Valencia, ciudad de la seda
De la Lonja al barrio de Velluters, ruta por los escenarios supervivientes de la potente industria textil que acogió la ciudad entre los siglos XV y XIX
La Ruta de la Seda, más que un itinerario cerrado, fue una red caravanera viva. Conectó Oriente con Occidente a partir del intercambio de productos como pieles, alfombras y seda, esta última procedente de China allá por el siglo I antes de Cristo. En aquellas latitudes, muchas poblaciones estaban familiarizadas con la seda; sin embargo, pocos sabían de dónde procedía la hebra original. Su secreto le infundía valor. Secreto que revelaron dos monjes llegados a Bizancio desde Serinda (actual Uzbekistán) y que se presentaron ante Justiniano con hojas de morera y huevos de gusanos de seda para contarle de dónde se extraía tan codiciado hilo. Al mismo tiempo, la ruta iba extendiendo sus conexiones: China, Mongolia, Persia, Arabia, Turquía, norte de África y Europa. Los árabes introdujeron la sericicultura en la península Ibérica a través de Córdoba, Granada, Toledo y Valencia. Tras la conquista de la Valencia musulmana por el rey Jaime, en el siglo XIII, los sederos mudéjares siguieron fabricando tejidos de tradición árabe.
La Ruta de la Seda en Valencia rescata los símbolos supervivientes vinculados a este material y pone en valor su incidencia en la ciudad. La Lonja y el barrio de Velluters, en el que se encuentra el Museo de la Seda, alojado en el mismo edificio que ocupa el Colegio del Arte Mayor de la Seda, además de las tiendas de indumentaria tradicional valenciana de sus alrededores, son los hitos de este itinerario histórico y cultural que da testimonio de lo potente que fue la industria de la seda en la ciudad.
La Valencia medieval era una ciudad amurallada rodeada de huertas. Hoy quedan muy pocos restos en pie de aquel muro defensivo, pero sí se conservan las torres de Quart y de Serranos, puertas de entrada y salida. En los lindes de los caminos extramuros crecían las moreras. Árboles que se explotaron con fines comerciales como consecuencia del aumento de la demanda de la seda, sobre todo desde las colonias americanas. Antes de que eclosionase aquel lucrativo negocio, los perspicaces comerciantes genoveses intuyeron su potencial y se instalaron en Valencia para hacerse con el control del mercado de la seda. Implementaron, regularon y monopolizaron la industria sedera junto con los valencianos que ya trabajan en ella. Tras una década de convivencia, fundaron la Cofradía de San Jerónimo del Arte de Velluters de Valencia, que dio origen al Colegio del Arte Mayor de la Seda.
Algunos agricultores alternaban el cultivo del arroz en la Albufera con la sericicultura y venta de capullos. El gusano es una larva sibarita; le gusta comer hoja de morera fresca durante 40 días hasta que empieza a enrollarse en un capullo que elabora, de manera ininterrumpida, con un mismo hilo que alcanza casi los mil metros de longitud. Las mujeres eran las encargadas de escaldarlo y tirar del hilo, amarillento y de tacto áspero. A continuación entran en escena los torcedores, cuya labor, intermedia entre el hilado y el tintado, era conseguir que ese hilo tan fino fuera más resistente. Después se blanquea y tinta —con azafrán, cochinilla, flores—, momento en el que la seda adquiere su brillo característico.
Un mercado para los sederos
En el siglo XV, el puerto y la ciudad de Valencia vivieron una época dorada. Se construyó la La Lonja, un edificio de estilo gótico civil y renacentista en su prolongación en el que los comerciantes hacían negocios con sus productos. La seda llegó a ser tan importante que a este recinto se le denominó la lonja de los sederos. Su interior estaba a la altura de las mercancías que se vendían. La llamada sala de Contratación, amplia y diáfana, cuenta con cuatro grandes puertas. También lo son sus ventanales y las 24 columnas helicoidales, rematadas como si fueran hojas de palmeras, que simbolizan la unión de la tierra y el cielo. A los comerciantes que no cumplían su palabra se les encerraba en la celda que había en lo alto de su torre. En la fachada sobresalen las gárgolas, figuras antropomorfas, grotescas y fantásticas con la función mundana de expulsar el agua, pero que también representaban la presencia del pecado en la ciudad. Cerca, en lo que hoy es el Instituto Valenciano de Arte Moderno, se ubicaba una gran mancebía.
Junto a la Lonja está el modernista Mercado Central, donde hubo un zoco árabe. Una vez lo atravesamos y cruzamos la avenida de l’Oest, nos adentramos en Velluters, un barrio donde en el siglo XVII acababa la ciudad y que entonces concentraba a gran parte de los sederos. Sus casas obrador llegaron a albergar unos 5.000 telares en el XVIII, máquina que necesitaba de tres o cuatro personas para funcionar. En estas viviendas de dos alturas —telar abajo y residencia arriba— se instalaron artesanos que habían adquirido la categoría de maestros. De estas modestas casas hoy no queda ninguna, y de las pertenecientes a familias pudientes de la época, solo dos, el palacio de Tamarit y el citado Colegio del Arte Mayor de la Seda, una casona gótica reformada en estilo barroco que agrupó gran parte del negocio de la seda en sus años de esplendor. Era el encargado de regular la profesión, cada vez más apartada del marco gremial y más cercana a la proletarización.
Olvidado durante mucho tiempo, gracias a las asociaciones vecinales y a la restauración del colegio, el barrio de Velluters está resucitando. Un buen ejemplo es el Museo de la Seda, único en España, cuyo objetivo es difundir la historia y el origen de la seda en Valencia. Además de su colección de tejidos clásicos valencianos, cuenta con un fondo documental que lo convierten en uno de los archivos gremiales más antiguos de Europa en la materia.
A raíz del proceso de industrialización y las guerras de independencia de las colonias americanas, los talleres valencianos perdieron gran parte de su negocio, envites a los que sumar la competitividad de la seda oriental y la crisis de la pebrina (enfermedad de los gusanos). El sector se diluyó y los campos de moreras se sustituyeron por naranjos. El negocio de la seda pasó a ser el de la moda, nuevo concepto introducido desde Lyon en el siglo XVIII. Vestir de seda definía un estatus social. Las Fallas son hoy un pasacalle, un desfile en el que la seda de la indumentaria tradicional valenciana luce como lo hizo en el pasado.
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