Mont Bar: sabores cercanos, guiños exóticos

Desde la fecha de su inau­guración, en marzo de 2013, el nombre de este bar se ha colado en la agenda de los aficionados a los pequeños descubrimientos. En un tiempo corto, sus propietarios, Iván Castro y Anna Merino, lo han convertido en un enclave de notable rango gastronómico. Lugar de horarios largos que abre a las 13.00 y cierra sus cocinas a las 23.00. De entrada no resulta fácil precisar si se trata de un restaurante con hechuras de bar o de un bar acogedor con mesitas y dos barras situadas a distintas alturas en las que se sirven especialidades resueltas con abundantes recursos técnicos.

Es mérito es de Anna Merino, jefa de cocina, que a sus 29 años se ha convertido en una revelación dentro del oficio. Con la ayuda de un buen equipo, en el que destacan Doménico Ungaro y Marta Buzón, ha logrado consolidar su propio estilo. “No somos el restaurante Tickets de Albert Adrià ni aspiramos a serlo”, repite. Para comer, tapas y raciones, entre tradicionales y creativas, que parten de productos de proximidad y respetan las temporadas. Especialidades abiertas a influencias lejanas que no dan de lado los sabores mediterráneos. En suma, bocados para compartir presentados en porciones algo exiguas que obligan a aumentar las comandas elevando el montante de la factura. “Bueno, bonito y caro”, afirman con resignación algunos asiduos.

Son magníficas sus croquetas de jamón, ligeros los buñuelos de bacalao con alioli, y llamativo el crujiente de tinta de calamar con sardina ahumada y mango. No se quedan atrás la teja de obulato con fuagrás y rábano picante, ni el nigiri a la salsa de miso, donde la carne de vieiras reemplaza al arroz del sushi. Nadie que visite esta casa por vez primera puede perderse los suculentos minisándwiches de pies de cerdo y camarones. Ni las espardeñas a la carbonara. La calidad de sus productos queda también en evidencia en las gambas rojas de Palamós, y en la ventresca de atún con emulsión de piñones.

Otros platos conseguidos son el ajoblanco de coco con caballa marinada y el ceviche de vieiras con erizos. Tampoco desmerece el steak tartar a la salsa Café de París con patatas suflé, un viaje a la cocina vintage. En cambio, desilusiona la terrina de cochinillo ibérico con un insidioso tufo a bravío.

Entre los postres, discreto el tiramisú trufado, que carece del aroma esperable y confuso el chocolate, con yuzu, jengibre y shiso verde. La lista de vinos, con 280 referencias, supera las expectativas. Lástima los decibelios de la sala, donde se cruzan el nivel de la música con el volumen de las conversaciones.

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