El gran libro de los estratos
La geología se convierte en una ciencia emocionante en los grandes cañones del suroeste de los Estados Unidos
Lugares inolvidables para los coleccionistas de paisajes. Un viaje al Gran Cañón y a otros parques de Estados Unidos (en Arizona, Utah y California) que nos trasladan a un universo de roca y erosiones.
El Gran Cañón del Colorado
En sus shows en Las Vegas de los años sesenta, Frank Sinatra solía contar el chiste de que había ido a ver el Gran Cañón y estaba cerrado. En realidad, es uno de los lugares más abiertos y a la par enclaustrados del planeta. Fuimos de madrugada para sorprender la salida del sol en Mather Point. Una pareja de alemanes se nos había adelantado. A medida que la luz iba inundando el enorme vacío entre los acantilados, revelaba un otero plano en forma de trono, llamado Wotan, y más allá el cañón Clear Creek. Emprendimos el Kaibab trail, ruta escarpada de la vertiente sur del cañón, cruzándonos con turistas montados en mulas. Mientras descendíamos por vertiginosos caminos, el vasto surco creado por la erosión del agua dejaba de ser un telón plano fijo en la retina. Entonces uno empieza a tomar consciencia de que esta maravilla es real, una humilde acumulación de piedras y sedimentos. Ahora deseas tocar el fondo, llenar la cantimplora en la corriente alegre del Colorado.
Zion Park
Utah tiene una rara concentración de bellezas naturales: Zion, Bryce, Capitol Reef, Arches. Parques nacionales que albergan mundos independientes, exclusivos. Tomando la carretera Mount Carmel-Zion, entramos en Zion atravesando el túnel que desemboca en un escenario impresionante. Acumulaciones de piedra arenisca montan caprichosas colinas encantadas. El cañón de altas paredes verticales que da nombre al parque cuenta con torres y cúpulas colgadas en el aire, templos que jamás sirvieron de refugio para culto que no fuera el ímpetu diluviano del agua. Cinco horas subiendo y bajando por caminos sobre roca cogidos a una cadena nos llevaron a Angels Landing, con vistas extraordinarias de la vertiente este de Zion. Y luego estuvimos en The Narrows, donde las paredes del cañón, pulidas como mármoles, se estrechan en deliciosa claustrofobia.
Bryce Canyon
Muy cerca, al noreste, otro parque, el de Bryce Canyon, nos saluda con sus acantilados rosa. Desde Yovimpa hasta Fairland Point hay 18 millas (unos 29 kilómetros) de un entramado inverosímil de cañones que han dejado una miríada de anfiteatros naturales. Centinelas pétreos, pieles rojas momificados, los hoodoos (chimeneas de las hadas) guardan una de las bellezas salvajes de Utah. Caminamos por senderos pedregosos contemplando embelesados las múltiples estatuas desplegadas entre los pinos Ponderosa, que sobrevuelan águilas y halcones peregrinos. Produce una tensa quietud deambular entre esas torres caprichosas.
Capitol Reef
De los cinco parques nacionales de Utah, Capitol Reef es donde sientes de una manera más viva los caprichos del desierto. Sus infinitos matices de color, el silencio estremecido de sus praderas salpicadas de melocotoneros y manzanos, la monumentalidad solemne de sus rocas. De norte a sur el plegamiento geológico Waterpocket recorre el parque como una arruga inmensa. En torno a Fruita vimos los petroglifos que dejaron los indios Fremont hace mil años, formas trapezoidales con tocados y pendientes. Llamaban a su hogar “la tierra del arcoíris durmiente”. Fue un lugar para vivir varias vidas, un sueño continuo.
Reserva de los Navajos
Hubo y hay antílopes (o sus descendientes, los pronghorn) en el sur de Utah, en torno al lago Powell. Tras tanta arena petrificada, se agradece tomar un baño y reposar. Luego entramos en Arizona por la gran reserva de los navajos, que cubre varios estados. Una camioneta abierta de los indios nos lleva a una estrecha grieta en la roca, con paredes de 40 metros de altura. La erosión dejó las rocas porosas como piedra pómez, y la luz del mediodía proyecta rayos que las encienden cual ónices. Si uno se abstrae de los chasquidos de las cámaras, la experiencia de recorrer el Antelope Canyon es única. Como lo es también contemplar la imponente curva en forma de herradura que forma el Colorado. Mirando esa caprichosa formación desde lo alto y el tapiz que se extiende ante nuestros ojos, uno empieza a darse cuenta de que este paisaje accidentado es como un libro abierto. Que los cambios de color y matiz de los estratos (de pálidos tonos naranja a rosas subidos) obedecen a diferentes épocas evolutivas. Entonces comprendes cómo se formó todo esto, y de pronto la geología deja de ser una ciencia aburrida.
Zabriskie Point
Antonioni y su película bien valen el desvío a Death Valley, en California. La llanura absorbe la luz cegadora con la que jugó el cineasta en su historia de amor rebelde y destructivo. Este paisaje de puro desierto es el mejor contrapunto de los deshabitados desfiladeros sedientos de río por los que hemos pasado. Oigo la voz de Sinatra cantando My way. Aquí el fin del viaje parece cobrar sentido más allá del espacio y las edades de la tierra. Como si centrar la experiencia en un punto, Zabriskie, revelase la historia personal de cada uno, hecha de estratos y cañones.
José Luis de Juan es autor de La llama danzante (Minúscula).
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