La trampa de las grandes expectativas
La pandemia ha actualizado lo evidente: cuanto más alto pongamos el listón de lo esperado y lo deseado, más posibilidades habrá de que un revés nos desestabilice
Nuestro cerebro se lleva muy mal con la incertidumbre. Estamos programados para la supervivencia, pero no sabemos movernos bien en entornos donde no está claro qué va a suceder. Para reducir la sensación incómoda que genera la falta de certeza creamos expectativas. Ese es el motivo por el que confiamos en que la comida que hemos comprado tenga el mismo sabor que la última vez, en que nuestro amigo sea sincero cuando nos cuenta algo o en que las vacunas lleguen pronto para librarnos de esta pandemia. Sin embargo, movernos basándonos en las expectativas no siempre nos ayuda a sentirnos mejor con nosotros mismos.
El mundo de las expectativas nos condiciona más de lo que nos imaginamos. Influyen en nuestro aprendizaje y en cómo tratamos a quienes nos rodean, y pueden ser el motivo de muchas de nuestras frustraciones. Si, por ejemplo, nos hablan maravillas de una película y al verla no nos parece tan buena, es posible que nos sintamos decepcionados. Si esperamos que nuestra pareja prepare una cena maravillosa y nos sorprende con algo sencillo, puede que nos molestemos simplemente por la idea que teníamos preconcebida. Popularmente se dice que las expectativas son resentimientos premeditados porque, si la realidad no se ajusta al corsé de lo que habíamos pensado, nos genera frustración.
Este mecanismo inconsciente se estudia en el marketing de las empresas. Tanto es así que se llega a reconocer en los clientes que la satisfacción es el resultado de la percepción menos la expectativa. Cuanto mayor sea la expectativa, más alto tendremos que elevar el listón de las experiencias o de las relaciones para quedar satisfechos. Funcionamos así inconscientemente, pero tenemos la opción de actuar sobre nuestra manera de pensar para que juegue a nuestro favor. Máxime en momentos tan complejos como los actuales. Veamos cómo conseguirlo.
Primero necesitamos confiar, pero sin expectativas concretas. Sabemos que la pandemia va a pasar. No hay nada que dure eternamente. El problema es que no sabemos cuándo se logrará inmunizar a toda la población con la vacuna ni si la vida volverá a ser como era. Ni siquiera sabemos si nos amenazarán nuevas mutaciones del virus. Si depositamos toda la esperanza en una fecha y, por cualquier motivo, no se consigue el objetivo, caeremos en la frustración.
Algo así sucedió en la II Guerra Mundial, explica Viktor Frankl en su maravilloso libro El hombre en busca de sentido. Los prisioneros de Auschwitz se animaron antes de las Navidades de 1944 porque creían que iban a ser liberados. Sin embargo, cuando pasó esa fecha y advirtieron que el vaticinio no se cumplía, muchos enfermaron y murieron. La liberación se produjo pocas semanas después. Si nos aplicamos esta experiencia, tenemos que confiar en que el final de la pandemia sucederá tarde o temprano. Vamos a ser vacunados, pero es mucho mejor no obsesionarse con una fecha ni depositar nuestra felicidad en ese momento. La confianza es diferente a la expectativa. La primera es más abierta e inspiradora, mientras que la segunda resulta más específica y concreta, por lo que genera más frustración, ya que no depende de nosotros.
En segundo lugar, tenemos que ser conscientes de que el mejor antídoto para evitar la frustración es sustituir el listón que impone una expectativa por el agradecimiento. Agradezcamos la cena que nos han preparado olvidándonos de si era o no lo que estábamos esperando. Demos las gracias por los pequeños detalles que nos ofrece el día a día sin esperar a recuperar nuestra felicidad cuando estemos todos vacunados. Vivir sin tantas expectativas hace que todo sea más fácil. De esa manera valoraremos lo que nos sucede sin estar influidos por un pensamiento previo. Este ejercicio no significa anular nuestros sueños o anhelos, que pueden actuar como un faro en nuestras decisiones. Lo que no podemos es relacionar nuestra felicidad con que sucedan ciertas cosas que no dependen de nosotros. Si soltamos esa carga, podremos transitar la pandemia de un modo más amable. —eps
Cuidado con el pensamiento mágico
Jean Piaget, uno de los grandes estudiosos en el desarrollo de la inteligencia, sostenía que los niños confunden su mundo interior con el exterior. Es decir, a veces creen que con sus pensamientos pueden hacer que las cosas sucedan. Por ejemplo, si estoy muy enfadado con mi hermano, mi pensamiento puede hacer que él se tropiece. Piaget lo denominó pensamiento mágico; es decir, creer que por desear algo, esto va a suceder. Este tipo de pensamiento desaparece cuando el niño cumple siete años, según este autor. Sin embargo, parece que no siempre es así y que de adultos, aunque estemos sanos, caemos en la creencia de que el mero deseo conduce a que ocurran las cosas.
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