Por los cortijos de Cabo de Gata en busca de rincones secretos
La finca donde sucedió el crimen de ‘Bodas de sangre’ y otras rehabilitadas como alojamiento rural. Paseos a pie, en bici o 4X4 que descubren el legado etnográfico de la comarca almeriense y pueden terminar con un refrescante chapuzón en la playa
En La Ermita, un breve poblado camino de El Playazo en Rodalquilar (Níjar, Almería) hay un cortijo del que apenas queda un eco de lo que fue. Sus vigas de madera de pita ya descansan en el suelo. La roca y el barro de sus muros luchan contra el tiempo entre una maraña de arbustos desérticos donde se esconde el camaleón. Entre ellos se advierte una vieja alacena, vacía. La estampa, junto a una de las playas más atractivas de todo el parque natural Cabo de Gata, se repite con frecuencia en la zona. Con mayor o menor conservación, más de un centenar de estas viejas edificaciones se reparten por el territorio como pistas de un pasado cercano. A pie, en bicicleta, moto o coche, ir en su búsqueda permite recorrer los paisajes insólitos de este rincón de la Península marcado por el perfil de antiguos volcanes y la aridez. Es el momento de descubrir norias, aljibes y molinos de la agricultura de secano, forma de vida local ya desaparecida y previa a la llegada del turismo. También de adentrarse en los escenarios de múltiples películas y series, darse un baño en una costa exquisita y saborear el extraordinario pescado local. Ay, los salmonetes y gallopedros.
El pasado marzo fue una rareza para Cabo de Gata. Llovió 19 de sus 31 días. Las ramblas se llenaron y se hicieron visibles cataratas eventuales como El Chorreón de Pavón, a las afueras de Rodalquilar. El efecto inmediato del agua fue una explosión de color durante la primavera, que tapizó el campo con las tonalidades lila de la lavanda, el rojo eléctrico de las amapolas y el amarillo de los vinagrillos de amargo sabor. El calor veraniego lo apaga todo y lo convierte en un secarral y, a pesar de ello, como describía Juan Goytisolo hace seis décadas en Campos de Níjar, esta costa es “tan asombrosamente bella como desconocida”. Hoy su litoral es destino turístico habitual, pero el interior de la comarca almeriense pasa más desapercibido. Por eso las frescas mañanas y las deliciosas tardes se convierten en oportunidades en las que, tras horas en la playa, estirar las piernas o conducir con calma en busca de cortijos. Excursiones que facilitan conocer los tejados planos de la arquitectura adaptada al entorno y la combinación de materiales orgánicos e inorgánicos para su construcción. “Son la huella etnográfica de la comarca, contienen un legado. Si desaparecen… ¿Qué nos quedará?”, se pregunta Jesús Martínez, catedrático de Ordenación del Territorio ya jubilado y que ha estudiado a fondo estas construcciones durante años.
La estrella local es, sin duda, el Cortijo del Fraile. Fue levantado en el siglo XVIII y es famoso por muchas razones. Primero, porque en él sucedió el crimen sobre el que escribieron la periodista almeriense Carmen de Burgos, en Colombine, y, más tarde, Federico García Lorca en sus Bodas de sangre. Y, segundo, porque Sergio Leone lo eligió escenario de películas como La muerte tenía un precio o El Bueno, el Feo y el Malo, con Clint Eastwood alejándose del lugar tras recuperarse de varios días perdido en el desierto. Declarado Bien de Interés Cultural, ahora sus muros se caen, la torre de la iglesia se ha inclinado, la valla protectora está en el suelo y las hierbas —cardos, esparragueras, viboreras, esparto— han conquistado cada patio, cada habitación. El edificio, sin embargo, mantiene su fuerza en un territorio hipnótico de tonalidades rojizas. Llegar hasta él no es fácil entre la escasas indicaciones y las malas condiciones de las pistas. La mejor opción es la pequeña carretera que parte de Fernán Pérez entre campos de cereal y algunos olivares. Una señal oxidada dirige hacia la edificación, ahora por tierra atravesando un enorme huerta donde hinojos y apios aromatizan la extraña atmósfera.
Alrededor hay otros muchos atractivos. Junto al inmueble parte un sendero público y circular que pasea también por los cortijos Montano y El Hornillo. Al norte, la misma antigua señal que dirige hasta el Cortijo del Fraile apunta hacia el Cortijo Higo Seco, un puñado de viviendas abandonadas entre las que sobrevive alguna en pie, habitada, y buzones a pie de carretera. Entre matorrales y aljibes hoy en desuso, las perdices tratan de pasar desapercibidas y aletean torpemente tras ser descubiertas. A media tarde, los mochuelos se posan en los muros derruidos que salpican el paisaje. Son la banda sonora de huecos que dejan a la vista habitaciones, chimeneas o estanterías para imaginar otra vida, otra época.
La zona cuenta con cortijos rehabilitados convertidos en pequeños oasis, como La Tenada, documentado desde hace casi dos siglos. Tiene 300 metros cuadrados y fue recuperado en 2010 bajo criterios de arquitectura tradicional, con diseño bioclimático y materiales ecológicos. Dispone de dos casas rurales en las que apenas quedan fechas libres para este verano. A su alrededor, el valle del Hornillo alberga otros espacios como Madroñal, Las Martinas o Tía Pepa. También El Campillo, renovado por Annika Jung y Martin Stegmann, pareja que llegó en los años noventa y adquirió el inmueble, precisamente, a las sobrinas de la novia real de la tragedia de Bodas de Sangre, Francisca Cañadas. Además de descanso en sus cinco habitaciones que ofrecen como alojamiento rural, proponen numerosos planes —vuelos en parapente, senderismo, rutas en bicicleta de montaña— con su proyecto Cabo Activo. “Estoy enamorada de la zona. Hay quien viene y dice que esto es un desierto, que no hay nada… pero tenemos de todo”, asegura Jung.
Otras empresas —como Medialuna Aventura— ofrecen recorridos en 4X4 por pistas en las que es preferible no circular con cualquier coche. “Es un lugar único, increíble. Es un paisaje que siempre sobrecoge”, señala Javier Moreno, uno de los propietarios de La Despensa, sabroso ultramarinos de Rodalquilar. Hasta esta localidad viaja uno de los caminos que parte desde el Cortijo del Fraile. Pasea junto al antiguo poblado minero de San Diego, escenarios de Indiana Jones y la última cruzada, y, finalmente, las minas de oro de Rodalquilar, localización real que parece de película. Con el valle a sus pies, ofrece una preciosa panorámica en la que caben torres defensivas, volcanes, el Mediterráneo y dos viejos cortijos en los que se proyectan sendos nuevos hoteles, uno en la zona de El Albardinal y otro cerca de El Playazo. Desde la zona minera, además, parte el sendero de Requena al cortijo de La Rellana, que atraviesa el barranco del negro y un inesperado pinar. La ruta, con la omnipresente presencia del palmito, empieza —o acaba— en un reducido aparcamiento que da servicio a la cala de los Toros, ideal para un chapuzón. Restaurantes como Lebeche o Samambar, en Rodalquilar, devuelven las fuerzas al senderista.
Pasada la Isleta del Moro, hacia el oeste se alcanza el pueblo de Pozo de los Frailes, donde hacer parada en el restaurante La Gallineta y donde Magda, una de las protagonistas de Malena es un nombre de tango, de Almudena Grandes, se compraba un cortijo “blanco, blanquísimo”. Más allá, en la localidad de San José, hay otro grupo de edificaciones aisladas. De antiguo uso agroganadero, su entorno se funde con el Mediterráneo en las playas de Genoveses y Mónsul, con dunas petrificadas como olas que nunca acaban de romper y mosquitos persistentes. Están todos en desuso, salvo uno, Las Chiqueras, donde se proyecta un polémico hotel con 30 habitaciones y piscina. Otros cortijos se encuentran más alejados de todo, como El Ricardillo, ya al oeste, en Las Negras, accesible solo a pie o en bici y escondido entre lomas. Si se continúa el sendero aparece en horizonte, pocos minutos después, el castillo de San Pedro, a cuyos pies se despliega una idílica cala de agua turquesa que lleva su nombre. Broche de oro para una excursión por el patrimonio etnográfico de la comarca de Níjar. Una costa con muchos secretos aún por descubrir.
Fe de errores. En una versión anterior de este artículo se aseguraba que la periodista Carmen de Burgos era natural de Barcelona cuando en realidad nació en Almería.
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