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Maneras de vivir
Columna
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Unos pendientes tenaces

Creo que las religiones y las filosofías se han inventado con el fin de darle un sentido al Mal.

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Rosa Montero

Hace unas semanas se estrenó en Movistar+ un documental, Criando a un asesino en masa, sobre cómo es ser padre de uno de esos adolescentes que cometen matanzas en las escuelas de Estados Unidos. Es una coproducción europea e intervienen dos hombres, cuyos hijos llevan una infinidad de años en la cárcel, y una madre, Sue, que es la más interesante. Su hijo fue Dylan Klebold, que a los 17 años y junto con su amigo Eric, de 18, perpetraron en 1999 la masacre de la escuela preparatoria Columbine, en Denver, la mayor carnicería de este tipo: asesinaron a 13 personas e hirieron a 24, algunas de extrema gravedad. Tras esa orgía de furia y de sangre, ambos chicos se reventaron la cabeza de un tiro. Cuando, en los primeros y confusos momentos, Sue tuvo noticias del horror y supo que Dylan era el causante, deseó que su hijo estuviera entre los muertos. Quiero decir que las contenidas palabras de esa mujer son el testimonio de alguien que ha bajado al corazón más negro del infierno y que aún está luchando por regresar.

Creo que las religiones y las filosofías se han inventado con el fin de darle un sentido al Mal para que no nos destruya. Porque el Mal destruye, y no sólo directamente, con sus maldades, sino con el desconsuelo de su presencia venenosa. Y ahora imagina que ese Mal está personificado en tu hijo. “Llevo todos estos años intentando entender”, dice Sue. El documental muestra el viacrucis de los padres de estos monstruos oficiales: cómo son rechazados por sus vecinos, cómo la sociedad los culpa por lo que el hijo hace; y cómo se culpan ellos, por supuesto. De los tres progenitores entrevistados, sólo uno era un fanático de las armas y había enseñado a su hijo a disparar (ahora las aborrece y lamenta haberlas tenido en casa). La familia de Dylan era contraria a su uso y pacifista. ¿Cómo llega a crearse y a criarse un adolescente así, con toda esa desesperación y esa violencia? No hay una sola respuesta para esto, sino más bien una coincidencia de despropósitos, la energía acumulativa y explosiva de la tormenta perfecta.

La psicóloga social Judith Harris, en su interesante libro No hay dos iguales, sostiene de manera muy convincente que lo que más influye en el comportamiento y la educación de un hijo no son sus padres, sino sus amigos. Sus pares. Cosa que la sabiduría popular ya conoce: es el peligro de las “malas compañías”. Luego está el ingrediente biológico; he citado mil veces el colosal ensayo Incógnito del neurocientífico David Eagleman, que deja abierta al final una inquietante hipótesis: ¿es el Mal un fallo del cableado del cerebro, un problema físico del que los malvados no serían responsables? Es una posibilidad que resulta angustiosa por la negación del libre albedrío que supone. Y además está el factor ambiental, sin duda poderoso: los cuatro asesinos citados en la pe­lícula habían sido al parecer víctimas de acoso escolar. Si a todo eso añades una sociedad armada hasta los dientes en la que parece normal andar con pistola, la tormenta perfecta está servida. Según el documental, fechado en 2021, desde 1970 se han producido 1.677 tiroteos en las escuelas de EE UU, con 598 muertos y 1.626 heridos, y la mayoría de los agresores era menor de 18 años y vivía con sus padres. A eso supongo que hay que añadir las masacres escolares de este año: 43 tiroteos y 12 muertos hasta el 1 de septiembre. Atroz.

Dice Sue que a veces consigue olvidarse de la matanza y ser feliz durante 20 minutos, pero que luego se siente culpable. Veintidós años después, sigue asomada al abismo. Pero lleva pendientes. Lo que más me ha impresionado de Sue son esos pendientes. Es una mujer delgada de unos 70 años, con el pelo blanco muy corto y preciosos pendientes que va cambiando en las distintas tomas: pajaritos, aros, láminas de cristal. Esa bisutería delicada y tenaz indica su empeño en seguir adelante, en celebrar la belleza pese a todo. La heroicidad de levantarse cada día, mirarse al espejo, adornarse. La voluntad de seguir pensando para poder entender. Estos horrores, dice, nacen de la deshumanización del otro; de la falta de diálogo y de contacto. Cómo resuenan esas palabras en una sociedad como la nuestra, cada vez más atravesada por la inquina. El odio engendra odio y huele a sangre.

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