Una fortaleza de cine y papas
La pequeña ciudad de Peñíscola (Castellón) conserva intacto su atractivo gracias a su aldea amurallada, el castillo del Papa Luna y una rica cocina marinera

Peñíscola ofrece la promesa de las grandes aventuras en el mar y el atractivo de los grandes bajeles. Esos que siempre están en el puerto, como querría Pessoa, “en vísperas de no partir nunca”. Este pueblo de la costa castellonense ha experimentado una extraordinaria transformación en las últimas décadas. Su atractivo original, sin embargo, está intacto: la pequeña aldea amurallada situada sobre un tómbolo o península rocosa donde sobresale el famoso castillo del Papa Luna. El antiguo istmo de arena, su único amarre a la costa, fácilmente inundable, ahora nos aparece desdibujado: la construcción del puerto obvió su singularidad defensiva. A pocos kilómetros, además, encontramos el parque natural de la Serra d’Irta, uno de los últimos parajes vírgenes de la Comunidad Valenciana.
Peñíscola, en realidad, es una malformación del nombre original de la localidad en valenciano/catalán —Peníscola— por el cruce con la palabra “peña”. Viene del latín vulgar paene insula: casi isla. Por aquellos extraños avatares de la política local, el topónimo auténtico solo es oficial desde 2008. Los peñiscolanos son gente de mar, abiertos al mundo pero, al mismo tiempo, reservados como habitantes de un interior casi secreto. Hasta la década de los sesenta, todo en esta pequeña ciudad evocaba un tiempo detenido en una frugalidad exasperante sujeta a los designios no siempre agraciados de la pesca. Así retrataba su día a día Joan Fuster en un libro de viajes ya clásico, El País Valenciano (1962): “La vida en Peñíscola es humilde y laboriosa. Las callejas, pinas y quebradas, de casas cúbicas y sin tejados —se diría imitadas del castillo—, son de lo más pintoresco del País Valenciano. En algún recodo, un grupo de mujeres, descalzas y sentadas en el suelo, remiendan redes o tejen malla. Un par de tenderetes con postales y monografías esperan al turista. El silencio y la brisa son afectuosos”.
A este lugar lo cambió el cine. En 1954 Luis García Berlanga, de quien ahora celebramos su centenario, rodó aquí Calabuch (un nombre ficticio para referirse a nuestra población). La secular existencia marinera de Peñíscola, sin embargo, apenas se vio alterada. Todo cambió siete años más tarde, cuando Anthony Mann trasladó aquí la superproducción El Cid. Entonces se opera el milagro: el pequeño reducto de pescadores empieza su decisiva transformación en un imperio turístico. Los vecinos le cogen gusto al oficio de hacer de extras. De entonces hasta ahora, el skyline peñiscolano y su peculiar orografía se han visto a menudo en la gran o la pequeña pantalla. Berlanga volvió al lugar para rodar su último suspiro, París-Tombuctú (1999), mientras toda clase de series (El chiringuito de Pepe, El ministerio del tiempo o Juego de tronos) escogían sus perfiles para ambientar jugosas ficciones.

Residencia pontificia y éxito turístico
Es obvio que la fortaleza constituye uno de sus más peculiares atractivos. Su construcción fue iniciada por los templarios en el siglo XIII y a partir del XV el papa cismático Benedicto XIII lo adoptó como residencia pontificia. Es la época del Gran Cisma de Occidente, cuando ante Roma surge en Aviñón un papado oficioso. El penúltimo pontífice alternativo fue precisamente Pedro Martínez de Luna (conocido como el Papa Luna), que reinó tranquilamente ante el mar de Peñíscola hasta su muerte en 1423 (a los 94 años) creyéndose sin duda el auténtico sucesor redivivo de san Pedro. Tras su subida a los cielos cismáticos sus cardenales eligieron como sucesor a Gil Sánchez Muñoz, con el nombre de Clemente VIII. En 1429, sin embargo, Alfonso V de Aragón le obligó a abdicar. El Cisma de Occidente llegaba así a su final.
Todo esto forma parte del humus cultural que este pueblo ha sabido gestionar para convertir la experiencia turística en un pequeño trasunto medieval, hollywoodiense y legendario. La Peñíscola de ahora explota el pasado con gracia marinera y ofrece al visitante (que es numeroso) eventos como el Festival Internacional de Cine de Comedia, el de Teatro Clásico, el Internacional de Jazz o el de Música Antigua y Barroca. Luego, para reponer fuerzas, le propone una amplia panoplia de experiencias gastronómicas, aprovechando la excelente cocina local. Aquí siempre se ha comido bien, porque sus hábitos culinarios nacen en las estrecheces y las urgencias del barco de pesca. El Mediterráneo proporciona manjares como el caragol punxent, langostinos, mejillones o galeras, pero también pequeños tesoros despreciados al principio como la espardenya de mar, considerada ahora un tesoro gastronómico.
Estamos en el restaurante Casa Jaime, al principio de la larga avenida del Papa Luna, que serpentea paralela a la playa principal del municipio. Jaime Sanz sénior, su fundador, fue pescador antes de abrir su restaurante en 1967. En 1982 lo estableció en su ubicación actual, y ahora lo regenta al alimón con su hijo, Jaime Sanz júnior. El emblema gastronómico de la casa es el arroz Calabuch, que nació como un experimento doméstico. Cuando se lo sirvió por primera vez a Berlanga todavía no se llamaba así. El nombre lo sugirió el realizador Jaime de Armiñán, enamorado de Peñíscola y casado con Elena Santonja, la popular presentadora del pionero programa de TVE Con las manos en la masa. Berlanga bendijo con su dedo índice la nueva receta (un arroz en cazuela con espardenyes y ortigas de mar) y, como si fuera un nuevo Papa Luna, lo esparció urbi et orbi para admiración de una masa ya imparable de turistas.
Con todos estos encantos, no es extraño que un pueblo que apenas llega a los 8.000 habitantes censados se transforme en temporada alta en un territorio carismático frente al mar. Berlanga, Charlton Heston, Sophia Loren, Daenerys de la Tormenta… Peñíscola, bajel varado presto siempre a zarpar, nos espera.
Joan Garí es autor de ‘València. Els habitants del riu’.
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