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El prolongado limbo del Limbo

Javier Marías

Hace más de seis meses leí una preocupante noticia de cuyo asunto, si no me equivoco, no se ha vuelto a saber. Un año antes de morir, el Papa Wojtyla convocó a una treintena de prestigiosos teólogos para "estudiar la suerte de los muertos sin bautismo" y revisar, por tanto, el interesante concepto del Limbo. Más adelante, una Comisión Teológica Internacional se reunió en Roma, a puerta cerrada, bajo la presidencia del Cardenal Lavada, sucesor de Ratzinger como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe (más o menos la antigua Inquisición), a fin de debatir, entre otros, el problema del Limbo, al que Benedicto post-Ratzinger se inclinaba por restar importancia e incluso por "cerrarlo", y "confiar a la misericordia de Dios" el destino de sus moradores. Lo cual, desde mi punto de vista, equivale a lavarse las manos y además es mucho confiar, dado que Dios suele ser tan inescrutable como impredecible y supongo que tendrá sus días de mejor o peor humor. Ya en 1984, según la noticia redactada por el admirable Enric González, Ratzinger se había mostrado despectivo con el Limbo y había declarado: "El Limbo no es más que una hipótesis teológica, una tesis secundaria al servicio de una verdad absolutamente primaria para la fe y la salvación: la importancia del bautismo".

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Tanta importancia se le dio tradicionalmente, en efecto, que San Fulgencio, discípulo de San Agustín, no quiso ni oír hablar de soluciones intermedias, ni de "bordes" ni de "orlas", que es lo que significa en latín la palabra limbus: ha de creerse como verdad indudable, afirmó, que "no sólo los hombres con uso de razón, sino los niños que sin bautizar mueran, sea en el vientre de la madre o después del nacimiento, quedan condenados al infinito castigo del fuego eterno". La cuestión se abordó en varios concilios, entre ellos el segundo de Lyon, en 1274, el de Florencia, en 1439, y el de Trento, entre 1545 y 1563. En este último fue llamativa la disparidad de opiniones sobre las características del Limbo, pues así como los dominicos sostenían que el limbus infantum era una oscura cámara subterránea sin llamas, los franciscanos lo situaban en una región luminosa por encima de la tierra. La diferencia no es nimia, considerando que los allí recluidos lo estaban a perpetuidad, es decir, a eternidad.

En cuanto al Limbus Patrum o de los Patriarcas o Padres, la cosa tampoco estuvo nunca muy clara. A ese limbo (parece que no del todo separado del de los niños) iban a parar los justos, u hombres buenos que, al haber cruzado el mundo antes que Cristo y no haber sido bautizados por tanto, no podían ganarse el Cielo pero tampoco se merecían los sufrimientos del Infierno. Dado que a este limbo también se lo ha conocido como Sinus Abrahae (Seno de Abrahán), es de suponer que allí vegetaban el propio Abrahán y Noé y Moisés, y Jacob e Isaac y acaso Salomón y David, aunque los dos últimos pecaron bastante. Pero también es probable que allí habitara gente mucho más atractiva: quizá Aristóteles y Platón, quizá Homero y Confucio y Buda, por no mencionar a una multitud de romanos paganos de enorme interés. El lugar, en suma, se presentaba como bastante apacible y provechoso: por un lado, niños pequeños; por otro -pues asimismo estaban allí, aunque la corrección política tienda hoy a omitir el dato-, idiotas, cretinos, irresponsables y similares, imagino que del género inofensivo; por último, hombres y mujeres bondadosos, y seguramente inteligentes, anteriores a Cristo o bien de otras religiones. Algunos teólogos, sin embargo, han asegurado que el tercer grupo ya fue sacado de su antigua morada y llevado al Cielo cuando Jesús descendió tras su muerte al Infierno, y que después de esta visita el Limbus Patrum habría quedado sin inquilinos y clausurado. Otros, en cambio, no ponen la mano en el fuego al respecto, así que hasta hace seis meses el Limbo podía estar lleno de personas severas (Moisés y los suyos), pero asimismo de filósofos y artistas (Homero y los suyos).

Fuera como fuese, no parecía un mal lugar, y creo que si me preocupo por su ahora azaroso destino es porque en una de mis novelas, al imaginar el horrendo guirigay del famoso Juicio Final, con la humanidad entera relatando miserias y atrocidades y cada individuo su caso particular, echándose las culpas unos a otros y buscando disparatadas excusas y atenuantes, me figuré que sería el Limbo el único sitio al que el Juez podría retirarse de vez en cuando a descansar del griterío, a sacudirse el hastío, la pena y el asco, y quizá a tomarse unas copitas y fumarse una cachimba con las que reponer ánimo y fuerzas antes de volver a la sala, atrio, parque o lo que quiera que tenga para celebrarlo. No sé: que pueda privarse a la deidad y a sus séquitos de un lugar inocente, plácido y probablemente ilustrado, resulta algo mezquino por parte de Lavada y Ratzinger y sus teólogos. No quisiera inmiscuirme, pero yo me lo pensaría dos veces antes de echarle el cierre. La única duda que me cabe respecto a sus virtudes es que, si allí iban también los idiotas y cretinos, no sería imposible que en los últimos años se hubiera producido una saturación u overbooking de ellos, y que el pobre Limbo se estuviera convirtiendo en algo quizá no peor, pero sí más pelmazo que el propio Infierno.

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