Marina Garcés: “El término nueva normalidad es espantoso, una parodia de nosotros mismos”
Cada vez que se acerca al aula, siente un dolor de estómago. Y asegura que se alegra de ello, pues significa que no le ha podido la rutina a la hora de enfrentarse a sus alumnos. La filósofa y profesora barcelonesa cuenta todo eso en ‘Escuela de aprendices’, un libro donde trata a fondo el mundo de la educación. Garcés fue un referente del 15-M, aunque sostiene que, teniendo en cuenta cómo está el mundo, quizás el resultado de aquellos movimientos de insurrección pueda contemplarse como un fracaso.
Marina Garcés (Barcelona, 1973) concibe la filosofía como un espacio en que no debes esperar permiso de entrada, sino aplicar el derecho de ocupación. Se inmiscuye así en varios ámbitos del pensamiento y trata de hacerlo, cada vez más, a través de un uso de la palabra transparente. Es un viaje que va depurando y al que ha llegado en su más pura expresión con su último libro, Escuela de aprendices (Galaxia Gutenberg). Trató de buscarlo antes en Ciudad Princesa, donde reivindica su pasada pertenencia al movimiento okupa, en Fuera de clase o en Filosofía inacabada. Con ellos se fue convirtiendo en referente de cierto pensamiento libertario y de las corrientes surgidas en el 15-M hasta crear una verdadera legión de seguidores. En Escuela de aprendices se desnuda, no exenta de la vergüenza que dice sentir a menudo cuando ejerce la enseñanza, pero vestida, para disimularla, con su mejor ropa: el lenguaje. Dice que le sobreviene un agudo dolor de estómago cada vez que debe entrar en el aula. Y que eso es bueno, porque así se aleja de lo convencional, de la rutina, casi como en el amor. La agitación y el cuestionamiento son su disciplina, a los que añade desde hace tres años el piano. Busca entender los mecanismos del mundo desde la raíz, pero lamenta que, según ella, “aprendemos más bien poco”. De ahí que convenga reivindicar precisamente el término de su libro: convertirnos en aprendices como forma de rebeldía.
Pregunta. ¿Qué es eso de que le duele el estómago cada vez que se acerca el momento de llegar a clase?
Respuesta. Una sensación muy física. Tanto estudiantes como profesores la podemos entender muy bien. Tiene una parte dolorosa y por eso la reivindico: con ella tratas de no normalizar el aula, ser consciente de que, cuando entras y la pisas, traspasas un límite y accedes a un espacio de convención, una escena que violenta las formas y el quiénes somos en otros espacios. Ese estómago encogido proporciona la señal. Son nervios, adrenalina…
P. ¿Miedo?
R. También, miedo a transgredir continuamente, ahí radica parte del reto. Podemos compartir ese miedo si subvertimos la forma de relacionarnos dentro, si invitamos al alumno a participar. Unos se esconden más, otros menos. El miedo se va desalojando a través de los saberes que se descubren y se comparten.
P. ¿Ese miedo tiene que ver con la prevención que a su vez implica la enseñanza como transgresión?
R. Creo que debemos explicitar cómo corremos el riesgo de convertir en rutina un espacio de miedo, como es el aula, pero también de deseo. Miedo y deseo se encuentran. Si eso se convierte en rutina y en volver para calentar la silla, me rebelo y me siento en la obligación de preguntarles: “¿Para qué venís?”. No me refiero con esto únicamente a los alumnos, también al profesorado, que muchas veces se viste con apariencia de transgresor…
P. ¿Apariencia?
R. Muchas veces. Hacemos como si propusiéramos experiencias de libertad, cuando en realidad cumplimos un pequeño margen con ciertos roles esperados.
P. ¿Le pasa eso a usted?
R. Me parecería deshonesto no cuestionar mis propias limitaciones en ese sentido. Si la gran máquina de la educación es la de la producción de gran obediencia, entre otras muchas cosas, es obvio que todos colaboramos. Si no existe una posición crítica, la actitud emancipadora pasa por desvelar juntos esas obediencias compartidas como una conciencia común para subvertirla.
P. ¿Ese miedo ha llegado al punto de plantearse no dar clase, no entrar algún día en concreto?
R. Ese miedo es recurrente, pero no, a tanto, no. He estado sin entrar dos años y los cursos telemáticos aumentaron más la situación.
P. ¿Tan largo ha sido su último dolor de estómago?
R. Ha sido un dolor no buscado, estoy deseando volver a lo presencial. Pero con la pandemia andamos todos en ese patíbulo de las clases en remoto.
P. ¿Enseñar era su vocación o lo descubrió después?
R. No me he ido nunca de las aulas. Pero tampoco me reconozco como profesora. Me considero aún estudiante.
P. ¿Profesora o ya ha alcanzado el nivel de maestra, en el sentido taurino del término?
R. El otro día me mandaron un correo en esos términos. La distinción responde a una cuestión retórica, bonita…
P. Es que es una palabra que retumba. Fuerte.
R. No he ocupado nunca un lugar estable en la docencia, quizás a ese término lo acompaña más el hecho de haber construido una obra. En la docencia soy nómada, no he dispuesto de un lugar en que cultivar mi propia escuela. Estoy de paso, siempre. Con la literatura voy encontrando esa otra forma de enseñanza más abierta.
P. ¿Qué quería ser de mayor?
R. Quería serlo todo, por eso me dediqué a la filosofía. Tenía pasiones amplias y extremas. La filosofía es una excusa para colarme en otros mundos desde el conflicto, el deseo. Soy una filósofa intrusa en todas partes.
P. ¿En la propia filosofía o en la agitación?
R. Pues, por ejemplo, con este libro sobre la educación en ese mundo, en ese entre que me interesa porque va al encuentro de lo que resta por pensar. Si te mueves en el espacio acotado de un canon, en esos bordes…
P. ¿Los que van desde una canción de Manolo García, a quien usted reivindica al principio de su libro, a Kant?
R. Exacto, sí, sí. Ahí caben muchas cosas. Es mi manera de tejer con hilos poco convencionales.
P. Pues disculpe que le haga esta pregunta muy convencional: ¿a qué colegio fue?
R. A la Escola Santa Anna. Muy pequeño, familiar, que venía de la pedagogía catalana antifranquista, heredera de la Institución Libre de Enseñanza. Un lugar que consiguió camuflarse dentro de la dictadura. Fui feliz. Además, tenía facilidad para la letra, aprendí bien. Desde la enseñanza de la lectura y la escritura hasta el final.
P. Ese acto, el aprendizaje de un alfabeto, quizás sea de las cosas más difíciles que debe abordar un niño. Pero ¿aquello supone una imposición que a la vez resulta liberadora?
R. Te das cuenta de eso, sobre todo después, como madre. En muchos casos, es un abismo. Tiene esa ambivalencia. Es donde ocurre todo, la imposición de un código lingüístico e idiomático y los márgenes y sombras que eso abre.
P. La política y la poética a la que usted alude.
R. Es la tensión entre la decisión y la creación. Son dimensiones inseparables que no siempre caminan juntas. Una genera formas de vida, las decisiones que tienes que tomar requieren a veces mucha política y muy poca poética, o viceversa. La educación es un lugar donde piensas y ensayas cómo hacer ambas compatibles. El acto de nacer es una imposición. La educación, una obligación. Partimos de esa base. Busquemos, pues, que un niño pueda aprender a utilizar la libertad que le queda.
P. ¿Ahí surgen dos seres: el rebelde y el obediente?
R. No creo que se diferencien, se van atravesando rebeliones y emancipaciones. El tejido es más complejo.
P. Usted lo soluciona con un término: acompañar. Pero en ese acompañamiento llega siempre la hora de poner nota en un examen. ¿Qué ocurre?
R. El propósito es acompañar, sí, pero con una llamada al pensamiento activo. Un compromiso con la acción. En cuanto a la nota, duele ponerlas, pero para quienes estamos en filosofía, no es la cuestión central. Salvo si cursas secundaria, que puede determinar tu vida.
P. ¿Y usted sacaba buenas notas?
R. Muy buenas, en todo. De hecho mis padres lamentaron que me dedicara a la filosofía y tirara por la borda las otras posibles salidas.
P. Rompamos el tópico: estudiar filosofía es lo que más salidas tiene. Luego resulta más fácil triunfar en cualquier ámbito porque arma en tu cabeza una manera de pensar que anticipa todo.
R. Pues sí, tiene todas las salidas. La buena educación es una buena base y la filosofía debe estar en toda base.
P. Volviendo a las notas, ¿sus hijos qué tal?
R. Muy buenas, también.
P. ¿Se cabrearía si las trajeran malas?
R. Sí, por una razón. En lo que respecta a hijos como los míos, con todas las facilidades que tienen para aprender, no tiene sentido…
P. Iba a decir que no tienen derecho.
R. Sí, eso es: no tienen derecho porque les viene dado.
P. ¿Los castigaría?
R. Yo no he sabido nunca castigar. El castigo introduce un elemento de arbitrariedad muy absurdo. ¿Qué le aporta a un adolescente que le dejes una semana sin móvil? ¿Qué tiene que ver con su deseo de estudiar? No entiendo la causa-efecto. Me interesa mucho más crear condiciones para el compromiso.
P. ¿El castigo es inherente al ser humano?
R. No parto de la posición ingenua y buenista de que no existe la dominación y el castigo. Siempre lo hay. Empezando por el patio del colegio, que es un espacio de dominación y penalización: física, estética, de modas, de lucimiento. El problema es qué hacemos con eso. ¿Podemos avergonzarnos de utilizarlo de una manera si existen otras alternativas? La vergüenza es terrible en eso.
P. ¿Ha sufrido usted mucho por vergüenza?
R. La tengo muy fuerte, muy interiorizada. La he debido superar constantemente. Esa conciencia corporal de estar siendo observada por otros la llevo siempre presente.
P. ¿Hay algo que por vergüenza no se ha atrevido a hacer y se arrepentirá por ello toda su vida?
R. Tantas cosas… Pienso que…
P. ¿Piensa que le da vergüenza decirlas?
R. La vida es eso: una vergüenza encadenada. Diría que si he hecho de la palabra un lugar de relación con el mundo es porque a través de ella he sabido hacer a la vergüenza mía y superarla. He tenido facilidad de palabra y eso me ha ayudado. Lo controlo. Ahí construyes un espacio de comparecencia. He hecho de la palabra mi elemento.
P. Bien, vale, eso queda superado. Pero ¿qué no ha podido vencer?
R. Hummm… Bueno, diría que en el terreno de los afectos, de la vida sentimental… Ser queridos, ser amados, ahí entran vergüenzas que en mi caso pueden ser más difíciles de atravesar. Pero bueno, no he escrito sobre el amor, todavía.
P. Pero sí habla de saber querer con bondad.
R. La bondad es un efecto que produce a veces extrañeza.
P. ¿Porque la maldad es lo normal?
R. No partimos de la bondad como disposición. Pero eso no quiere decir que lo demás sea maldad. Puede ser rutina o indiferencia, eso que llamamos normalidad, que no es ni buena ni mala. La maldad destruye, la bondad genera disposiciones. Nadie es bueno o malo.
P. ¿Nos hemos metido en un jardín?
R. Complicado, sí.
P. ¿Su terror máximo es que sus hijos y sus alumnos se avergüencen de usted?
R. Imagínate… Siempre está ahí eso, supone un riesgo constante. Eso de convertirnos a ojos de otros en lo que nunca hemos querido ser. De este jardín tampoco tenemos salida… Cuando son adolescentes, además, tus hijos no dan por obvio esa presencia incuestionable. Y ese extrañamiento que reivindico es fundamental. Aprendemos en eso, en lo extraño. Un día tu hijo o tu hija te tiene que llegar a ver como un extraño, eso es un rasgo de emancipación. Si no, has fracasado en la educación.
P. Ahora que sus hijos son adolescentes, ¿ha puesto en cuestión su pasado libertario?
R. No es un pasado, es una condición.
P. ¿Cómo se enseña?
R. Le acabo de regalar a un amigo un libro de los años treinta que se titula La anarquía explicada a los niños. Hay juegos y unas consignas. Estas son: ama, apoya, crea, copia lo bello, cultiva, trabaja… Invitaciones al compromiso, a la creación. No hablo del haz lo que quieras, que es simplemente libertarismo individualista.
P. Sí, maravilloso. Pero ando un poco confuso con lo siguiente. Desde la izquierda ha surgido la necesidad de reconceptualizarlo todo. También desde la derecha. Y ahora nos encontramos con que Trump… ¡es un anarco! ¿Entiende algo?
R. Existe un embrutecimiento en ese sentido, al etiquetar se produce un ejercicio de la confusión constante precisamente vestido de análisis, de relato, cuando es todo lo contrario. Mi trabajo trata de discernir constantemente, aclarar. Encender luz. La filosofía implica desprenderse de un aparataje pesado en conceptos.
P. ¿Y esos conceptos generan prejuicios?
R. Voy en mi último libro a la alianza de los aprendices. Busco que esos códigos y conceptos no nos delimiten, ni nos organicen en mundos extraños que son prisiones. Y estamos en un mundo de burbujas que los generan, que tienen esa lógica del extremo entendido no como radicalidad, que así lo defiendo, sino como exclusión. Son burbujas, fragmentos, de ahí viene la polarización.
P. En su concepto de aprendiz incluye usted aprender a tocar el piano. A su edad…
R. Eso, para pasar más vergüenza si cabe… Es que fue una experiencia radical en ese sentido. Movida por un ánimo de transgresión personal. Para explorar mis propios límites, como aprender a andar o leer. No llegaré a tocar a Chopin, pero sí algo tan básico como abrir una mano y poner tus dimensiones a ese servicio. Fue una pulsión, un deseo que me entró hace tres años. La cuestión era aprender con alguien y ahí sí que se pasa mucha vergüenza. Te lleva a una desnudez ante algo muy artificial —que no artificioso— como la música. Un nuevo alfabeto y su posible fonética. Y eso me encanta. Solo entender eso aunque no lo llegues a dominar, me vale. En todo pienso que deberíamos ir a buscarlo. Eso es la educación.
P. ¿Entenderemos lo que ha significado la pandemia? ¿Algo al menos?
R. Parto de la base de que entendemos muy pocas cosas. Existe un miedo al vacío. Ese término de la nueva normalidad es espantoso, como una parodia de nosotros mismos. La nostalgia de querer volver a un punto de partida cuando sabemos que no. Correremos a recubrir lo que salga de aquí con lo que sea. Han quedado muchas víctimas por el camino: aparte de los muertos, víctimas sociales, económicas, con daños psicológicos. Tendremos que hacernos cargo de todo esto. La cuestión es saber si lo resolveremos con una simple cuenta de resultados o de otra manera. Si lo convertimos en una situación común, aunque lo vivamos aislados, valdrá. Si logramos integrar esa paradoja, la de una experiencia colectiva y solitaria a la vez y aprender algo, valdrá.
P. ¿No tendrá nostalgia de la antigua normalidad?
R. No, yo no. No era un mundo más seguro. Es el mundo que ha conducido a esto. El de ayer no es otro mundo, es el mismo con diferentes efectos no separado de la crisis ambiental, de la escasez de recursos, de la desigualdad.
P. Fueron asuntos que abordó a fondo el 15-M, del que se han cumplido 10 años, y del que usted se convirtió en uno de sus referentes. ¿Aquello fracasó o abrió puertas?
R. Para mí, el 15-M fue un punto de inflexión en el que se cruzaron tres dimensiones: la visión de la crisis económica como una estafa, la impugnación de la democracia formal y la defensa de lo común. Si contemplamos las insurrecciones de 2011 y miramos cómo está el mundo hoy, podemos hablar de derrota o de fracaso de cada una de ellas en muchos aspectos. Pero si pensamos que no hemos resuelto ninguna de estas crisis ni de las que han venido después, pienso que en el 15-M encontramos aún el repertorio de muchas de las referencias teóricas y prácticas que necesitamos hoy.
P. ¿Cómo aplicarlas a algo como el debate sobre los indultos en Cataluña? ¿Por qué la búsqueda del perdón genera más rencor que comprensión?
R. Con los indultos pasan dos cosas terribles: por un lado, ver cómo se activa la cultura de la venganza y el castigo. Por otro, que para mí aún es peor, ver que esta cultura sirve políticamente a los partidos más importantes del arco parlamentario español. Esta situación no necesita de una respuesta moral, sino de una salida política. Y se está usando el moralismo para no tener que abordarla.
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