Una alucinante travesía entre icebergs y ballenas
A bordo de un crucero que se abre paso por el mar entre témpanos de hielo hasta llegar a las poblaciones de los inuits en Groenlandia
El avión se dispone por fin a tomar tierra en el aeropuerto internacional de Kangerlussuaq, una de las dos pistas que construyeron los norteamericanos durante la Segunda Guerra Mundial en uno de los dos únicos sitios llanos que encontraron en el sur de Groenlandia, cuando aún no existían ciudades en la isla helada. Y todavía hoy el escenario es el mismo que entonces: unos depósitos de combustible y unos cuantos barracones rodeados de la nada, de la más inhóspita tundra helada de Groenlandia.
Un autobús recoge a los pasajeros y nos lleva hasta una rada cercana donde aguarda anclado el Fram, el barco en el que vamos a iniciar un crucero por estas aguas heladas del Círculo Polar Ártico. Tampoco hay puerto ni instalaciones y tenemos que saltar a las lanchas auxiliares para alcanzar la nave. La aventura empieza aquí mismo. Groenlandia es un lugar salvaje. Y te lo demuestra a cada momento.
Se cree que el iceberg que hundió al ‘Titanic’ salió de Ilulissat, desde el glaciar más activo del hemisferio norte
Los cruceros que la compañía noruega Hurtigruten organiza cada verano por la costa oeste y sur de Groenlandia tienen muy poco de crucero convencional. A bordo no hay piscina, ni discotecas, ni actuación musical por las noches ni bar de mojitos ni monitores que enseñen a bailar la conga. Hay conferencias a cargo de biólogos y geólogos sobre la flora, fauna y climatología árticas, y una cubierta acristalada —la número 7— en la que dejar pasar las horas viendo el cinemascope de icebergs, glaciares y acantilados que conforman la costa groenlandesa.
Doble casco reforzado
Y si por la noche te despiertas porque oyes ruidos, no es el karaoke. Son enormes témpanos de hielo que el Fram va partiendo mientras se abre paso por un mar helado hacia el interior de la bahía de Disko. Suena como si estuvieran pasando una lija gigante por la quilla y entonces, mientras te vuelves a cobijar en la calidez de la manta, agradeces a los ingenieros navales lo del doble casco reforzado de estos barcos, especialmente diseñados para las navegaciones polares.
Ilulissat, en la bahía de Disko, es la primera parada de nuestro recorrido y sin duda el número uno de la lista de lo que venimos a ver. Ilulissat, con sus coloridas casas de los tonos del parchís, tiene 4.500 habitantes y un emplazamiento soberbio en la desembocadura del Icefjord. Es el glaciar más activo de todo el hemisferio norte: él solo tira al mar cada año entre 20.000 y 25.000 millones de toneladas de agua congelada. Cantidad solo superada por la Antártida. Se cree que el iceberg que hundió el Titanic salió de aquí. Eso provoca que el simple hecho de acercarse a Ilulissat sea ya toda una aventura. Los pequeños barcos de pesca de los inuits culebrean como anguilas entre el caos de témpanos azules que bloquea la bahía; pero los grandes barcos como el Fram tienen que echarle mucha paciencia y mucha pericia para ir rompiendo los icebergs más pequeños y evitar los de mayor tamaño.
Ilulissat es el punto más septentrional de la travesía. El Fram enfila ahora hacia el sur para su siguiente parada, Sisimiut, otra población pesquera de casas bajas y diseminadas donde nuestra llegada coincide con la de unos pescadores locales que traen trozos de ballena. Es la parte que les ha correspondido de la cuota anual que tiene este puerto. Ballena es una palabra tabú en Groenlandia, el tema a evitar en una conversación de barra de bar porque la sensibilidad está a flor de piel. Para los groenlandeses, la ballena es parte de su dieta ancestral, como para nosotros el pollo o la ternera, y llevan muy mal la imposición de cuotas a las que obliga la Comisión Ballenera Internacional. “Nosotros no exterminamos a las ballenas”, me cuenta uno de los pescadores mientras me da a probar mattak, “solo cazamos las que necesitamos para comer; fueron los balleneros europeos los que las exterminaron”. Asiento con cara de asco, y no porque no esté de acuerdo con sus comentarios, sino porque el mattak –un trozo crudo de piel de ballena con un dedo de grasa pegado, manjar para los inuits– no encaja con mi código mediterráneo de sabores.
Luego viene Nuuk, la capital de Groenlandia, una aldea de casas diseminadas donde viven 15.000 almas y se encuentran los dos únicos semáforos de una isla con dos veces la extensión de España. En Nuuk es altamente recomendable la visita al Museo Nacional, una excelente muestra etnográfica sobre la historia de la isla y del pueblo inuit. Y después llega la parada en Ivittuut, que significa “el lugar con hierba”, un bien tan escaso como apreciado en la isla. De hecho, donde crece la hierba siempre hay un asentamiento humano.
Los días de travesía van pasando así, en la quietud acristalada de la cubierta 7, viendo pasar tras las cristaleras un escenario salvaje de roca y hielo, un mar frío por el que de vez en cuando resoplan algunas ballenas de Minke o se zambullen focas asustadas, y una costa torturada por la acción de viejos glaciares en la que de vez en cuanto tintinean como cuentas de collar los colores chillones de algún pequeño poblado.
Guía
Hurtigruten (+934 15 27 19) ofrece crueros que incluyen Groenlandia en verano en dos barcos, por ejemplo el 22 de junio, el 6 y el 24 de agosto; desde 240 euros.
Cuando el Fram hecha el ancla frente a Qassiarsuq, en el último fondeo groenlandés antes de empezar la larga travesía del estrecho de Dinamarca que separa Groenlandia de Islandia —final de nuestro viaje—, pienso en lo excepcional de este territorio extremo y en la dura vida de los pueblos que se asentaron en él.
Una enorme estatua preside el poblado: recuerda a Leif Erikson, el hijo de Erik el Rojo, el líder de los vikingos que hacia el año 1000 navegaron desde Islandia hacia el oeste, se toparon con Groenlandia y se establecieron aquí, en el extremo sur de la isla. Una epopeya que duró casi 400 años, sin apenas conexión con el exterior. Erik y los suyos llegaron a Qassiarsuq a bordo de frágiles drakkar a vela y remos con los que atravesaron los 480 kilómetros de aguas gélidas que separan Islandia de Groenlandia, el llamado estrecho de Dinamarca. El mismo que mañana cruzaremos nosotros, solo que con las comodidades y seguridad de un barco moderno de exploración polar.
Decididamente… ¡aquello eran viajes de aventura, y no lo que hacemos ahora!
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