La palabra turismo
El instrumento, en general, surge antes que el instrumentista. Para que hubiera ciclistas debió haber bicicletas, para que hubiera arqueros tocó inventar los arcos, para que arpistas hubo que hacer arpas. Los turistas, en cambio, existieron antes que el turismo.
Los primeros tourists fueron aquellos jóvenes riquísimos e ingleses que se lanzaban al Grand Tour, ese viaje en coche —de caballos— por la vieja Europa, que les abría un mundo diferente. Se acababa el siglo XVIII y, con él, muchas certezas: había que encontrar otras —y algunas podían nacer de aquellos templos griegos de Sicilia, digamos, o los canales de Venecia. De esas búsquedas —y las orgías que las completaban— surgió, poco después, la palabra turista y, al final, la palabra turismo. Que, últimamente, se ha vuelto poderosa.
El turismo, dice la RAE, es la “actividad o hecho de viajar por placer”. Algo que siempre se había hecho por necesidad se convirtió en antojo. El viaje, desde el principio, había sido un esfuerzo con un fin: personas viajaban para mercar, para guerrear, para escaparse, para instalarse en un lugar donde esperaban vidas más holgadas. Unos pocos viajaban para pedirle algo a algún espíritu; menos, para aprender. Pero viajar era un peligro y un azar; empezar a viajar por gusto fue como si de pronto decretáramos que trabajar es puro goce, algo que hacer en los ratos de ocio: travel, de hecho, viene de travail, trabajo. El cambio fue radical, y no tiene dos siglos —aunque explotó hace medio. Turismo es viajar para nada en particular y tanto al mismo tiempo. Viajar para viajar: el viaje, digamos, en su forma más pura.
El turismo es uno de los grandes inventos de la civilización contemporánea. No porque sea un gran invento; lo es porque cada vez influye más en nuestras vidas. Para empezar, es un negocio decisivo: con el 10% del PIB mundial, con más de 1.000 millones de practicantes cada año, el turismo da trabajo a multitudes, se lo quita, cambia nuestras ciudades campos costas, consigue que personas muy lejanas se conozcan o se desconozcan. El turismo es una de las fuerzas sociales más potentes de estos tiempos: redibuja lugares, los vuelve caricaturas de sí mismos —y alimenta a sus viejos pobladores. El turismo es una gran metáfora de la civilización contemporánea: una actividad impetuosa, omnipresente, que podría no existir y no pasaría nada. Salvo, por supuesto, para los millones que se quedarían en la calle. Y millones, también, en casa y aburridos.
El turismo, como todo, hace evidentes nuestras contradicciones. Cuando está a pleno lo detestamos; ahora, cuando falta por razón de virus, lo extrañamos. Todos desdeñamos al turista; todos lo somos, en algún momento. Todos, cuando estamos en nuestros lugares, hablamos pestes de esos guiris que vienen a arruinar nuestros paisajes, a vaciar nuestros barrios de sí mismos, a molestarnos. Todos, cuando estamos en lugares ajenos, nos herniamos el dedo haciendo fotos que deben mostrar el decorado y nuestras sonrisas, y evitar cuidadosamente la evidencia de que el entorno rebosa de turistas. El turista es un ejemplo de la cultura actual: hecho de masas con pretensiones de exclusivo. Por eso para un turista no hay nada mejor que la sensación de que ha llegado a un lugar “donde no hay turistas”, ese rincón oculto donde los otros no se ven. El turista suele creer que no lo es: que él no es como ésos. El turista, cuando lo es y cuando no lo es, detesta a los turistas.
Por eso, también, la palabra dio una vuelta más: el turismo de lujo de estos tiempos —el equivalente de aquellos jóvenes ingleses— consiste en ir a los lugares más remotos, impolutos, islas aisladas, selvas bien silvestres. Hace dos siglos aquellos jóvenes iban a ver lo que los grandes hombres de antaño habían construido; ahora, sus sucesores quieren ver lo que la mano del hombre todavía no arruinó. Son dos ideas opuestas sobre la humanidad, maneras de pensarnos: antes, la admiración; ahora, esta tristeza de creer que hicimos todo mal, que nos cargamos todo.
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