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la zona fantasma
Columna
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Serán nostalgias

Don Ramón Menéndez Pidal, gran sabio, esperaba con curiosidad su fin, convencido de que conocería por fin al Cid

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Javier Marías

Esta página es a menudo muy crítica, pero procuro que no sea deprimente, aunque a veces salga melancólica. Por si acaso, aviso a los lectores que deseen ahuyentar todo pensamiento triste: hoy no la lean.

Salvo los jóvenes o los muy descerebrados, entre los que incluyo a los negacionistas de la pandemia, ésta nos ha obligado, a la mayoría, a temer más y a considerar la muerte algo real, en contra de las tentativas habituales de nuestra época. Quien más quien menos ha sufrido fallecimientos o enfermedad en su círculo. Desde que apareció este virus, yo he lamentado las pérdidas del novelista Javier Fernández de Castro, de mi sabio compañero de la Academia Gregorio Salvador, del monje e historiador Hilari Raguer, del hispanista Ian Michael, del experto en ejércitos napoleónicos y viajes Ian Robertson, del antiguo Rey de Redonda Jon Wynne-Tyson, del ensayista inteligente Enrique Lynch, del editor Manolo Arroyo, del músico Luis Eduardo Aute, del geólogo Carlos Martínez Terroba de mi familia, del marido de mi exportera Juliana, Alejandro, y de mis corresponsales ocasionales George Steiner y Marc Fumaroli. Me doy cuenta de que seis de ellos habían cumplido 90 años, y dos 80, y de que casi ninguno ha muerto de coronavirus, o eso creo. Ya lo dije una vez: parece que esta plaga haya acelerado otras dolencias.

Sea como sea, se ha hecho inevitable contar con eso que hasta evitamos nombrar con frecuencia, y uno se pregunta qué hacer al respecto. Bueno, nada puede hacerse. Más bien cómo pensarlo o encararlo. Y aquí hay que reconocer que los hombres y mujeres de tantos siglos pasados lo tuvieron un poco más fácil, cuando era casi universal creencia (al menos en Occidente) que nos aguardaba el más allá con su premio o “cielo” o su castigo o “infierno”, o como mínimo “purgatorio”. Sin olvidarnos del lugar más apetecible, ameno y vedado, el “limbo”, hoy “abolido”, donde se suponía que se hallarían los niños sin bautizar y la gente precristiana, es decir, Aristóteles, Platón, Sófocles, Ovidio, Propercio, Marco Aurelio y otros emperadores romanos, en verdad un sitio divertido e instructivo. Esa creencia, junto con la de la inmortalidad del alma y la resurrección del cuerpo, sin duda ayudaba no poco. No es que ahora no haya personas con su fe intacta en esas cosas, pero no son muchas y su número decrece, me temo: es arduo creer lo que los tiempos apenas creen. Recuerdo haberle oído a mi padre, que lo trató mucho, que Don Ramón Menéndez Pidal, quien alcanzó la edad de 99, no solo estaba “conforme” con el término de su vida, sino que lo esperaba con ciertas curiosidad e impaciencia, convencido —o eso decía— de que por fin iba a conocer a Rodrigo Díaz de Vivar, El Cid, a cuyo Cantar había dedicado décadas de investigación y estudio, y a preguntarle. Don Ramón no era hombre elemental; al contrario, era un gran sabio, y sin embargo creía o quería creer en ese futuro para él dichoso, que le llegó en 1968.

Por desgracia, soy más escéptico, y lo más que consigo es pensar que en su momento pasaré a ser, sencillamente, “pasado”, y que compartiré “dimensión” con cuantos he querido y admiro. Estaré en la misma “esfera” que millones de personas desconocidas, y que Montaigne y Shakespeare y Cervantes, Marilyn Monroe y Elvis Presley; y que mis padres y mi hermano Julianín y Benet y Aliocha Coll, al que añoro 30 años después de su suicidio. Claro que no se me escapa que en esa “dimensión” también están Hitler, Stalin, Mao y los jemeres rojos, los más grandes asesinos de la historia, y otros no comparables pero que mataron lo suyo, como Franco y Mussolini y Lenin. Por lo tanto, me percato de que el concepto de mero “pasado” palidece al lado del prometido “cielo” de antaño, donde uno podría conversar, tal vez, con Proust y Faulkner y Conrad, con Velázquez y Madame du Deffand y Sterne, con Monteverdi y Schubert y Bach. Y hasta acaso con Luis XIV y Napoleón y Enrique VIII, curiosos de conocer a buen seguro.

¿Qué queda, pues? No sé. En estos 13 meses de amenaza continua, ánimo menguante y noticias tristes, de políticos desalmados para los que la vida o la muerte de los demás nada importan (y verlos exhibirlo a diario mina y ensombrece aún más el ánimo), solo se me ha ocurrido esto: durante siglos y siglos no existimos, antes de nuestro nacimiento. Ni pensamos ni sentimos ni quisimos ni padecimos, no hubo nada. Y a ninguno se nos ocurre lamentarnos de no haber estado con anterioridad en el mundo, o de habernos “perdido” tiempos y acontecimientos apasionantes, bien es verdad que plagados todos de sufrimiento. ¿Por qué habríamos de lamentarnos de volver a aquel estado previo? Si estuvimos larguísimo tiempo entre lo “preexistente”, ¿por qué nos rebelamos y angustiamos tanto ante la entrada en lo “post-existente”? Ya, sí, la respuesta es fácil: de lo primero no guardamos memoria, de lo segundo sí. Es más, consistimos en eso en gran medida, en tanto que sujetos existentes. No es comparable desconocer la vida antes de su comienzo que abandonarla con pleno conocimiento y despedirnos con la consiguiente nostalgia, por bien o mal que nos haya ido. Quizá sea eso contra lo que nos toca luchar: anticipada nostalgia, que después ya no tendremos.

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