Una pizca de sal de los incas en Perú
Perú nos conquista por la variedad de su cultura. La armonía entre lo incaico y lo español en Cuzco y las formas trapezoidales de la enigmática Machu Picchu. Y además, Arequipa, Lima y Paracas
Se debe a uno de sus hijos más ilustres la rémora que la capital de Perú aún a veces arrastra, Lima la horrible. Así se llama el ensayo de Sebastián Salazar Bondy, uno de los grandes escritores peruanos del siglo XX, de corta vida pero largo aliento. Su libro apareció hace algo más de 50 años, y de ningún modo ese posible y mero eslogan negativo sintoniza con sus premisas, su alta escritura y su vigor argumental, ya que Salazar Bondy hizo en tan breve pero reveladora obra el retrato moral de una sociedad mestiza, a la vez que la pintura, de tonos acres y pinceladas irónicas, de la evolución capitalina y su presente; leída hoy, Lima la horrible mantiene la profunda originalidad de su enfoque, quedando exagerado el adjetivo del título. En marzo de 1964, Mario Vargas Llosa, que no había cumplido los 30 y ya era el autor celebrado de La ciudad y los perros, le escribe a Bondy una carta directa, coloquial, llena de admiración y elogio: “Nos hacía falta ese tipo de aproximación a la realidad peruana, fulminar los mitos embusteros, y además situarlos y explicarlos y hacer con todo ello literatura de verdad. Todo se corresponde admirablemente en tu libro, viejo, el rigor del análisis, la belleza del estilo, la precisión de citas y ejemplos”.
LIMA HISTÓRICA
La capital del país, enorme y superpoblada (en torno a 10 millones de habitantes), ha sufrido, pero no es la única de su continente, un crecimiento en desorden que la rodea de estratos y se aleja casi hasta el infinito de lo que fue su núcleo inicial, la llamada Lima Cuadrada o barrio colonial, de airoso y rectilíneo trazado en torno a la hoy plaza Mayor (antigua plaza de Armas); en ella destaca la catedral, de cuya fusión estilística, poco atractiva, hay que culpar, más que a los arquitectos, a los terremotos que fueron implacablemente echando por tierra las sucesivas edificaciones, desde el primer templo de adobe mandado construir por Francisco Pizarro en 1535 hasta los últimos vestigios barrocos del que asoló la ciudad en 1940.
Es recomendable, sin embargo, la visita catedralicia para ver, entre otros tesoros, los cuadros de la sacristía, la colección de exquisitos belenes portátiles y la sillería del coro de Pedro de Noguera, un alumno español de Martínez Montañés, establecido en América. A la catedral la flanquean en la plaza Mayor las moles, tampoco muy notables de fachada, de los palacios Municipal y Presidencial, aunque conviene, en el vértice norte del último, fijarse en la Casa del Oidor, palacete precioso y de los más antiguos de Lima. Sin salir de la zona, y a poca distancia de la plaza, es inexcusable la visita a dos conventos: el de San Francisco, con su cúpula mudéjar gallardamente resistente a los movimientos de tierra, y el claustro principal, adornado todo él en sus muros de pinturas de la escuela limeña, rival de gran categoría de la más conocida escuela cuzqueña, y el de Santo Domingo, donde hay mucha devoción ante la tumba de Santa Rosa de Lima y la imagen de San Martín de Porres; los menos devotos tenemos consuelo espiritual disfrutando de la abundante obra pictórica que llena la Sala Capitular, del claustro de inspiración andaluza y del antiguo refectorio conventual convertido en una biblioteca de 25.000 volúmenes, custodiados —y es una estampa a medias entre la ocurrente instalación conceptual y la recia imaginería castellana— por vistosas figuras en cartón piedra de monjes lectores a tamaño natural.
Desde ese centro histórico, la ciudad se extiende y se amalgama, confusa y ruidosa en su tráfico y visiblemente marcada por la diferencia social, desde los barrios residenciales y burgueses de Miraflores, Barranco y San Isidro, con una arquitectura en la que “el tudor y el neocolonial se codean con el contemporáneo calcado, salvo excepciones, de magazines norteamericanos” (en palabras de Salazar Bondy), hasta las barriadas y corralones más pobres y salpicando los suburbios. Lugares de ostentación y miseria que resuenan, antes de que uno llegue a conocerlos, por su presencia en narraciones admiradas del propio Vargas Llosa, de Bryce Echenique, Alonso Cueto, Santiago Roncagliolo, Fernando Ampuero o el primer Jaime Bayly.
Perú es un país de grandes alturas, y desde la máxima a la que, hoy por hoy, el ser humano puede acceder, la del avión, se ve, si el día está claro y uno viaja procedente de España junto a la ventanilla, uno de los paisajes aéreos más soberbios y de cambiante hermosura: durante más de una hora lo que se distingue es la mancha verde que parece un mar quieto y es la selva amazónica, cruzada aquí y allá por los hilos color marrón de unas sierpes que al poco se adivinan como el propio Amazonas y sus afluentes. También se ve el Titicaca, como una elevada balsa descomunal, y a continuación la escarpada barrera de los Andes, que acaba bruscamente para dar paso al llano y enseguida al océano, ese Pacífico que se suele acercar embravecido hasta los malecones de la capital.
CUZCO
La altitud de Cuzco, 3.300 metros, produce, si no se cae víctima del mal de altura o soroche, un hechizo embriagador, que el socorrido mate de coca que por todas partes se ofrece al visitante ni palia ni acrecienta. Y tampoco hace falta leer al Inca Garcilaso, ese extraordinario escritor mestizo allí nacido de una princesa nieta de Túpac Yupanqui y un capitán español que llegó a corregidor, para entender el asombroso acomodo entre dos culturas tan distintas y tan poderosas, que ya en las calles del impresionante centro de la ciudad se advierte, aun antes de salir a sus alrededores, donde destacan los gigantescos sillares de Sacsayhuamán, la “casa del Sol de armas y guerra”, como la describe Garcilaso, situada a una distancia de la plaza Mayor que los más valientes franquean a pie, como también al día siguiente no pocos hacen escala en Ollantaytambo y suben andando desde el pueblecito hotelero de Aguas Calientes, en el que pernoctan, al Machu Picchu; yo encontré preferible, no tanto por comodidad como por inmersión estética de choque, hacer el primer recorrido del Valle Sagrado sin paradas, en el Vistadome, el tren de techo transparente que en sus tres horas de trayecto ofrece incomparables vistas del valle. Pero hay que seguir aún unas horas más en Cuzco, para visitar el llamado Coricancha, en el que sobre los muros de ese inmenso templo incaico de la oración y el sacrificio los dominicos construyeron a mitad del siglo XVI iglesia y convento, hoy armonizados de un modo ejemplar y emocionante; dos creencias, dos tradiciones opuestas, dos modos de construir y de adorar al dios.
MACHU PICCHU
No es posible hacer una síntesis breve de lo que supone la portentosa ruina de Machu Picchu, un lugar con el rango de los monumentos abandonados que, en su estado incompleto y enigmático, dan la medida de una cultura entera, un arte, una cosmografía y unos saberes arcaicos llenos de refinamiento e imaginación. Como el Taj Mahal o la Muralla China, como las calles acuáticas de Venecia o la medina de Marraquech, su popularidad turística, tan insoslayable, es en buena parte su condena pero también su vida; hay pocas épocas del año que no atraigan al Machu Picchu a la multitud (“venga en febrero, o a comienzos de junio”, me aconsejó una guía muy amable y experimentada), lo que puede hacer la visita ardua por las esperas y aglomeraciones fuera del recinto. Al mismo tiempo, ese pulular inacabable le da a la majestad caída del sagrado sitio (casi cubista en sus conos, sus formas trapezoidales, sus vanos geométricos abiertos a la inmensidad de los bancales escalonados) una animación que nos permite creernos, al menos unas horas, los nuevos pobladores de la ciudad fantasma. Mirar, seguir la fila, evitar el tormento de los selfies ajenos, soñar, y quizá leer, acabado el tránsito, sobre lo que se ha visto: La ciudad perdida de los incas, el apasionante libro del arqueólogo hawaiano Hiram Bingham, que, conducido por el campesino local Melchor Arteaga, descubrió Machu Picchu en 1911; las impresiones desenfadadas de Patrick Leigh Fermor en Tres cartas desde los Andes o el estudio-guía del historiador peruano Federico Kauffmann Doig, que sirve de introducción ideal o memento de lo ya visto.
AREQUIPA
El estupendo escritor francés Paul Morand, amigo y confidente de Proust, recorrió en 1931 el sur americano en avioneta, deteniéndose en Cuzco y en la también alta Arequipa (2.335 metros): una foto de la época muestra un aparato de hélice como los que le transportaron detenido en un campo arequipeño sobre el que se destaca la silueta del volcán principal de la ciudad, el Misti, y una caterva de llamas y alpacas condescendientes rodeando el fuselaje. Los tres volcanes que custodian Arequipa dan una imagen sublime que a veces se ha hecho trágica con sus erupciones violentas; en todo caso, el Misti o Mizti, el Pichu Pichu y el Chachani, “con sus nombres de gato”, que decía Morand, son como un decorado siempre erguido al fondo cuando se mira desde las calles y plazas, tan grandiosas y próximas sus cumbres que pueden parecernos un espejismo. Ciudad muy independiente, altiva (“la única en que he visto mendigar a caballo”, escribió Morand en el libro surgido de ese viaje, Aire indio) y de arraigadas prácticas religiosas, tiene en sus dimensiones un aire encantador de ciudad-salón asequible, y un hito sin la que probablemente no sería el foco de atracción turística que hoy es: el convento de Santa Catalina, un lugar de silencio y oración enclavado en el corazón de una ciudad activa y comercial de casi un millón de habitantes.
De una extensión que supera actualmente los 20.000 metros cuadrados, Santa Catalina fue fundada en 1579 por doña María de Guzmán, una viuda joven que se convirtió en la priora de ese primer convento dominico para monjas que hubo en el virreinato de Perú. Con el dinero de su propia dote y una ayuda del Cabildo, doña María inició, al lado de otras cuatro profesas, la construcción de las habitaciones y una serie de tiendas que alquilaban para cubrir gastos, antes de que, a mitad del siglo siguiente, convertido el convento en una población de más de 500 almas, entre monjas y criadas a su servicio, el recinto fuese rodeado por una ciudadela de mampostería que la cierra enteramente al exterior. Esa ciudad monacal dentro de la urbe arequipeña merece un recorrido minucioso, de día o, preferiblemente, al anochecer, cuando las callejuelas y plazas conventuales, las cocinas y lavaderos, las salas de rezo y penitencia, junto a sus escaleras internas, sus terrazas y su antiguo refectorio, cobran una vida en sombras, propicia al recogimiento y la intriga; una atmósfera sugestivamente reflejada en El enigma del convento, la reciente y trepidante novela histórica del arequipeño largo tiempo establecido en España Jorge Eduardo Benavides, que arranca precisamente en una de las celdas de Santa Catalina y evoca en varios de sus pasajes la contienda espiritual y carnal, mística y humana, que palpitó en el convento y dio origen a más de una leyenda.
PARACAS
Desde el tráfago de esa Lima para mí escasamente horrible (y no se ha hablado de sus maravillosos museos, como el Larco y el M.A.L.I.), y después de las piedras tan elocuentes de las ciudades coloniales, el viajero acaba su periplo en la naturaleza virgen. Un trayecto de algo más de tres horas en cómodo autobús de línea por un paisaje ameno de mar y desierto donde asoma el gusto peruano por el geoglifo y el petroglifo, que tiene sus expresiones más célebres en las líneas de Nazca y los dibujos de Toro Muerto, nos lleva a nuestro destino sur, Paracas, pueblito costero de hoteles y restaurantes desde el que se organiza la gran excursión.
En primer lugar, y es conveniente hacerlo bien de mañana, las islas Ballestas, a unos 20 minutos en lancha desde el puerto, para ver durante dos horas la reserva de aves y mamíferos acuáticos, lobos de mar, pingüinos, pelícanos de pico rosicler, gallinazos de gran porte, zarcillos danzarines, cormoranes. Allí están todos ellos dejándose querer por los humanos y sus cámaras, mientras contribuyen a la riqueza del país con el producto de sus excrementos, ese guano acumulado en las rocas y vendido, sobre todo a Gran Bretaña, como abono. En la misma jornada, o en otra entera, la península de Paracas, una reserva natural de 335.000 hectáreas, entre los rompientes de sus acantilados, sus playas practicables de arena roja o negra, y el infinito suelo desértico, sembrado de fósiles. Un paraíso intocado donde ir a perderse, o a encontrarse.
Vicente Molina Foix es coautor, con Luis Cremades, de El invitado amargo (Anagrama).
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