La niña valiente que se hizo flamenca en tierra de mariachis
Andrea Salcedo creció entre rancheras y volcanes. Pero su hermano mayor se enamoró de Paco de Lucía y la convirtió en guitarrista
Qué hace una muchacha que nació en una pequeña ciudad de Jalisco y se crio entre los rascacielos de Chicago convertida en un referente internacional de la guitarra flamenca? La peripecia de Andrea Salcedo es tan insólita y rocambolesca que a ella misma le entra la risa contándola. “La mía es una historia cómica. A veces me miro frente al espejo y me pregunto: ‘¿En qué líos te metiste, Andrea?”, resume. Por ahora, solo les adelantaremos un detalle. La culpa la tuvo Paco de Lucía. O, más en concreto, un anuncio televisivo.
Ciudad Guzmán, unos 120 kilómetros al sur de Guadalajara, México. Año 1993. Un chavalillo de 12 años, Hugo Salcedo, ve en la tele un “comercial” del brandi Don Pedro que protagoniza el genio de Algeciras. Son 30 segundos exactos de sintonía, pero aquel sonoro tintineo le conmueve. E insiste hasta la saciedad a sus padres, un exfutbolista y una exjugadora de voleibol, en que quiere “aprender a tocar como ese señor”. No existe Google y estamos a 9.500 kilómetros del estrecho de Gibraltar, pero tal es su perseverancia que la mamá, Nora Sotelo, acaba encontrando un profesor particular que dice saber algo de flamenco. Dos años más tarde nace Andrea, y su hermano decide compartir con ella su pasión. “Era aún casi un bebé y ya me enseñaba a aplaudir al compás”, dice Andrea días antes de su actuación —13 de diciembre— en el festival Suma Flamenca.
El veneno estaba inoculado. En la tierra chica de la pianista Consuelito Velázquez o del violinista Rubén Fuentes, uno de los grandes genios de los mariachis y las rancheras, la niña Andrea solo tenía oídos para las falsetas flamencas. Iba caminando al colegio, con el imponente volcán Nevado de Colima asomando entre las nubes, y le daba por tararear a Pedro El Granaíno. A los 10 años, toda la familia se mudó a Chicago y allí descubrió al guitarrista Jesús de Araceli, que se convertiría en su mentor. “Para aceptarme como alumna me pidió que le mostrara mis manos. Las sopesó y murmuró: ‘Son elásticas. Adelante”.
No, no es sencillo enamorarse de soleás y seguiriyas en la ciudad del blues, el jazz taciturno y el rock alternativo de Wilco. Y menos con un maestro tan exigente como De Araceli, que no dejaba tomar apuntes para estimular la memoria y la improvisación. Después de cada clase, durante la hora larga en el tren de regreso, ella extraía del bolso la libreta y anotaba todo cuanto recordaba. En 2015, cuando supo del Festival de la Guitarra de Córdoba, comprendió que había llegado el momento de volar.
En todos los sentidos.
—Yo era una muchacha de vida acomodada que ni siquiera había viajado nunca sola. Me despedí de mi familia, pasé el control de seguridad y de pronto me dije: “¿Adónde voy? ¿Cómo funciona esto? ¿Qué hay que hacer ahora?”.
Cuando se instaló en España, solo sabía cocinar quesadillas y hongos salteados con verduras. Y ni siquiera se aclaraba con la conversión entre libras y gramos. “El primer día que pedí un kilo de champiñones, llamé a mi mamá y le dije: ‘Creo que compré hongos para toda la semana”. Hoy, sonriente en su precioso apartamento a 100 metros de la Puerta del Sol, promete preparar chilaquiles y mole para una próxima visita.
Andrea Salcedo desenfunda su guitarra, una joya del taller de Salvador Castillo en Paracho (Michoacán), y muestra un garabato en el borde superior de la caja. Es un autógrafo de Paco de Lucía. Se la firmó en los camerinos del Symphony Center de Chicago en 2012. Llegar hasta él fue una odisea. Y cuando lo consiguió se sintió incapaz de articular una sola palabra. Ahora lo recuerda con su sonrisa sempiterna: “Debí haber aprovechado para contarle la historia de su anuncio del brandi”.
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