Un recorrido por la Valencia en la que vivió Joaquín antes de ser Sorolla
Muchos de los cuadros del pintor son luminosas postales, con sus sombras, que muestran al mundo su ciudad natal, su gente y escenas cotidianas del campo y del mar valencianos
En las tiendas de recuerdos de Valencia se puede comprar la imagen de un retrato de Frida Kahlo estampada en una camiseta o en un imán, pero la de Joaquín Sorolla no. Tampoco casi nadie fotografía la placa de cerámica que colocó la falla Lope de Vega en la fachada del edificio en el que nació el 27 de febrero de 1863, en el número 8 de la calle de las Mantas (antes calle Nueva). Un lugar por el que pasan de largo grupos de turistas guiados por personas que portan palos con banderas, incluso este año que se celebra el centenario de la muerte del artista valenciano. Efeméride para la que se han escrito libros, por ejemplo Cómo cambiar tu vida con Sorolla (Lumen), del periodista y escritor César Suárez, y Sorolla en 30 claves (Larousse), del profesor universitario Federico García Serrano. También se han organizado exposiciones, como la del Palacio Real de Madrid, Sorolla a través de la luz, abierta hasta el 30 de junio; Sorolla. Orígenes, en el Museo de Bellas Artes de Valencia abierta hasta el 11 de junio; y Sorolla, una nueva dimensión, que se puede ver hasta finales de julio en La Marina de Valencia, por citar tres. De manera permanente y escondidas en la Casa Museo Benlliure de la ciudad, muy cerca de las Torres de Serranos, hay cuatro cuadros pequeños de Sorolla, de los que destacan dos: Retrato de Peppino y Marina.
María Hernández-Reinoso, alma mater de MHR, empresa que, entre otros, organiza un recorrido cultural guiado que contextualiza a Sorolla en Valencia, sí que para a sus grupos delante de esa placa honorífica que hace memoria de este lugar que parece más desconocido que emblemático y que hoy alberga apartamentos turísticos. Un enclave en el barrio del Carmen, muy próximo a la plaza del Mercado, a la Lonja de la Seda y a la tienda de tejidos que, por aquel entonces, regentaban los padres del niño Joaquín. Progenitores que fallecieron cuando apenas tenía dos años por culpa de una epidemia de cólera que asoló la ciudad después de llenarse de lodo tras una inundación al desbordarse el Turia. Río que en 1957 provocó una riada, algo que desembocó en su desvío al sur de la ciudad, convirtiendo el antiguo cauce en un corredor verde de nueve kilómetros de largo.
Al quedarse huérfanos, él y su hermana Concepción se fueron a vivir con sus tíos maternos, que no tenían hijos y que les adoptaron, a la calle Don Juan de Austria, cerca del Teatro Apolo. Una zona por la que pasaba un brazo del Turia y que la guía María al describirla cómo era uno se imagina un barrio de pescadores fluviales, donde calafates y vendedores de aparejos ofrecían sus servicios a los pescadores. Un barrio atravesado por la calle de las Barcas, hoy calle del Pintor Sorolla, en la que se encontraba la Escuela de Artesanos, a la que fue el joven Joaquín para iniciar sus estudios de Dibujo y Pintura. Antes y durante su formación en dicha escuela, su tío, que era cerrajero, le enseñó el oficio. Mientras todo eso sucedía, Sorolla descubrió el Grao, el Turia, las huertas a la altura del puente del Mar, la Albufera y las arenosas playas del Cabañal y la Malvarrosa. Lugares que le inspiraron para pintar al aire libre el reflejo de la luz del Mediterráneo en ellos, así como en los cuerpos desnudos y mojados, y con los que cartografió su emocional mapa geográfico de Valencia.
De la Escuela de Artesanos pasó a la Real Academia de Bellas Artes, donde estudió entre 1878 y 1881. Aquí se conservan sus boletines de notas y numerosos bosquejos, y aquí conoció a Juan Antonio García, quien le invitó a conocer el estudio de fotografía que su padre tenía muy cerca de la triangular plaza del Ayuntamiento, actual sede de Hacienda. En dicho estudio acabó coloreando fotografías y conociendo a la otra hija del propietario, Clotilde, la que sería su mujer y mucho más. Si el pintor se bautizó en la iglesia de Santa Catalina, junto a un edificio estrechísimo (más grande por fuera que por dentro), la pareja se casó en 1888 en la iglesia de San Martín. Antes de aquello coloreó fotografías y pintó en el terrado del edificio en el que estaba el estudio de su futuro suegro. A la hora de pintar se valió de la composición y los enfoques fotográficos.
Todavía formándose, recibió de la Sociedad Recreativa El Iris una medalla de plata por su pintura Moro acechando la ocasión de su venganza. A partir de ese momento tomó conciencia de que podía vivir de ser pintor. Tenía 17 años. Con 20 se le otorgó una medalla en la Exposición Nacional de Bellas Artes por su cuadro Dos de mayo; lienzo que pintó en la plaza de Toros de Valencia y para el que quemó pólvora para envolver en humo a los modelos. Con 21 años obtuvo una beca de la Diputación de Valencia para irse a Roma por El grito del palleter o El palleter declarando la guerra a Napoleón, en el que se aprecian los escalones de la Lonja de la Seda, en la plaza del Mercado. Este cuadro se puede ver en el Saló Daurat del Palau de la Generalitat Valenciana, previa visita concertada. Esos logros los obtuvo pintando temas históricos y no el reflejo de la luz del Mediterráneo, que era en lo único que pensaba. Reconocimientos en forma de una medalla y un pensionado que le alejaron de su ciudad natal, en la que ya no volvió a vivir pero a la que regresó siempre que pudo para pintar su cuadro, que era la playa de Valencia. Algo que hizo con una paleta de blancos tan rica como el vocabulario que manejan los Inuits para referirse a ese mismo color, y con el que casi pintó toda esa obra que lleva por nombre Madre.
Pintó al aire libre, donde transcurría la acción y donde la luz reflejada subrayaba el relieve y encendía el mar. Pintó escenas costumbristas luminosas, carnales y eróticas, también otras que llevan por nombre el dolor que retratan de manera sutil. Sus cuadros no son denuncias sociales, pero invitan a la reflexión cuando uno los contempla. Ahí están, por citar unos pocos, Encajonando pasas, ¡Aún dicen que el pescado es caro!, Otra Margarita, Trata de blancas y Triste herencia. En este último, Sorolla pintó a un grupo de niños en el que había ciegos, enfermos de sífilis, tullidos y leprosos, acompañados de un religioso, en la orilla de la playa del Cabañal. Un cuadro ambiguo en el que su belleza no impide que se nos atragante la imagen que refleja y que se puede ver cada vez que la Fundación Bancaja le dedica una retrospectiva al pintor valenciano.
El Cabañal y la Malvarrosa son dos antiguos poblados de pescadores en los que se conservan las casas de colores de estilo modernista popular y que dan nombre a las que se han convertido en las playas urbanas de Valencia. Una zona que honra al pintor con un monumento en la plaza de la Armada Española y con la Brasserie Sorolla, en el hotel balneario Las Arenas y presidida por un cuadro suyo, La señora. Cuando el artista las convirtió en su cuadro, aquellas playas quedaban lejos, y hasta allí transportaba y montaba —con ayuda— su tenderete sobre la arena. En la misma clavaba y anclaba su caballete, se rodeaba de telas para protegerse del viento y se cubría con una sombrilla o un sombrero del sol. El campamento se completaba con los útiles de pintura: unas cajitas portátiles con los tubos de colores; a lo que había que añadir los pocillos de limpiar los pinceles, los pinceles largos para pintar a distancia, unas tablillas por si le hacía falta registrar una impresión rápida o nota de color y una silla de enea. Material que guardaba en la Casa del Bous, donde se refugiaban los bueyes. Poco a poco, los bueyes que tiraban de las barcas para sacarlas del agua cambiaron por veraneantes que iban a darse baños en las playas del Cabañal y la Malvarrosa, donde se construyeron casas cerca del mar. Veraneantes que, más tarde, también se fueron a Jávea, lugar que antes descubrió, disfrutó y pintó Joaquín Sorolla. En aquella costa rocosa continuó con su exploración cromática y pintó el cabo San Antonio y sus reflejos rojizos en el agua. Los Nadadores, Jávea es uno de sus mejores cuadros en cuanto a la refracción de la luz en los cuerpos mojados se refiere.
Pintar tanto y hacerlo al aire libre le afectó a su salud. El viento, el frío, la humedad, el sol, que unas veces le mareaba y otras le cegaba, y el ajetreo de tantos viajes como los que hizo a lo largo de su carrera acabaron por impedirle pintar y obligarle a estar sentado en su casa de Madrid, hoy la Casa Museo Joaquín Sorolla, y en una de unos amigos en Cercedilla, donde murió el 10 de agosto de 1923. A Valencia, la ciudad a la que siempre quiso volver en compañía de Clotilde, regresó para ser enterrado en el Cementerio General de Valencia. El paraíso perdido de este pintor de la luz y sus reflejos en el agua, en las rocas y en los cuerpos mojados. Sorolla es el verano antes de la proliferación de las piscinas.
Guía práctica de Valencia
Dónde comer
- En la planta -1 del modernista y gastronómico mercado de Colón se encuentra Ma Khin Café, un restaurante que apuesta por la cocina de encuentro entre la del sudeste asiático y la del Mediterráneo.
- En una agradable plaza junto al mercado de Ruzafa está Doña Petrona, un local perfecto para un esmorzaret en esta casa de comidas nostálgica que mezcla la cocina valenciana con la argentina.
- En Jávea está Cala Bandida, un restaurante ubicado en el puerto, en el paseo de la Playa de la Grava, junto a una escultura de Joaquín Sorolla pintando, y desde donde se ve el cabo San Antonio.
Dónde dormir
- Singular Stays, apartamentos turísticos en el Ensanche, muy cerca de Ruzafa. Se pueden alquilar por días, semanas y/o meses. El edificio en el que se encuentran los mismos dispone de un espacio de trabajo compartido y una terraza en la azotea en la que se puede tomar algo.
- Hotel Eurostars Rey Don Jaime, junto al Jardín del Turia, a la altura del parque infantil Gulliver.
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