Nueve playas de España para disfrutar de un ‘veroño’ más caluroso y playero que nunca
El mes de octubre trae olas sin multitudes, mejores precios, sitios donde aparcar y aguas todavía templadas. De la gaditana cala Sardina a cala Pedrosa, en Girona, arenales que invitan a no guardar aún el bañador
Este verano de canícula en España, con temperaturas del agua dignas de récord, ha dado paso a un otoño más cálido y seco de lo habitual, acusadamente en la vertiente mediterránea. La luz en estas fechas, al diluirse las calimas, permite recortar mejor los perfiles costeros y, además, reina el silencio que suele negarse durante los meses de julio y agosto. A lo que se añade la posibilidad de aparcar con mayor facilidad.
Por no hablar de precios con ofertas imbatibles. Todo hace las delicias de los playeros amantes del veroño, y estos nueve arenales peninsulares así lo corroboran.
Serendipia en la autovía
Cala Sardina (San Roque, Cádiz) la observan con el rabillo del ojo ―no sin deseo― cuantos transitan la autovía A-7, a su paso por el kilómetro 137, nada más abandonar Málaga y entrar en la provincia de Cádiz, cerca de la lujosa urbanización de Sotogrande. No podía ser de otra manera, vistos sus 800 metros de largo y, en particular, sus 300 metros de anchura. Crece la cala en sus detalles: sin molestas edificaciones, aguas limpias y transparentes a la vista del peñón de Gibraltar, y con aparcamiento para 400 coches. La arena es la característica de la región: gruesa y de color gris entreverada con piedrecillas. ¿La mejor foto? Subiendo a la ruinosa casa cuartel.
Al menos hasta el próximo 16 de octubre, quienes acudan aquí tendrán la suerte de contar con las recetas mediterráneas con toques internacionales del chiringuito Il Soño, propiedad de Andrea Zaupa, secretario de la Asociación de Empresarios Costa de Cádiz. Siempre es buena idea probar la burrata y, cómo no, el revuelto de calabacín, gamba y trufa negra. A solo 400 metros del arenal, abre sus puertas, salvo en noviembre, el Hotel Boutique Milla de Plata.
La llamada de la naturaleza
¡Cómo ayuda el pueblo de Rodalquilar a sentirse uno parte indisoluble del parque natural de Cabo de Gata-Níjar! Disfrutar fuera de temporada de la eterna imaginería arenosa del playazo de Rodalquilar, o bien emprender alguna breve excursión propia de Robinsones: por ejemplo, la bajada de 1,2 kilómetros hasta la cala del Carnaje (Níjar), acostada en la punta de La Polacra y alfombrada con bolos descomunales (se especula con que sean adoquines erosionados procedentes de una cantera próxima), sonando por las olas cual hormigonera; y procurando una sensación de aislamiento ya finiquitada en el litoral mediterráneo. Un escenario de tonos amarillentos, negros, ocres, terrosos.
Camino al faro de La Polacra, hay que dejar el coche junto a unos olivos. De allí se baja hasta la cala, en 20 minutos —quién sabe si acompañados por alguna liebre o alguna cabra montés—, para abandonarse en estas soledades de aguas translúcidas donde se dejan ver pulpos y cardúmenes de pececillos. En su banda meridional nos toparemos con una piscina rocosa rodeada de restos fósiles en las paredes. Es recomendable llevar sombrero, agua, cangrejeras, colchoneta (opcional) y gafas de buceo.
Del alojamiento se encarga el hotel Oro y Luz, equipado con nueve habitaciones, piscina de agua salada y rutas a caballo. La cocina mediterránea de autor corre a cargo del chef Luismi Luque, curtido en El Celler de Can Roca, cuyo menú degustación, de 55 euros, se puede maridar por un suplemento de 25 euros. Aceite, patés y mermeladas de producción propia.
La gran caminata: de El Playón de Bayas a Los Quebrantos
Aparcaremos en El Sablón (Castrillón), el sector más frecuentado de El Playón de Bayas, que junto a la vecina playa de Los Quebrantos forman el mayor arenal de Asturias. Se trata de caminar tres kilómetros (¡solo en bajamar!) por la base del acantilado, pasando por el sector perruno y salvando el arroyo de Llumeres (señalizado en Google Maps como río Ranón), que deslinda los municipios de Castrillón y Soto del Barco. Sobre nuestras cabezas, los aviones que despegan y aterrizan en el aeropuerto de Asturias; allí, en lontananza, la desembocadura del río Nalón; castigando la nuca, curiosas gredas y peñascos que dan nombre a la playa de Los Quebrantos y que nos acompañarán hasta el mirador Punta del Pozaco. De este descenderemos por el lado de Los Quebrantos, playa que guarda todavía el color gris en la arena del carbón que derramaban las empresas mineras río arriba del Nalón.
El Surfbar de la recomendable escuela Rompiente Norte nos resarcirá hasta el 15 de octubre con nasi goreng (arroz frito) indonesio y croquetas de chorizo a la sidra, antes de decidirnos, en las calles de San Juan de la Arena, por los pescados del restaurante Mar Salada. Obligatorios.
A la hora del regreso, optaremos por subir a las trincheras de la Guerra Civil, a su imponente mirador, para, acto seguido, bordear el acantilado de Ranón hasta descender por el arroyo de Llumeres. En este punto, la pleamar no nos impedirá regresar al coche y reposar la excursión disfrutando del atardecer, quien sabe si desde el sector nudista de Requexinos.
Al gusto de Adán y Eva en las Calas Nudistas de Bolnuevo
Este sector virginal incardinado dentro del paisaje protegido Sierra de las Moreras se ha convertido, desde que se prohibió el acceso motorizado, en un paraíso para tomar el sol y bañarse a puro cuerpo. Las de Bolnuevo (Mazarrón, Región de Murcia) fueron, hace cuatro décadas, las primeras calas nudistas declaradas como tales en España.
La peculiar orografía sedimentaria dibuja encuadres pintorescos: caletas semidesérticas de grava y guijarros que abarcan varias tipologías, junto al escaso vaivén de las olas. También sorprende la policromía de su puesta en escena, contando con especies vegetales como el palmito o el cornicabra, endémico del sureste peninsular. En el arranque de la pista se atraviesa un paraje de gran cromatismo tachonado con pináculos: anticipo de la playa de El Rincón, la más frecuentada, quizá por estar equipada con escalinata de madera. Otras paradas obligadas son Piedra Mala (conocida como cala Amarilla) o la cala de Cueva de Lobos, la más espaciosa, la primera de todas en declararse naturista, delante de la cual un trozo de costa se ha ido a vivir por su cuenta, la isla Cueva de Lobos, antaño hábitat de focas monje, hoy un LIC (Lugar de Interés Comunitario) donde nidifican la pardela y el paíño. Los interesados no deberían olvidarse los prismáticos.
La ruta acaba en cala Leño y, a su costado, la de La Grúa, que ocupa un antiguo embarcadero del siglo XVIII, junto a la cantera de piedra caliza de la que se nutrió el Arsenal Militar y el rompeolas de Cartagena. Ambas están protegidas del levante.
Ricardo Asensio, quizá el mejor conocedor de Bolnuevo, es el responsable de Ecoadventure, una empresa de alquiler de bicicletas eléctricas (25 euros, cuatro horas). Las rutas en buggy eléctrico las guía Asensio a partir de Semana Santa. El restaurante Manduka, del hotel Atrium, es tentador por lo que tiene de lograda gastronomía japonesa, sea el sushi o las gyozas (empanadillas).
La Peñíscola más remota
Cuentan que muchos peñiscolanos, tras la agotadora campaña turística, buscaban la tranquilidad y el silencio en la naturaleza desértica de la sierra de Irta. Como elemento definitorio de este parque natural se encuentran las calas de Russo y el Pebret ―las únicas arenosas de la sierra―, un dúo separado por un saliente pétreo. A ellas se accede por una pista de tierra de 4,5 kilómetros (en otoño, sin restricciones de acceso), tras pasar por la torre Badum, almenara dominante cuya misión era alertar al castillo del Papa Luna de la presencia de piratas berberiscos; así lo explicita el lema de su escudo: “Siembra alarma y protégeme”.
La toponimia de Russo hace referencia al apodo del sastre que alcanzó prestigio en la corte del zar Nicolás II y que, a la postre, fue benefactor de Peñíscola (Castellón); la del Pebret se reconoce por el vetusto cuartel de carabineros y su cordón dunar, declarado microrreserva de flora. Junto al área recreativa (es preciso llevarse la basura) existe una pasarela de madera de 500 metros accesible en silla de ruedas.
Como estos diminutos arenales suelen presentarse atestados de bañistas, quien prefiera asolearse sin agobios puede seguir la pista hasta las calas pedregosas del Barranc d’Irta, dotada con un pinar, y Argilaga, interesante para el esnórquel. Siguiendo despacio la pista hasta Alcossebre, podremos degustar el menú de arroz (23 euros) en el restaurante El Pinar. Consta de tres entrantes, arroz y postre (no incluye bebida ni café).
Microclima otoñal
Con la sierra de Oltà cubriéndole las espaldas, y el peñón de Ifach y el morro de Toix flanqueándola, el playón de Arenal-Bol (Calpe), de 1,2 kilómetros, goza de un microclima análogo al de Benidorm, que permite zambullirse en sus aguas durante el otoño. No hay civilización que no haya encontrado acomodo en su arena rubia; y esa sensación, la de estar participando de un escenario histórico, queda reforzado en los Baños de la Reina, viveros de una piscifactoría romana del siglo I, que forma parte de un yacimiento con villas, termas y una basílica paleocristiana. Estamos en un arenal encalmado ―rara vez ondea la bandera roja―, familiar, de roca y arena en su zona sumergida. Y siempre las figuras de los bañistas que se recortan contra la deslumbrante escenografía del peñón de Ifach, espacio natural que solo admite que lo coronen 300 montañeros al día (para hacerlo hay que reservar plaza online).
En estos días se están aprestrando las fiestas de moros y cristianos, plenas de boato y colorido, para el gran desfile del próximo 23 de octubre ―carrozas y grupos de baile incluidos― que finalizará en el Arenal-Bol, escenario al día siguiente del desembarco moro, entre espadazos, parlamentos y arcabuzazos. Antes, del 7 al 12 de octubre, se celebra en el Park de la Creativitat la Oktoberfest, la fiesta de la cerveza al gusto alemán. Este puede ser el viaje en que disfrutemos la estrella Michelin que campea en el restaurante Beat.
Genuina Costa Brava en cala Pedrosa
Una jornada senderista poco exigente (unos 45 minutos, solo ida) para los que desean embeberse de la fachada litoral del parque natural del Montgrí, las islas Medas y el Bajo Ter; y, a la vez, dejarse aconsejar por el escritor Josep Pla, cuando consideraba el otoño la mejor época del año ―”la más fina”― para conocer el Ampurdán (Girona).
Conviene llegar pronto a L’Estartit (Torroella de Montgrí) para encontrar hueco en las cunetas del Carrer Primavera, desde donde un bosquete de pino blanco y maquia de altiplano acompañará hasta la cala de La Pedrosa a lo largo de un barranco de singular belleza, entre una densa pululación de lianas y madreselvas. Una vez frente al Mediterráneo se demuestra que las calas vírgenes, arboladas, aún subsisten en la Costa Brava. Si se orilla por la izquierda, pisando roca, disfrutaremos de la turbadora presencia de la isla de La Pedrosa, emboscada, zona de anidamiento de gaviotas patiamarillas. Pero quedan más sorpresas. Incorporándonos al regreso a la ruta circular, podremos atisbar en 10 minutos de caminata un milagro producto de la erosión: la roca Foradada, un túnel flanqueado por kayaks y pequeñas embarcaciones.
Recuerdos de ‘Verano azul’ en La Caleta de Maro
Desde la plaza Balcón de Europa, en la malagueña Nerja, se aprecia una de las líneas costeras más valiosas y escarpadas de Andalucía. Este paraje natural protegido de notable belleza se estira hasta el granadino cerro Gordo, en una combinación afortunada de acantilados y calas, las más empedradas, en donde cubre apenas el bañista pone el pie en el agua. Una de las calas más secretas, accesible solo a pie entre huertas e invernaderos, dejó de serlo en 1981 con ocasión del rodaje de la serie televisiva Verano azul; allí fue donde Pancho anunció la defunción de Chanquete, trauma nacional que tardó lustros en superarse. En La Caleta (no confundir con la playa de Maro), el hidalgo Alonso Quijano vería embobado palmeras y cocoteros donde se inclinan voluptuosos carrizales y cañaverales sobre la rompiente, mientras algunos nudistas disfrutan en estas profundidades transparentes donde desovan la sardina y el boquerón. Un trópico regado por los mismos regatos que, peñas arriba, labraron la cueva de Nerja, que jamás habrá que perderse. Quiso el azar que el actor Miguel Joven ―Tito, en la serie― guíe los fines de semana, cuando los visitantes ya han abandonado la cueva, un sugerente recorrido por la gruta valiéndose solo de linternas.
Para llegar, hay que bajar a pie por la carretera desde el aparcamiento de Maro y tras rebasar 200 metros desde el ruinoso ingenio (fábrica de azúcar) girar entre invernaderos a mano derecha, y luego otra vez en el mismo sentido hasta alcanzar la escalera de bajada entre pilotes encordados. Imprescindible llevar en la mochila la bolsa de basura.
Junto a un mar de encinas
Paradigma de masificación estival en la costa cántabra, la localidad cántabra de Noja invita desde su zona urbanizada, y sin solución de continuidad, a una magnífica caminata de cuatro kilómetros de arena, la mitad plenamente natural. El primer tramo, de nombre Trengandín, cuenta con bandera azul y Q de calidad turística. Aquí la bajamar deja al descubierto un horizonte casi surrealista tachonado de diminutos islotes que amortiguan el oleaje. Sus famosas nécoras se degustan en los bares. A Trengandín le sigue Helgueras, por la que se puede avanzar en coche, aunque siempre es mejor recorrerla a pie por la orilla, ya que el paraje fija el canon de playa verde, en la que a la arena se suman montes repletos de encinas y praos donde pasta el ganado. Imagen bucólica perfecta para este otoño.
Atravesaremos el sector perruno y una zona de piedras puntiagudas cubiertas de verdín hasta doblar la punta del Brusco para echar un vistazo a la playa de Berria (Santoña). Helgueras es, además, uno de los mejores spots sufistas de la costa cantábrica, con una ola muy potente, tubera, con pleamar y viento sur. Al final, se puede redondear la jornada en la terraza del Hotel-Restaurante Las Olas.
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