Paisajes de azafrán en La Mancha
De Alcalá del Júcar, en Albacete, a la villa toledana de Consuegra, una ruta entre molinos y campos teñidos de violeta en busca de esta delicada flor, cuyo ancestral cultivo pervive en estos parajes
En Castilla-La Mancha las distancias se miden en tiempo, no en kilómetros. Una tierra donde la sombra escasea más que el azafrán, condimento del que se cree saber más de lo que realmente se conoce de él. Desde que los árabes lo introdujeron en la península Ibérica, poco ha cambiado la manera de trabajarlo. La rosa del azafrán es una flor muy arraigada a la tierra y una especia indómita, como un potro salvaje. Como lo es el paisaje al que ha tenido que adaptarse, e incluso encaramarse, en algunas localidades de esta quijotesca comunidad.
Mientras se circula por las larguísimas y llanas carreteras manchegas, uno no espera que Alcalá del Júcar se cruce en su camino. Un pueblo que trepa y se esconde en el cañón que hace el río a su paso. Una herradura muy cerrada que embellece y curvea la carretera que atraviesa la localidad albaceteña. Es recomendable reducir la marcha a medida que uno se acerca para alcanzar a contemplar este pintoresco lugar que a distancia hace suspirar. Llegar aquí por la noche impacta; luces blancas iluminan el pueblo y amarillas la iglesia de San Andrés y el castillo de origen almohade. Privilegiado balcón al que asomarse y contemplar la hoz que hace el Júcar a sus pies y ver cómo las casas excavadas en la montaña se suceden en calles estrechas y empinadas. Hasta su plaza de toros, en forma de anfiteatro, penetra en la roca.
En Alcalá del Júcar uno no entra, se adentra. Las casas, los bares y los restaurantes son cuevas. Para hacerse una idea, lo mejor es visitar la casa cueva que hay junto al castillo, las Cuevas del Diablo-Garadén (cuevasdeldiablo.com) y la Gruta del Duende en las Cuevas de Masagó (cuevasdemasago.com). A esta última galería se accede a través de un pequeño museo dedicado a los aperos de labranza y continúa por un túnel de unos 300 metros de largo, montaña adentro y en subida, hasta llegar a un bar en el que hay unas ventanas circulares con vistas al otro lado del cañón desde una altura considerable. Además, una de las cavidades la han convertido en una sencilla sala de exposición sobre la rosa del azafrán, protagonista de esta ruta. Fotografías y objetos ilustran cómo se cultiva, recoge, monda, tuesta y envasa este condimento conocido como el oro rojo. Desde aquí a la salida hay otros 150 metros más de túnel.
Un puente romano, paso obligado en el medievo en el viaje entre Castilla y Levante, salva el río Júcar y comunica la zona baja y más poblada de Alcalá con el pueblo construido en la roca y declarado conjunto histórico-artístico, donde la vida es más incómoda. Esa incomodidad está ligada al carácter defensivo que desde sus orígenes ha tenido este lugar. Los castillos de Jorquera, Alcalá del Júcar y la vecina cueva fortificada de Garadén eran parte de una red defensiva que los árabes levantaron en la ribera del río para contener los ataques de los reyes cristianos. La batalla de las Navas de Tolosa, en 1212, rompió ese dique y los cristianos se impusieron a los árabes. Huéspedes de larga estancia que legaron, entre otras cosas, el azafrán. Un producto monopolizado por la alta burguesía andalusí y muy recurrente en la cocina arábiga, pródiga en condimentos herbáceos. Razón por la que en todos los huertos existían semilleros de estas plantas, principalmente comino, alcaravea, anís de grano dulce, menta, hierbabuena, perejil y azafrán. Lo usaban como colorante y aderezo de sus platos. Hoy se va más allá. Teresa Gutiérrez, propietaria y cocinera del restaurante Azafrán en Villarrobledo (azafranvillarrobledo.com) y embajadora de la Denominación de Origen Protegida Azafrán de La Mancha, se decanta por su uso en la repostería y para darle un toque de elegancia a sus platos.
La importancia de madrugar
El cultivo del azafrán se adaptó muy bien al clima manchego: mucho frío en invierno, mucho calor en verano y la lluvia justa, además de encajar en el calendario agrícola (entre la vendimia y la recogida de la aceituna). Antes había muchos más campos alfombrados de rosas del azafrán, ahora hay que saber dónde se encuentran los azafranales y madrugar para poder ver esa explosión de color violeta a ras de suelo.
En la pedanía de Las Eras, a apenas tres kilómetros de Alcalá del Júcar, entre finales de octubre y principios de noviembre y a primera hora de la mañana —unos cuatro grados centígrados—, Miguel Villar y su hija Isabel, acompañados de varios familiares, avanzan agachados cogiendo rosas de azafrán húmedas. Lo hacen con precisos pellizcos de su mano derecha para no romper la delicada flor que sale al despuntar el sol y muere al caer la tarde. Cada brote recogido es depositado en una cesta de mimbre. La rosa del azafrán es una flor compuesta por unos estambres amarillos, la parte masculina, y unos hilos rojos, los carpelos, que se dividen en tres hebras, la parte femenina. Esas briznas o clavos de azafrán es lo que se rescata en casa lo antes posible, operación que se conoce como pelado o monda. Después se tuesta en el cedazo y se envasa. Para conseguir 200 gramos de azafrán hay que coger un kilo de rosas. Es un proceso manual arduo durante unos 10 días de cosecha y con un resultado de dosis mínimas. Se habla más de gramos que de kilos, y más de onzas que de libras, que son las unidades de peso originarias del azafrán.
El puñado de hebras con el que se quedan Miguel e Isabel es para consumo propio. Antes, en cambio, las familias se guardaban tal cantidad que, cuando la vendían, con lo ganado podían construirse una casa o pagaban los estudios a los hijos o incluso una boda. Actualmente no se produce tanto y se vende todo, también porque el azafrán de una cosecha anterior cuesta menos. Hay más demanda que producción, por eso desde la DEO trabajan para incentivar la producción y rentabilizarla a partir de la profesionalización y modernización del sector, igual que se ha hecho en el mundo del vino. Faltan formación y ganas de saber cómo hay que usar este producto alimenticio que aporta aroma, sabor y color.
Moderno sí es el concepto de negocio que están implantando a toda velocidad, pero bien pensado, Javier Sanz, Juan Sahuquillo —dos cocineros veinteañeros— y su equipo en Casas Ibáñez. En este pueblo albaceteño regentan el hotel Cañitas Maite (hotelcanitas.com), en el que se duerme y se come en su bar restaurante y casa de comidas. A este emporio gastronómico muy pronto se sumará un restaurante en la pedanía de Casas del Cerro donde, además de disfrutar de los platos que preparan inspirados en la cocina manchega, se podrá contemplar una visión panorámica desde la misma sala de Alcalá del Júcar, a apenas cinco kilómetros de distancia.
Gigantes quijotescos en Consuegra
Si en Alcalá del Júcar es la naturaleza la que ha convertido el enclave en un lugar espectacular, en Consuegra es la mano del hombre la que ha modelado un paisaje digno de admirar y contar, aunque no se mencione en el libro más universal de todos los que se han escrito en castellano. Este pueblo de la provincia de Toledo toma asiento a los pies de un cerro coronado por molinos y un castillo, rodeado de campos de azafrán y atravesado por el Amarguillo, un río sin agua. Es el particular homenaje de Consuegra a La Mancha, topónimo que viene del nombre árabe Al-Mansha y que traducido significa tierra seca o sin agua. Una carencia que hizo que los habitantes recurrieran al viento como energía alternativa para que les ayudase a transformar el trigo en harina. De ahí los molinos, techumbres de zinc y cilindros de piedra, argamasa y encalados, que perfilan la silueta del pueblo y que se han convertido en su manida postal.
Primero había que orientar la cúpula y colocar las aspas frente al viento; después se cubrían con telas o lonas. Las aspas transmitían el movimiento al eje y este, por medio de una serie de engranajes, a dos piedras o muelas que trituraban el trigo formando la harina. Eran 13, pero ahora quedan 12 molinos en pie. Aunque todos están bautizados, solo tres de ellos realizan algún tipo de actividad. Bolero es sede de la oficina de turismo; Rucio muele grano para que locales y turistas puedan ver cómo se hacía, y Caballero del Verde Gabán es el único gastromolino del mundo, una herramienta para dar a conocer los productos locales: cebolla, calabacín, espárrago verde, tomate raf y vinos manchegos. Las antiguas sendas que antaño frecuentaban los molineros y las mulas procedentes del valle para acceder a los molinos hoy las transitan corredores y paseantes con ánimo de hacer cumbre y, si cuadra, ver la puesta de sol.
Ahí arriba se asentó esta localidad de origen carpetano y aliada de Aníbal y los cartaginenses hasta que los romanos la destruyeron. A modo de compensación introdujeron en la zona la triada mediterránea: vid, olivo y cereal. Motor económico de Castilla-La Mancha junto con la oveja.
Tras el paso de los romanos no se vuelve a hablar de Consuegra hasta el medievo, época en la que se construyó el castillo. La primera o la última fortaleza de La Mancha, un iceberg en la historia. Los restos más antiguos que se conservan pertenecen al siglo X, y también al XII y XIII, época en la que la Orden de San Juan se hace cargo de esta plaza fuerte y repuebla la zona. Su privilegiada y elevada posición hizo que dominase el territorio circundante y el acceso al agua, elemento clave en tiempos de guerra y paz. Ha sido refugio de reyes, vivienda de priores, punta de lanza en la conquista y albergue en la derrota, sede de los Caballeros Hospitalarios, tumba de Diego Rodríguez —hijo del Cid Campeador—, nido de intrigas, avispero de rebeliones y lugar donde las mismas se aplacaron. En 1813 las tropas de Napoleón lo destruyeron.
Por esta villa también han pasado tipos más calmados, hombres que, en vez de destruir y conquistar, llevaron a cabo investigaciones para el mundo de la ciencia. Uno de ellos fue el botánico sueco Pehr Löfling, quien estuvo en España trabajando en su nomenclatura de las plantas entre 1751 y 1754, invitado por el monarca Fernando VI. Parte del trabajo de campo lo realizó en los azafranales de Consuegra, de camino a Cádiz, desde donde partió rumbo a Venezuela para seguir con sus investigaciones. Desde la visita del joven Löfling muy poco es lo que ha cambiado en torno al mundo del azafrán. Es como una cápsula del tiempo, un cultivo muy arraigado a la tierra y con una vertiente social manifiesta. Lo cultivaban los que no eran dueños de las tierras, arrendatarios de los grandes propietarios. Como lo fueron en su momento Juan y Andrea, un matrimonio de abuelos que han cambiado el agacharse a recoger la rosa del azafrán por pasar tiempo junto a sus nietos. A Juan todavía recurren porque en Consuegra no queda mucha gente que pueda enseñar cómo hay que preparar el campo para cultivarlo. Es de los pocos que saben que la tierra no hay que cavarla —sino moverla hasta unos 30 centímetros de profundidad—, además de conocer las claves para recogerlo y tostarlo.
Para evitar que ese conocimiento desaparezca y conservar el saber agrario y popular alrededor de esta flor se fundó el Museo del Azafrán y Etnográfico de Madridejos, que se puede visitar con cita previa (925 46 00 16; madridejos.es). Situado a unos 10 kilómetros de Consuegra, ocupa el antiguo convento de San Francisco, del siglo XVII, construcción que durante la desamortización de los bienes eclesiásticos redujo su tamaño, pasando el resto de la extensión a manos privadas. Después de ser convento y antes de ser museo, hizo las veces de cárcel y colegio. Hoy el centro organiza jornadas gastronómicas dedicadas al azafrán, actividades que se suman a la Fiesta del Azafrán que se celebra en Consuegra desde mediados del siglo pasado —la última semana de octubre— y que está declarada de interés turístico regional. El objetivo de este festejo es dar a conocer y promocionar la esencia cultural manchega a través de la gastronomía, la artesanía, la historia y las tradiciones populares.
Saberes que también se pueden descubrir escuchando a los propietarios de los negocios que se frecuentan durante una visita a Consuegra. Cualquier bar de la plaza de España, flanqueada por el ayuntamiento, el edificio escolar San Gumersindo y el de los Corredores (sede del Museo Arqueológico Municipal), y pavimentada con una gran cruz de Malta (insignia de la Orden de San Juan de Jerusalén), es buen sitio para probar y conocer qué son los duelos y quebrantos. Aunque, si de gastronomía manchega se quiere saber y degustar, merece la pena sentarse a la mesa del restaurante El Alfar (restaurantealfar.com), un antiguo taller de alfarería en el que alternan platos tradicionales, como el pisto, el bacalao y el gazpacho manchego, con propuestas más actuales e internacionales.
El epílogo a una jornada repleta de visitas y cultura puede ser pasar la noche en El Patio de los Jazmines (elpatiodelosjazmines.es), también en Consuegra; una antigua casa de labor manchega de principios del siglo XIX reconvertida en la primera casa rural de cinco estrellas de Castilla-La Mancha. Un lujo de alojamiento, como también lo es poder ver la ciudad de Toledo desde algún cigarral. Villas romanas en las que los árabes plantaron huertos, pensados más para el deleite que la producción. En una de esas fincas de recreo, Adolfo Muñoz, cocinero entusiasta del azafrán y de la cocina saludable, tiene un viñedo a medio camino entre un espejismo y un oasis (adolforestaurante.com). Estas dos visiones asaltan en alguna ocasión al viajero, quien ayuda a ver al local lo que siempre ha tenido delante de sus ojos y que quizá no sabe cómo mirar. Igual que Pehr Löfling enseñó a los manchegos a valorar sus azafranales. A cambio, ellos le revelaron dónde se escondía la preciada sombra.
Consejo 'gastro' | Menos es más
El azafrán no es caro, pero sí es una especia a la que se suele recurrir poco y mal. Un gramo contiene 450 hebras y su precio es de unos 9 euros. Pero hay que tener en cuenta que, por ejemplo, para una ración de arroz basta con siete hebras (0,14 euros). Hay que triturarlas con un mortero y añadir agua caliente. Después de un tiempo de reposo, se vierte la infusión de azafrán en el arroz. En escabeches, legumbres, guisos, salsas, purés, sofritos, revueltos, tortillas y rebozados bastan 10 hebras (0,20 euros) en una receta para cuatro comensales, y en dulces, 12 hebras (0,24 euros). En ambos casos hay que triturar las hebras en un mortero y añadir el polvo de azafrán.
Otra opción es ir al restaurante Adolfo (durante la pandemia se han trasladado del centro de Toledo a los Viñedos Cigarral Santa María) y pedir al cocinero que da nombre al local un arroz en paella y que, por favor, muestre a los comensales cómo logra que los granos cambien del blanco al amarillo con apenas una pizca de azafrán.
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