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la zona fantasma
Columna
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A ver si amainan otras plagas

Javier Marías

Jamás tienen presente la capacidad para poner remedio a las amenazas mediante la inteligencia, la ingeniería y la ciencia

Nada comparable con la plaga que padecemos, y no pretendo compararla. Sin embargo, ésta ha traído otras dos, muy menores, pero que se han enseñoreado de los discursos, los artículos de prensa, los programas de televisión y radio y las declaraciones de entrevistados, hasta producir una saturación malsana. Como siempre, hablo por mí, no debería aclararlo; pero esta es una época tan elemental que más vale aclararlo todo. (Me cuentan que algunas multinacionales del libro han emitido unos “principios editoriales” que básicamente consisten en desaconsejar que se dé a la imprenta ningún texto que pueda ofender a alguien. Lo más adecuado sería clausurar el negocio y que nada se publicara, porque en un mundo tan hipersensible como el actual siempre habrá colectivos o individuos que quieran ofenderse por bagatelas. Si lo que se escribe y publica va a estar supeditado a las infinitas subjetividades de piel finísima, ya digo, mejor que echemos el cierre todas.)

La primera plaga lateral (lo siento, pero “colateral” es una mala traducción del inglés, por mucho que la Academia la haya aceptado, como acepta ahora tantas incorrecciones y bobadas) ha sido la cursilería, a la que demasiada gente ha dado rienda suelta en España, extraño caso de país bestia dado a la melaza y al almíbar poco creíbles. Llevamos meses oyendo y leyendo lamentos por los “abrazos perdidos”, por las “sonrisas tapadas”, por las “manos que ya no pueden cogerse”, por “los abuelos a los que no podemos ver” y demás. Probablemente muchos de esos lamentosos no abrazaban a nadie ni visitaban a los abuelos, no sonreían apenas y daban manotazos a sus maridos o mujeres cuando éstos les acariciaban la mano. Pero hay que ver lo bien que queda hoy ser sensible y sensiblero, y llamar “héroe” a todo cristo: a los sanitarios, a los ancianos, a las cajeras, a los barrenderos… Enorme mérito tienen, pero no precisan de coba hiperbólica. Desde marzo soportamos apelaciones enfáticas a la “empatía”, de la que sin duda carecen —malas sombras— muchos amonestadores. Hay columnistas tan romos que nos reprochan a algunos que critiquemos tan noble concepto, sin darse cuenta de que no objetamos el concepto —faltaría más—, sino la ridícula palabra elegida para manosearlo, y el más estúpido verbo “empatizar”, ambos calcos del inglés de nuevo. Hasta hace unas décadas nadie sentía “empatía” en nuestra lengua, sino “simpatía”, “compasión”, “piedad”, “lástima”, “solidaridad”, “identificación” y hasta mera “pena” por el otro.

Siendo escritor y teniendo a la literatura por una de las mejores y más consoladoras artes, he acabado (casi) detestándola por culpa del empalago con que se habla de ella en este periodo infausto. Se la abarata y soba con exceso, con tanta loa edulcorada. Hay autores que no sé cómo no se sonrojan de vergüenza al pedir que el nuevo año nos traiga “belleza, mucha belleza” (así, a bulto) y “poesía, mucha poesía”. Santo cielo, lo único que la mayoría desea es una vacuna, un fármaco eficaz, que la epidemia termine y podamos volver todos a nuestros quehaceres prosaicos, que son casi todos los que nos ocupan cotidianamente, empezando por ganarse el sustento. Ha habido autoras que en sus piezas más políticas no rehúyen la canallería, y que han osado largarnos un ternurismo sobre cuánto querían a un gatito y lo mucho que lo cuidaron…

La otra plaga lateral ha sido la de los cenizos, encarnados, sobre todo, en sociólogos, politólogos, pseudocientíficos (han brotado como setas) y los autodenominados filósofos. Durante toda la historia los filósofos fueron pocos: Platón, Aristóteles, Descartes, Kant, Hegel, Nietzsche, Hume, Dilthey, Heidegger, Kierkegaard, Wittgenstein, no muchos más. Hoy se considera “filósofo” cualquier profesor o aficionado a la materia. Pues bien, gran parte de estos gárrulos se han dedicado a amargarnos en dos vertientes principales: unos son los nuevos hechiceros, que, como en siglos remotos, han culpado a la humanidad de la pandemia: por sus malos hábitos, su falta de respeto a los mares, campos o animales, su vida consumista o hedonista o promiscua. Como los sacerdotes de siempre. Los otros se han regodeado en no darnos tregua, y, en medio de una calamidad planetaria, se han apresurado a anunciarnos más, futuras y peores. Hablan con desenvoltura de “la próxima plaga”, como si fuera cosa cierta (olvidan que hacía un siglo que no sufríamos una), y la anuncian inminente. Vaticinan innumerables catástrofes: inundaciones, incendios, terremotos y maremotos (olvidan que los ha habido siempre), calcinación y desertización irreparables. Tal vez tengan razón y nos aguarde todo eso. Pero hay un visceral sadismo en darlo por hecho mientras intentamos salir de una bien gorda. Les encantan las distopías, como a tantos novelistas y guionistas burdos, y jamás tienen presente la capacidad histórica de la humanidad para poner remedio a las amenazas mediante la inteligencia, la ingeniería, la investigación y la ciencia; a menudo para conjurarlas. Sí, claro que todo puede ser cataclísmico, pero ¿hace falta darlo por seguro y abroncarnos por adelantado? Ojalá no dure mucho más el coronavirus. Si se va, no desaparecerán —eso nunca—, pero quizá amainen y se calmen un poco los cursis estomagantes y los cenizos furiosos.

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