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Escapadas

Lorca en la ciudad sin sueño

Recorrido por los lugares que visitó el poeta granadino durante su estancia en Nueva York en 1929

El parque del Riverside de Nueva York, con la iglesia, la tumba de Grant y el río Hudson.
El parque del Riverside de Nueva York, con la iglesia, la tumba de Grant y el río Hudson. Steve Allen

Cuando el 25 de junio de 1929 Federico García Lorca desembarcó del RMS Olympic en el muelle de Manhattan, tenía 31 años y todavía faltaban siete para que su pecho se encontrara con las balas. Hubiera podido esquivarlas, quedarse aquí, cambiar el Darro por el Hudson, pero qué sabía él entonces. Su familia le había costeado el viaje con la intención de que aprendiese inglés en Columbia University. Tenía 100 dólares para pasar el mes y la Gran Depresión había empezado. El poeta no perdió el tiempo en Nueva York: fue a Vermont, a Coney Island, al teatro, a los clubes de jazz de Harlem y solía recalar muchas veces en la Casa Hispánica de la universidad, donde tenía dos amigos que enseñaban en Columbia, Ángel del Río y Federico de Onís.

Pero su ánimo era sombrío y eso se refleja en los poemas de Poeta en Nueva York, animados de una sorda violencia y rechazo hacia la gran ciudad y sus gentes. Buñuel y Dalí, antes sus amigos, empezaban a criticarlo, y el primero había rodado en París Un perro andaluz. Lorca dijo a un conocido en esos días neoyorquinos: “El perro soy yo”. En Columbia, sin embargo, era más bien un atildado poeta andaluz que tocaba el piano y cantaba canciones en los parties, un chico de ojos penetrantes y sonrisa fácil, que chapurreaba un precario inglés con atractivo ceceo.

Los dominios de Lorca se extendían desde la calle 106 hasta la 125, por un lado, y de Riverside Drive a Morningside Park, por otro. A esta zona alta de Manhattan, llena de estudiantes, como era hace 84 años, los turistas van poco. Y vale la pena porque Columbia tiene el campus metropolitano más bello y rico de Estados Unidos. Por aquí me movía yo también, okupa en el apartamento de mi hija en la 120, esquina Ámsterdam Avenue. Unas manzanas más abajo se encuentra el hábitat de Antonio Muñoz Molina, quien descubrió hace años que puedes moverte por el barrio como por un sueño seguro, en el que nadie te interrumpe cuando entras a tu café favorito para escribir, o te subes a la bicicleta para ir a Washington Square.

El Empire State y el edificio Chrysler, en Nueva York.
El Empire State y el edificio Chrysler, en Nueva York.Michael S. Yamashita

Islas vecinas

Y es que los barrios de Manhattan son mundos casi cerrados, autosuficientes, perfectos, islas vecinas de un archipiélago continental. Lorca también sintió esto, cuando escribe tres veces “te quiero” al iniciar la huida de Nueva York, empezando así la cuenta atrás de las balas, “con la butaca y el libro muerto,/ por el melancólico pasillo,/ en el oscuro desván del lirio”.

Si nos situamos en el reloj de sol, punto central del campus, que en 1929 era una gran bola de granito, donde se retrató él con pajarita y bombachos, vemos hacia el sur el edificio de ladrillo rojo, John Jay Hall, desde el cual, asomado a la ventana de la habitación 1.231, miraba Lorca el deambular de los ruidosos muchachos. Luego atravesamos el campus para pasar por el 612 West de la 116, donde estuvo la Casa Hispánica y aún conservan el piano que tocaba el poeta. Bajando hacia el río seguimos los pasos del granadino, que daba muchos paseos a lo largo de Riverside y el parque. En el número 448 se estableció la familia de Lorca después de la guerra y vivió mirando el Hudson, pensando quizá en un Darro desbordado. Una madrugada el poeta oyó en Riverside Drive dos voces que contenían un asesinato: “Un alfiler que bucea / hasta encontrar las raicillas del grito”.

Guía

Cómo ir
» Iberia, American Airlines y British Airways vuelan sin escalas a Nueva York con tarifas desde 495 euros, ida y vuelta, tasas incluidas.

Alojamiento
La web oficial de Turismo de Nueva York cuenta con una central de reservas online.

Información
» Oficina de turismo de Nueva York.
» Turismo de Estados Unidos.

Y algunas tardes llegaba hasta la tumba del General Grant, tras detenerse en la marmórea y baptista Riverside Church. Este enorme mausoleo es un lugar metafísico, por eso él no le pudo dedicar ningún poema. Seis sólidas columnas sostienen un templete flanqueado por águilas. Se adivina la pátina fluida del río, y las cornisas de cobre de Harlem nos llaman para seguir el paseo en dirección a un local que ya no existe y donde Lorca pasó bastantes veladas, el club de jazz Small’s Paradise. Vendría a ser algo parecido al actual The Shrine, a la altura de la 134, cerca de St Philip’s Church. Una vez estuvo en un party en el cual, según escribió a sus padres, él era “el único blanco”. Dedicó bastantes poemas neoyorquinos a los negros y algunos a los judíos, pero no parece que ni unos ni otros estén contentos hoy de sus versos. “Jamás sierpe, cebra ni mula/ palidecieron al morir”, escribió en Oda al rey de Harlem. Y “Tres mil judíos lloraban en el espanto de las galerías/ porque reunían entre todos con esfuerzo media paloma”.

Lorca caminaba por Manhattan como un rey bereber alejado de la alcazaba y su corazón tenía “la forma de un zapato”. Le parecía que “las muchachas americanas llevaban niños y monedas en el vientre”, que veía desde lo alto del Chrysler Building cómo “mundos enemigos y amores cubiertos de gusanos / caerán sobre ti”, que era su deber denunciar “la conjura / de estas desiertas oficinas” una mañana de domingo en Wall Street. Tomemos el tren rápido número 4 que une Midtown con Battery Park para escuchar allí con los oídos de Lorca ese “silencio con mil orejas / y diminutas bocas de agua”, para ver desde el puente de Brooklyn el “panorama de ojos abiertos y amargas llagas encendidas”, mientras abajo el Hudson se “emborracha con aceite”. Es entonces el momento de tomar el ferry a Coney Island y en esa ahora península perderse, de la mano de Federico, “entre la multitud que vomita”.

Al volver de Coney Island mirando el skyline desportillado de downtown uno se pregunta qué habría sido de Lorca y de su poesía si se hubiese quedado aquí, su “vida definitivamente anclada” en Manhattan, por fin enamorado de la “ciudad sin sueño”, dejando así que aquellas balas frías se perdiesen en el mar.

» José Luis de Juan es autor de la novela La llama danzante (editorial Minúscula).

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