XIX.
¿No empieza más concretamente en el XVIII?
También podríamos sostener eso, como hijo de la Ilustración. Pero a nivel de la configuración cultural, no solo de las élites, sino de una clase media e incluso popular, comienza en el siglo XIX. Y el tren es fundamental.
La música como amalgama de esa identidad y de forma colectiva irrumpe con fuerza en el XVIII y de una manera similar en toda Europa.
Sí, pero como un fenómeno centrado en las cortes. No todavía como un acontecimiento cultural genérico en el sentido más popular. Eso comienza cuando cuentas con los medios para que todo eso se expanda y ocurre a gran escala en el XIX, con el desarrollo del tren. El hecho de que una ópera de Verdi se representara rápidamente en varias ciudades y después sus partituras se pusieran de moda y pudieran interpretarse al piano en las casas populariza el fenómeno, lo lleva a otra dimensión. Eso desarrolla la edición de partituras, las noticias en los periódicos, algo genuinamente popular, el equivalente a crear un espacio común cultural a gran escala. Un paso de gigante respecto al siglo XVIII.
También en el XIX, el capitalismo proporciona el impulso que describe usted. ¿Fue fundamental para el tejido de la cultura esa lógica económica?
El capitalismo hizo posible un canon cultural europeo.
Perfecto, pero ¿qué es el canon?
Pues el canon se ha convertido hoy en una especie de palabrota. Algo académico, como si se hubiera impuesto por una serie de autoridades viejas y grises a lo largo del tiempo, pero no es eso. Es algo que conforma el mercado en el XIX. Y funciona porque, si compones una ópera o escribes un libro de éxito que hiciera que funcionara la máquina de impresión o vendiera en las librerías, debías componer o crear algo popular. Así que lo que se impone como canon entonces son las creaciones más populares, no las escogidas o bendecidas por los expertos, sino por el público mayoritario. El canon estaba relacionado con el éxito. El mercado lo conforma. Y ahí existe un gran malentendido todavía. No debemos analizar el canon desde una perspectiva académica cultural. No tiene sentido. Hay que tener en cuenta las obras que funcionaban como negocio. No podemos mostrarnos ciegos en ese aspecto. Es la clave.
¿El concepto que usted defiende como canon tiene algo que ver con lo que se denomina mainstream?
Puede ser, sí, en un sentido pasivo del término. Yo voy más allá. Quizá sean esos éxitos de la época que traspasan la barrera del tiempo y se convierten en clásicos. Eso es lo que para mí representa el canon. Leemos El Quijote hoy porque mucha gente en vida de Cervantes decidió que era buenísimo y aún ahora lo es.
Ahora parecen imponerse las corrientes contra ese aspecto de éxito y de canon impuesto a los olvidados.
Pues sí, muy bien, vale. Pero ¿por qué para mí era importante abordar la idea del canon en Los europeos? Quería demostrar que, si hoy existe un espacio cultural, lo han construido previamente, gracias a las lógicas de la tecnología y la economía, unos éxitos previos en el pasado que se impusieron en todo el territorio continental.
Hace usted una similitud interesante sobre la relación entre Rusia y España en su papel dentro de la cultura europea. ¿A qué se refiere?
Para los europeos del siglo XIX el centro era París, y España y Rusia, la periferia. En el caso de España seducía la influencia árabe, y respecto a los rusos, la asiática.
¿Los extremos fronterizos?
Exactamente. La cultura europea estaba relacionada con el norte, aunque respecto al sur también incluían a Roma o Nápoles… Existía una taxonomía en cuanto a la esencia europea que residía en Francia, Centroeuropa y el este, más que en Grecia o el sur de Italia y España. Pero muchos piensan que deben acercarse a esos extremos para comprender mejor qué es Europa.
¿De qué manera?
En ambos casos, Rusia y España acaban uniéndose por el tren, y eso conlleva un cambio de actitud hacia ellos. Aun así, los románticos cultivan la imagen de la España exótica, muy atraídos por cierta idea del panlatinismo, especialmente en la música. Los músicos franceses buscan una identidad propia alejada de lo germánico que les acerca a España. Pauline en eso es fundamental. Populariza la canción española, la zarzuela. Influye mucho en los compositores, de Saint-Saëns a Bizet, quienes se aproximan genuinamente a ello. De hecho, la reacción al estreno de Carmen, en caso de Bizet, habla de eso. Muchos en España lo ven como un tópico al tiempo genuino. Así se acercan, y es algo que también ocurre en Rusia con los músicos. Profundizan en el aspecto folclórico, y eso llega hasta los ballets de Diáguilev. Habría que escribir algo acerca de cómo la mirada exótica sobre ciertos países se convierte en lo auténtico. Es muy paradójico, pero real. Aunque en su caso, quizá todavía los rusos sigan ahí metidos, en su exotismo.
El hecho de que los españoles decidiéramos integrarnos hace ya cuatro décadas en la UE nos libró para siempre del exotismo. Los rusos llevan la deriva contraria. ¿Qué piensa?
Si hoy viajo a Rusia, contemplo Europa desde el otro lado. Pauline Viardot tenía la misma sensación en el XIX. Pero desde el otro lado también puedes hacerte una idea de lo que somos, ¿no es así? De hecho, los rusos se integraron entonces más dentro de la cultura europea.
Desde el poder, ahora andan en un bucle antieuropeo, de hecho. Antioccidental, incluso. Eso comienza, como usted apunta, con las tensiones entre eslavófilos y prooccidentales.
En la creación del mito nacional ruso se produjo esa tensión que aún persiste. Desde Pedro el Grande hasta hoy. Una mayoría de la población es muy sensible a los valores de esa mitología.
¿Una mitología explotada ahora por Putin?
Putin ha pasado por un gran número de transformaciones. Pero ha acabado abrazando cada elemento de la historia e identidad rusas. Recuerdo en un atasco en Rusia que me topé con un póster de su partido para las elecciones de 2003 en el que se veía el mapa del país con todos los grandes hombres que según ellos conformaban su historia. Y ahí estaban Lenin y Stalin. Me asombró entonces que los incluyera como símbolos a reivindicar aunque mis amigos rusos dijeran que era demasiado pronto. Pero lo que quería trasladar con eso era que debían sentirse orgullosos de cada periodo de su historia, y ahí incluía tanto a Pedro el Grande como a Lenin o Stalin. Ningún sentido de culpa por nada. Eso predica.
Un complicado equilibrio. ¿Quizá no para los rusos partidarios de Putin, pero sí para el resto dentro y fuera de Rusia?
Lo que a él le interesa es preservar su control sobre el área de influencia. Tiene que ver con su oposición a que la OTAN se expandiera por ahí. Existe un gran resentimiento ruso, en general, hacia la posición occidental por no haberles tratado como iguales. Por eso rompe lazos y el régimen, de hecho, se volvió más autoritario. En su discurso de Múnich en 2007 establece el concepto de democracia soberana basada en valores eslavos propios. La madre Rusia tradicional.
¿Qué supone, según usted, esa invocación?
Algo que no tiene nada que ver con la democracia. Sin sistema de partidos y con una sociedad civil debilitada, sin poderes, frágil. Es una democracia de pose. En realidad, no existe. No se ha desarrollado en 30 años. Y va complicándose cada vez más.
¿Es Rusia, por su extensión, una idea imposible?
Ese sentimiento de alma rusa no puede medirse con estándares europeos, solo puedes tener fe en ello. Es algo que se sostiene sobre lo mítico porque nada más lo aguanta. Un lugar tan enorme y en tantos lugares tan miserable que debes creer fuertemente en algo para sentir que tienes un futuro. El putinismo es estable pero frágil. No tiene alternativas enfrente, carece de oposición efectiva, utiliza enormes cantidades de tecnología para combatir enemigos, el Estado reprime y es implacable en esa represión. Pero a la vez frágil, tiene miedo a las revueltas. Y tratar de frenarlo es complicado. Los occidentales tampoco lo están haciendo bien en ese sentido.
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