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Columna
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Osadía

Quise matarla. Todo pudo haberse consumado: mi odio era tan sólido como el cemento que nos rodeaba

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Leila Guerriero

Apoyada en el marco de la ventana de la casa en obras, a metros del socavón de tierra donde preparaban la cal los albañiles, la espalda contra la madera erizada de astillas, todavía la veo. Nítida como un recuerdo inventado. Era un fin de semana (han pasado décadas, pero lo sé porque estábamos solas y la casa en construcción, donde mis padres iban a criarme, donde ocurrirían el principio y el fin de la vida, estaba siempre repleta de albañiles excepto los fines de semana, cuando no iban a trabajar). Era por la tarde (lo sé porque recuerdo la luz acongojada que descendía del cielo como una resaca metálica). Y era invierno. Lo sé porque recuerdo la ropa que se fue acumulando como una pira seca —lana roja, nailon amarillo, jean, aroma a perfume Mujercitas— sobre uno de los andamios. El lugar exudaba el olor solitario y hueco del cemento. Ella se había mudado al barrio poco antes y se había hecho amiga de mi mejor amiga. Yo la detestaba por eso. También por otras cosas. Era como un shuriken, una estrella ninja: algo imparable y enardecido que tenía la capacidad de destrozar. La hostilidad la recubría como un aura, una luz fulminante. Arañaba, gritaba, rompía los juguetes ajenos y los propios, rasgaba la ropa, arrojaba cascotes. Todos parecían temerle o adorarla. Pero ni ella me quería a mí ni yo la quería a ella, así que no sé por qué estábamos juntas, a los ocho años, en una casa solitaria y en obras, a metros de un pozo de cal viva. Tenía el pelo bestialmente negro, construido con hebras gruesas que se le enganchaban en las pestañas largas o se le metían entre los labios. Cuando eso pasaba, el rostro parecía bordado, atravesado por una membrana de hilos brillantes. La piel blanca, tan transparente que parecía a punto de rasgarse, le daba el aspecto de un fruto firme envuelto en una vaina tersa. Tenía la voz ronca, rocosa, con una aspereza adulta, nada infantil. Una voz que debía ser tomada en serio. Usaba ropa que nadie más usaba: minifaldas, tacos, abrigos con cuellos de piel. Se pintaba los labios. Era una niña, pero podría haber sido un bar repleto de humo. Tenía en los gestos la languidez que dan la confianza en uno mismo o la perfidia. Esa tarde, en la casa deshabitada, empezó a sacarse la ropa. El suéter rojo que yo le envidiaba, los pantalones de jean ajustados que no me dejaban usar, la camisa, la camiseta, los zapatos, las medias. Quedó firme, helada y pálida, como si por debajo de la piel fluyera una finísima capa de hielo. Ya casi sin ropa, corrió hasta el muro de ligustro que separaba la casa de la vereda, cortó una rama, regresó, se ató un trapo —¿un pañuelo, la camiseta?— sobre el pecho a modo de soutien, tomó la rama entre los dedos simulando que fumaba, se recostó contra la madera cruda del marco y me dijo: “Juguemos a que me sacás fotos”. Quise que se cayera al pozo. Quise matarla. Todo pudo haberse consumado: mi odio era tan sólido como el cemento que nos rodeaba. En cambio, me di vuelta y me fui. La dejé sola, medio desnuda, y caminé hacia la casa contigua donde vivían mis abuelos. Pasé la tarde con ellos junto al brasero, comiendo galletitas, tomando café con leche, mirando la televisión, sintiéndome rotundamente triste. No sé qué hizo ella, si se fue, si se quedó. Tampoco sé cómo se forman las capas tectónicas de una personalidad, pero es posible que aquel día yo, que venía de un mundo donde el miedo era una fotosíntesis benigna que surgía bajo el influjo de los libros y las películas, haya sentido un miedo nuevo. Un miedo desgraciado y adulto. Miedo de no tener jamás su atrevimiento. De que me esperaran, agazapados en el futuro, días grises y anodinos. Días de brasero, de televisión, de galletitas. Ella tenía ocho años, como yo, y ahí, medio desnuda en la ventana, había movido el mundo, lo había vaciado de vulgaridad, lo había llenado de su audacia, de su malicia, de su malhumor, de su ira, de su estirpe colérica, de su linaje rabioso. Después crecí, me fui de esa casa, compré tiques muy caros para una vida intensa en la que nada supo a cenizas. Hasta que llegué a estos tiempos yermos, vulgares, de los que toda osadía parece desterrada.

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Sobre la firma

Leila Guerriero
Periodista argentina, su trabajo se publica en diversos medios de América Latina y Europa. Es autora de los libros: 'Los suicidas del fin del mundo', 'Frutos extraños', 'Una historia sencilla', 'Opus Gelber', 'Teoría de la gravedad' y 'La otra guerra', entre otros. Colabora en la Cadena SER. En EL PAÍS escribe columnas, crónicas y perfiles.

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