_
_
_
_

La tribu “de los pies alados” contra la violencia del narco

La mexicana Sofía Mariscal trabaja en pro de los derechos de la comunidad rarámuri, asolada por la violencia del narco. Acaba de inaugurar en Madrid su espacio Arewá, donde pone en valor la artesanía indígena.

Sofía Mariscal, en el colmado Arewá en la Casa de México en Madrid.
Sofía Mariscal, en el colmado Arewá en la Casa de México en Madrid.Bego Solís
Miguel Ángel García Vega

En América Latina existen pocas geografías tan inhabitables y peligrosas. Algunas de sus barrancas son más profundas que las del Gran Cañón (Arizona). En la Sierra Madre Occidental, los cárteles de Ciudad Juárez y Sinaloa se disputan el suelo. La batalla no crece únicamente en las amapolas de opio. También alcanza a la tala ilegal de pinos, encinas, álamos, fresnos, robles, madroños. Caminamos las quebradas mesetas del estado mexicano de Chihuahua. El gran productor de celulosa del país. “Los cárteles están involucrados en este sucio negocio y el Gobierno no hace nada”, denuncia la etnóloga mexicana Sabina Aguilera en una entrevista por videollamada. El narco, las sequías y las hambrunas están expulsando al pueblo tarahumara o rarámuri —un término que significa: “los de los pies alados”, porque pueden correr 270 kilómetros sin descansar y vestidos con su ropa indígena— de su Sierra ancestral. Están esquilmando su cultura, su sustento, su historia; su vida. Cada vez poseen menos. Los inversores les arrebatan sus tierras ya que carecen de títulos de propiedad. “Solo” tienen los que otorga contemplar amanecer esos horizontes durante cientos de años. El periódico The New York Times contaba cómo algunos hombres rarámuris eran engañados para subir a autobuses bajo la farsa de trabajar en la construcción. Otro expolio. Los narcos los conducían a campos de marihuana y opio dejando a sus familias preocupadas por su seguridad y, en ocasiones, sin una fuente de ingresos.

Sofía Mariscal (Chihuahua, México, 1984) tiene unos ojos azules igual que turmalinas mayas. Hace dos años, su padre, Rodolfo, artista, le reveló que su tatarabuela era rarámuri. Y de repente, el día. Todo encajaba. Su “obsesión” por esta etnia y su huida durante un año a la Sierra Tarahumara cuando tenía 18 años con un “proyecto de atención a mujeres y niños, que fuera una alternativa al narcotráfico”. Duró hasta que el peligro se volvió extremo. “Recuerdo haber regresado a mi vida de privilegio y sentirme culpable. Recuerdo no querer comprarme ropa, no querer vivir. Es un shock comprender esas diferencias sociales; te cambian”, admite. O la muerte violenta, nunca aclarada, en 2019, de Enrique Servín, intelectual, amigo íntimo de su familia, una de las primeras personas que tradujeron el español al rarámuri.

Productos de artesanía del colmado Arewá.
Productos de artesanía del colmado Arewá.Bego Solís

Pero pocas vidas las congela el dolor. Continúan. Se graduó en el Colmex (una institución creada por exiliados españoles republicanos), estudió arte en la Universidad de Bolonia (Italia) y en el Instituto Christie’s de Nueva York. “¡Quería vivir la ciudad!”, exclama. A su vuelta creó la Fundación Marso (Mariscal-Sofía) en el barrio de Roma de México DF, que durante 2011 transformó en galería. Le costó. “Iba a ocho o diez ferias anuales. En algunas, vendía todo; en otras, nada. Sentía que mi felicidad viajaba ajena a cuadrar cuentas en un banco”, reflexiona. Cerró la galería hace un par de años. Aunque mantiene la Fundación Marso. Quizá porque la sangre tarahumara es seminómada viajó a España, se casó con un empresario y hoy comparten una hija, Pía, de dos años y medio. Lleva su nombre tatuado en la muñeca derecha.

Estos días, hay otros nombres que ocupan su memoria y su deseo. Está escrito en la fachada de la Casa de México en España. Arewá. Es una palabra tarahumara que carece de traducción precisa al español. Quizá lo más próximo sea ese lugar donde se desgajan el espíritu y el alma. Un colmado, un espacio, algo parecido a los abarrotes. Su propósito es recuperar el textil rarámuri. Un acto de resistencia respaldado por la Fundación Marso. Igualar la artesanía al “alto diseño” y ofrecerles un medio de vida. “Indígena no quiere decir pobre. No quiere decir ignorante. Indígena quiere decir que pertenece a esa tierra y a ese idioma”, desgrana Sofía. Significa proteger. Solo ha encontrado (en una etnia de 120.000 personas) a unas diez mujeres que aún sepan tejer tapetes o las fajas; una cosmogonía íntima. “Son distintas en cada comunidad, son símbolos de identidad. Una forma de estructurar el Universo. Un conocimiento transmitido, casi en secreto, de madres a hijas”, detalla Sabina Aguilera.

Esta tradición habita en Arewá. El 30% de los ingresos por la venta de estas piezas van a las tejedoras. Unas 300 familias se benefician de este comercio igualitario. El respeto —en unas barrancas donde las temperaturas caen hasta los -22Cº— resulta, sin duda, la cobija de los pobres. En septiembre esas grandes (150 x 200 cm) prendas de lana estarán en el espacio. El término español más cercano a la idea de cobija tarahumara es “placenta”. Con ella nacen, con ella se protegen del clima extremo y con ella se entierran. El sudario mortuorio: el incesante retorno. La Fundación junto con la asociación española Campo Adentro tienen en marcha un programa de reintroducción de ovejas en la Sierra para que las mujeres dispongan de lana con la que tejer. Porque esas tierras, sin abono orgánico, son tan desérticas como las veredas de Comala de Juan Rulfo.

Sofía Mariscal en Arewá con su compañero Karol Muñozcano.
Sofía Mariscal en Arewá con su compañero Karol Muñozcano.Bego Solís

Sin embargo, a la tradición tarahumara le da una voz nueva una generación de diseñadores jóvenes que reinterpretan el legado textil de sus patrones. Mestiz (Daniel Valero), txt.ure, Lanza Atelier. También cuelga, en los abarrotes de Arawá, ropa de Carla Fernández. Hasta el MoMA ha llevado su reivindicación de los tejidos indígenas. Y los muebles de Oscar Hagerman (La Coruña, 1936), quizá el arquitecto social más importante de México. Modesto. Eligió una silla porque sintió que esa era la forma más sencilla de arquitectura. “Escogió ser parte de los más pobres entre los pobres. Prefirió trabajar con campesinos y carpinteros que hacían ataúdes por unos cuantos centavos. Hagerman les regaló el diseño de su silla. Los presos de la cárcel de Tenango del Valle fabricaron el asiento con hojas de palma entrelazadas. La silla se abarató aún más. Se vendía en todas partes: en las aceras, los mercados, al costado de la calle e incluso de la carretera. Cientos de miles de estas sillas se instalaron en los hogares mexicanos”, cuenta Elena Poniatowska, escritora y Premio Cervantes 2013. “La gente de Chiapas, Puebla, Jalisco, Oaxaca y Guerrero (…) es la tierra de su tierra, la madera de su árbol de vida, el agua salada de sus lágrimas, la blancura de su sonrisa”.

Esta es la cosmogonía primigenia de Arewá: el espacio rarámuri. Hay más. Unas 600 piezas de las culturas maya, purépecha de Michoacán, zapoteca, mixteca, entre otras. También existe lugar para el utilitario mexicano. Veladoras de brujería de Sonora, prensas para las tortillas, vasos de tequila. Piezas de entre dos a 7.000 euros. Todas bajo la arquitectura de la transparencia de precios. “El colmado funcionará cómo una galería. Todo se moverá alrededor de una idea o un concepto. “Cada cuatro meses cambiaremos la exposición y las piezas. En septiembre, confirma, traeremos algunas de las cobijas tarahumaras, que tardan meses en tejerse”, avanza Sofía Mariscal. Pero antes de empezar, el colmado, de unos 60 metros cuadrados, se ha quedado pequeño. Sofía ha alquilado otro espacio en el barrio de Justicia de Madrid que será un paraje de diálogo. Intervendrá el discurso de Hagerman, se proyectarán documentales de la resistencia indígena, habrá conferencias, encuentros (al igual que en Arewá) sobre cómo frente al ritmo despiadado de las grandes urbes se puede absorber el tránsito bendito y lento de los campesinos. Recuperar la narrativa. Porque su lengua ha perdido casi 1.000 palabras en unos pocos años.

En la ciudad de Chihuahua —donde existen unos 35 asentamientos rarámuris en las áreas marginales— los profetas escriben sus salmos con grafitis sobre muros de hormigón cuarteados y la sabiduría se transmite por la Palabra del rap: “Quieren llevárselo todo/ Dejar mi tierra sin nada/ Mi familia sufre hambre/ Mi bosque sufre la tala/ Porque no entienden lo que siento/ En este bosque de concreto/ Busco un futuro de provecho/ Pero extraño mis cimientos”. Versos de insurrección del grupo Raprámuri. Plegarias actuales dirigidas a sus antepasados y al Gobierno. Escuchemos.

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites
_

Sobre la firma

Miguel Ángel García Vega
Lleva unos 25 años escribiendo en EL PAÍS, actualmente para Cultura, Negocios, El País Semanal, Retina, Suplementos Especiales e Ideas. Sus textos han sido republicados por La Nación (Argentina), La Tercera (Chile) o Le Monde (Francia). Ha recibido, entre otros, los premios AECOC, Accenture, Antonio Moreno Espejo (CNMV) y Ciudad de Badajoz.

Más información

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_