La Rioja, mucho por explorar
En busca de ermitas y castillos en la sierra de Cameros, monasterios de leyenda y artesanía con siglos de historia. Una completa ruta con paradas 'gastro' incluidas
Mis recuerdos de La Rioja en otoño son de color ocre y huelen a pimientos asados y a vendimia. Pimientos rojos hechos con carbón en bidones en las calles de mi pueblo, Haro, y olor a mosto en los remolques de los tractores repletos de uva recién cortada a los que de niños nos colgábamos en marcha como forajidos asaltando un tren repleto de un botín de tempranillo y garnacha.
Amanece en Briñas. El balcón de la habitación en el hotel Palacio Tondón, asentado sobre muros de roca madre del siglo XVII, se asoma al Ebro, que discurre en calma escoltado por frondosos chopos. Los siete ojos góticos del puente de Briñas invitan a pasar en dirección del Barrio de la Estación de Haro. Aquí el río baña los cimientos de López de Heredia y otras seis bodegas centenarias —una de las mayores concentraciones del mundo—, desde donde en el siglo XIX salía el vino en barricas rumbo a Burdeos cuando el Rioja aún no existía y este vino se etiquetaba en francés. En este mismo cauce mi padre me enseñó a pescar cangrejos y a lanzar piedras al agua con tres botes. Mirada al frente, cuerpo en escorzo y latigazo seco con el brazo para soltar la piedra y hacerla rebotar sobre la superficie del agua.
El Ebro es el espinazo líquido que delimita La Rioja por el norte. Su curso está lleno de momentos mágicos, como cuando a su paso por Briones se retuerce en un meandro circular casi completo surcado por hileras de viñas en perfecta formación. Siempre me gustó ver La Rioja desde arriba, desde este mirador de Briones; desde Cellorigo, etapa reina de montaña en mis vueltas ciclistas infantiles por la zona con mi primera bici de carreras, o desde el castillo de San Vicente de la Sonsierra, atalaya excepcional durante el año y lugar tenebroso en Semana Santa con los picaos flagelándose la espalda hasta brotar la sangre. Puestos a ganar altura, ninguna opción mejor que subirse a un globo y sobrevolar los riscos de Bilibio y pasar rozando nuestro modesto Corcovado, la estatua de la ermita de San Felices, imaginando abajo en sus campas los miles de puntos rosas difusos en los que se convierte la gente empapada durante la popular Batalla del Vino de Haro.
Volando hacia el sur salen al encuentro las cumbres de la sierra de la Demanda, a cuyos pies está la pintoresca localidad de Ezcaray, parada obligada para sibaritas ante los fogones del Echaurren, donde el talento de Francis Paniego y la inolvidable huella de su madre Marisa colocaron a La Rioja en el universo de las estrellas Michelin. En este pueblo de montaña y de esquí, cuando “sale el norte” —esa brisa fría que te tonifica la cara mejor que cualquier crema— se agradece tener a mano una de las mantas artesanales que la familia Valgañón fabrica en Mantas Ezcaray desde hace casi un siglo. Telares antiguos y un proceso artesanal de fabricación que comienza en un almacén con las madejas blancas de mohair colgadas en varas de avellanos, listas para ser teñidas, y que termina con el cardado de cada pieza por una “máquina secreta” armada con cardos naturales repuestos a diario. Una vez elaborados chales, mantas y bufandas, formarán parte de las colecciones de exclusivas firmas de moda. Afortunadamente, su tienda en el centro del pueblo permite al viajero —a mejor precio— rebozarse de gusto. Envuelto en una bufanda roja, camino por la avenida de castaños de Indias pensando que en cualquier momento va a aparecer Icíar Bollaín de niña pedaleando en su bicicleta como lo hacía en la película El Sur (1983), de Víctor Erice, rodada en este mismo lugar.
En esta tierra de aldeas, el moderno anhelo por lo rural ha supuesto una segunda vida para muchas de ellas. En Valgañón, adonde mi abuelo me llevaba a ver las vacas bajar del monte para chupar una enorme piedra de sal colocada en la plaza principal —ahí aprendí que la sal es para los bovinos una golosina vital para su salud—, hay hoy un coqueto hotel boutique llamado Pura Vida (hotelpuravida.es). Zaldierna, a tiro de piedra del mayor bosque de acebos de La Rioja, pasó de tener 14 habitantes y un puñado de casas a punto de derrumbarse a convertirse en un pequeño enclave rural con dos alojamientos y un restaurante que impregna la aldea con ese delicioso olor a chuletitas asadas al sarmiento. En Santurde, ecología y tradición se alían en talleres verdes en los que Marta Muñoz enseña el antiguo proceso de elaboración de la lejía a base de ceniza de chimenea (la expresión “hacer la colada” viene del antiguo proceso de colar la ceniza para lavar la ropa).
La joya de la corona
Desde Santurde de Rioja y a solo 30 kilómetros está la joya de la corona de la región, el monasterio de San Millán de la Cogolla, adonde nos llevaban en las excursiones del colegio para admirar las Glosas Emilianenses; regresábamos sacando pecho, orgullosos por haber sido los riojanos los “inventores del castellano”. Un orgullo que el lema de mi pueblo “Haro, París y Londres” (en ese orden) parecía justificar, hasta el día que vi una foto de esas otras dos metrópolis con las que compartía podio. Aunque el original de las Glosas Emilianenses está custodiado, alejadas de la luz y el polvo en la Real Academia de la Historia, en Madrid, la biblioteca del monasterio de Yuso guarda muchos otros tesoros. Mi mente divaga observando los treinta enormes cantorales del siglo XVII, de entre 20 y 60 kilos de peso cada uno y forrados de grueso cuero manoseado durante siglos. Los visualizo siendo transportados a hombros de los monjes por los corredores del monasterio en una escena más propia de la tenebrosa abadía alemana de El nombre de la rosa que de un cenobio ilustrado en La Rioja.
A la hora de comer, pocos lugares mejores para hacerlo que en La Vieja Bodega en Casalarreina, cerrado temporalmente debido a las restricciones por la pandemia, pero digno de ser anotado para cuando termine el cierre perimetral de La Rioja (por ahora establecido hasta el 19 de diciembre) y se pueda entrar de nuevo en la comunidad para hacer turismo. Ubicado en un antiguo cillero del siglo XVII restaurado con enormes espacios a prueba de distancia social, es uno de los más espectaculares restaurantes riojanos. Horno de leña, tomates recién cogidos de su propio huerto y croquetas para perder la cabeza, que comparten carta con platos de cocina creativa y una selección de más de 500 vinos que duermen en sus calaos a 10 metros bajo tierra listos para ser despertados.
La siguiente parada es la Finca de Los Arandinos, un hotel de arquitectura vanguardista a 15 kilómetros de Logroño y en medio del campo, con diseño de David Delfín y una excelente bodega incorporada. Rodeado de viñedos y olivos, este es el lugar perfecto desde donde explorar la capital riojana sin necesidad de perder de vista ni por un momento el verde y ocre que me ha acompañado en todo el viaje. En Logroño los jugos gástricos siempre se activaron con pinchos y chatos de vino en torno a la calle Laurel, con los champiñones con gambas del bar Soriano como punto de partida de cualquier noche. Pero si hay algo en lo que ha cambiado la ciudad en los últimos años es en su excelencia gastronómica más allá del pimiento relleno. Propuestas cosmopolitas como Ikaro, donde se funden Ecuador y La Rioja a través de la cocina de los chefs Carolina Sánchez e Iñaki Murua en un sorprendente viaje de sabores, olores y texturas a un precio más que asequible para un restaurante con estrella Michelin. En la heladería Dellasera, Fernando Sáenz, premio nacional al mejor repostero de España, reinventa el concepto de los helados con texturas y sabores tan evocativos como Sombra de higuera y Paseo de verano, que despiertan rincones secretos del paladar.
Más sorprendente aún es el restaurante japonés —también con estrella Michelin— Kiro Sushi, del riojano Félix Jiménez. Desde el momento en que tomas asiento con otros nueve afortunados comensales en torno al espacio central donde el chef prepara sus nigiris con una coreografía de gestos y cortes impecables, uno es consciente de estar ante una experiencia casi mística. Natural de Alfaro pero formado en Japón, este sushiman dedica 18 horas al día a su restaurante, fiel a una filosofía de vida nipona donde la felicidad está ligada a alcanzar la excelencia en el oficio. Técnicas ancestrales casi perdidas en Japón, maceraciones exactas de pescados, cuchillos con filo y solera de katanas en un viaje por un menú omakase de 19 pasos. Probablemente, uno de los restaurantes japoneses más auténticos de España, opinión que seguro comparten los clientes nipones que viajan desde su país exclusivamente para cenar aquí y regresar de vuelta a Japón.
La siguiente parada es Sorzano, a 20 kilómetros de Logroño. Difícilmente entraría en la lista de los pueblos más bonitos de la zona, pero Casa Josephine compensa de sobra cualquier carencia estética; este alojamiento es toda una oda al buen gusto. La casa de pueblo de la tía Josefina, en las manos de su sobrino Íñigo Aragón y su pareja Pablo López, ambos diseñadores e interioristas, es uno de esos lugares al que a uno le gustaría mudarse. Creadores de atmósferas más que de interiores, cada estancia traslada de manera sutil a la Provenza, a las Baleares, a la Toscana. La casa se alquila entera y es la base perfecta desde la que explorar La Rioja con estilo. De la mano de sus responsables conozco a Lola Barasoain, una de esas personas especiales que viven alejadas del mundanal ruido. Espíritu libre y cosmopolita, vivió y estudió Diseño en París e incluso desfiló como modelo para Givenchy, pero fue en Sorzano, en un molino rodeado de árboles y atravesado por el caudal que hacía girar su rueda de piedra, donde encontró su lugar en el mundo dedicando su vida a la recuperación y catalogación de las almazuelas riojanas. La almazuela es un arte textil de la zona de Cameros que consiste en reciclar restos de prendas ya usadas confeccionando otras nuevas. Economía de subsistencia y reciclaje en tiempos de carestía y todo un documento histórico de La Rioja. Lola me habla de sobre esto mientras saca de arcones y baúles su impresionante colección de almazuelas antiguas recuperadas a lo largo de su vida. Piezas del siglo XV con intrincados patrones geométricos y colores vivos que hace años estuvieron expuestas en su molino (abierto a visitas con cita previa) pero que ahora descansan guardados. “Me encantaría que pudieran estar expuestas para ser disfrutadas en un espacio abierto al público. Es nuestra cultura y es necesario poder mostrarla y explicarla como se merece”, asegura.
Un tesoro románico
Seguimos camino buscando de nuevo la altura. A los pies del mirador de Peñueco, en Viguera, se abre la puerta de entrada a la sierra de Cameros, un valle verde repleto de árboles frutales flanqueado por impresionantes peñas areniscas teñidas de naranja cada atardecer. Cerca de Viguera, el pueblo que fue reino, están los restos semiabandonados del castillo de Castañares, construido montaña arriba en el siglo XII aprovechando una enorme bóveda natural en la roca. La propiedad donde está el castillo es privada pero de uso público, así que tienen que facilitar el paso a todo el que quiera ir a la fortaleza. Comienzo la ascensión armado con un palo para retirar la maleza y las zarzas. De pronto aparece una pared de sillería cubierta de enredadera y adornada con un pequeño ventanal gótico doble.
En su interior, usado en tiempos recientes como establo de vacas, se cuelan los rayos de sol iluminando el espacio y dándole un misterioso aire conventual. No muy lejos de allí, de nuevo espera otra sorpresa monte arriba: la ermita de San Esteban. Tras pedir la llave en la venta La Paula, en la carretera al pie del sendero de acceso, empieza una caminata escarpada de 30 minutos. Arriba, protegida por un saliente de roca está la pequeña ermita. Austera, sobria y sin ornamentación, nada en su exterior anticipa la sorpresa que reserva en su interior. Introduzco la llave en la cancela y la puerta se abre revelando un techo cubierto de frescos del siglo XII. En la parte superior se recrean escenas del Apocalipsis en tonos ocres y rojos de estilo mozárabe. Linterna en mano se debe disfrutar con calma del conjunto pictórico románico más valioso de La Rioja.
El viaje continúa por un paisaje donde la geología da un paso al frente en montañas huecas que forman grutas majestuosas por donde caminar entre estalactitas y estalagmitas en Ortigosa de Cameros; por los pasillos de la cueva de los cien Pilares en Arnedo (municipio confinado hasta el 19 de diciembre); por las pozas termales de Arnedillo o ante monolitos de piedra erosionados por el viento y por el tiempo, como la extraña pareja de El Picuezo y la Picueza (de 45 metros de altura el primero) convertidos en símbolo de la localidad de Autol.
Decido pasar la noche en la Posada de Hoyos de Iregua, en Villoslada de Cameros, en una habitación con estupendas vistas a la sierra de Cebollera, un impresionante parque natural por donde perderse (metafóricamente) entre bosques, saltos de agua y senderos.
Agua y barro son también los elementos que ponen a Navarrete en el mapa, una localidad donde la alfarería es casi religión. Las manos rugosas y rojas por la arcilla de Antonio Naharro cuentan la historia de este oficio mejor que nadie. En su tienda y taller se esconde una de las mejores colecciones de alfarería del país con cientos de piezas antiguas compradas a lo largo de sus 80 y pico años de vida y que solo muestra “a quién le cae simpático”. Naharro está aquí cómo podría estar en cualquier facultad del mundo dando clases magistrales sobre historia de la alfarería. En otro taller del pueblo, su hijo Antonio pone arte al oficio creando piezas de autor. El mismo barro, hablado en un lenguaje diferente a la hora de moldearlo, separa dos generaciones unidas por el talento.
El viaje toca a su fin, también de la mano del Ebro, en la reserva natural de Sotos de Alfaro, donde dice adiós a La Rioja para adentrarse en Navarra con una traca final de humedales repletos de álamos, sauces y fresnos, meandros, islas y hasta playas. Aquí se alimentan los cientos de cigüeñas que viven en los nidos de la colegiata de Alfaro, la mayor colonia de esta especie en Europa.
Con la mirada puesta en el río y una piedra lisa en la mano, me acerco a la orilla, flexiono la rodilla y la lanzó sobre la superficie del río haciéndola botar tres veces, en un gesto aprendido hace cuarenta años.
Paradas y fondas
Dónde Dormir ˎ
- Palacio de Tondón. Lujo en piedra abrazado al río Ebro en Briñas (palaciotondon.com)
- Finca Los Arandinos. Diseño de vanguardia en un hotel con bodega incorporada (carretera LR-137, kilómetro 4,6; fincadelosarandinos.com).
- Casa Josephine: un alojamiento de revista en Sorzano, del que cuesta salir a explorar los alrededores (casajosephine.com).
- Posada Hoyos de Iregua. Estancia con la sierra de Cebollera a nuestros pies, en Villoslada de Cameros (posadahoyosdeiregua.com).
Dónde Comer ˎ
- La Vieja Bodega. Cocina riojana creativa en Casalarreina (laviejabodega.es) ˎ
- Ikaro. Encuentro gastronómico entre Ecuador y La Rioja con estrella Michelin en Logroño (restauranteikaro.com). ˎ
- Kiro Sushi. Una de las mejores barras de sushi de España aguarda en la capital riojana (kirosushi.es). ˎ
- Dellasera. Evocativa heladería artesana en Logroño (obradorgrate.com). ˎ
- Bar Soriano: sus champiñones con gambas son obligados en cualquier ruta de pinchos por la calle Laurel de Logroño.
Artesanía y relax
- Mantas Ezcaray. Chales, bufandas y mantas artesanales de mohair y cachemir en Ezcaray (mantasezcaray.com)
- Lejía de ceniza. Talleres para aprender su elaboración ancestral y 100% ecológica en Santurde (lejiadeceniza.com)
- Almazuelas. Arte textil riojano en un antiguo molino de Sorzano (lolabarasoain.com). ˎ
- Alfarería Antonio Naharro. Ceramica tradicional en Navarrete (alfarerianaharro.com).
- Balneario de Arnedillo. Pozas termales y tratamientos de barro (balnearioarnedillo. com)
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