El viaje formidable de Irene Escolar
Ha atacado enormes desafíos en todos los formatos, más allá de la interpretación. El último, encarnar a una mujer que atraviesa las convulsiones del siglo XX en una ambiciosa serie. Un día en la vida de una actriz vertebrada por su profesión
Esta mañana gris, Irene Escolar se acomoda en el sofá dando la espalda a un cartel de Uno, dos, tres, de Billy Wilder, que le regaló el director de cine y teatro Gerardo Vera. Frente a ella hay una hermosa fotografía enmarcada de un patio de butacas. A su izquierda, sobre la chimenea, una claqueta de Escenario 0, ese proyecto suyo que este verano convirtió en serie —o en cine, o en algo diferente— seis montajes teatrales de vanguardia. La escenografía tiene todo el sentido en este piso madrileño de viejas baldosas hidráulicas cercano al Teatro Real: he aquí a una mujer vertebrada por su profesión. Así lo verbaliza Bárbara Lennie, cómplice en tantas andanzas, incluido poner en pie como productoras Escenario 0. Lo cuentan con otras palabras compañeros de rodajes y escenarios. Àlex Rigola vio algo desde el primer día, cuando con 17 años la hizo masturbarse sobre las tablas del Teatro de la Abadía cuando ella no aparentaba más de 14, de tal manera que algunos espectadores se iban. “Irene tiene esa parte talentosa de cómo pisa el escenario, hay gente que se sube a él y se hace mirar, es una energía que la tienes o no”, asegura el director, que está de gira con ella con la obra La gaviota. “Y luego posee un hambre increíble de dedicar su vida a esto. Cada célula de su cuerpo está destinada a ello”.
Jersey de cuello vuelto, manos abrazando una taza de té, ese cuerpo escueto tiene frío. Y no huele. La covid, claro. La ha pasado en Barcelona, en casa de su novio. Diecinueve días encerrada, empapándose de libros y de series. Tuvo miedo. Acaba de llegar a Madrid. “Quiero que se me vaya este cansancio”, anuncia una voz pausada y cristalina, “porque normalmente tengo mucha energía y ahora simplemente tengo mucho sueño”. Quienes se asombran de su empuje encerrado en un físico magro no la reconocerían. “Es pura pasión. No para”, dice el crítico Marcos Ordóñez.
Hoy es martes 3 de noviembre. Estados Unidos vota para cambiar su historia. En otra encrucijada se encuentra Irene a sus 32 años. Convaleciente, inundada por la extrañeza de este 2020 sin futuro, siente que precisa espacio mental para después de meses, años frenéticos, saber adónde dirigirse. Como cuatro bolas en el aire entre las manos de un malabarista, cine, teatro, televisión y producción se han alternado en su vida, una vida sin más rutinas en los últimos tiempos que el estudio y la meditación. Su eterna curiosidad se dirige ahora hacia la cámara, aunque ya en 2016, con su primer papel protagonista, se llevó un Goya a la mejor actriz revelación por Un otoño sin Berlín. “Tengo muchas ganas de rodar con la intensidad con la que he rodado, de continuar experimentando. He establecido una relación nueva con todo eso. Estoy en una especie de cambio de piel”, dice. Y algo tiene que ver Amelia Garayoa, una mujer que no existió. Pero que atravesó las convulsiones del siglo XX como un huracán.
Año 2018. Teatro Kamikaze, Madrid. Irene Escolar interpela al público en Un enemigo del pueblo, un experimento de Rigola sobre el texto de Ibsen en el que los espectadores votan si se representa o no la función. Entre los espectadores está la escritora Julia Navarro. Envía un whatsapp a José Manuel Lorenzo, el productor que le ha convencido para convertir en serie su libro superventas Dime quién soy (2010), fascinado por el recorrido histórico que fluye paralelo a la vida de la protagonista, una joven burguesa llamada Amelia Garayoa.
—Ya no voy a discutir más. Es Irene.
Sin conocerla, la autora ha acompañado tantas veces a la actriz desde el patio de butacas —es una apasionada del teatro— que está más que convencida de que Amelia se encarna en la expresividad y el talento de la mujer de cuerpo de junco que camina sobre el escenario. “Tenía que ser ella, tan versátil que concita todo tipo de emociones. Lo mismo te arranca una sonrisa que te hace llorar, y Amelia es un personaje muy poliédrico”, asegura ahora la escritora, que se había reservado en el contrato la capacidad de decidir sobre la intérprete. Aunque los productores sugirieron probar también a otras intérpretes, ella nunca dudó: “Irene es una actriz muy inteligente, llena de sensibilidad, escribirá su nombre en los libros de historia del teatro”.
Dime quién soy se estrena el 4 de diciembre en Movistar. Una superproducción, la primera internacional que acomete la plataforma, en la que Irene-Amelia, espoleada por sus ideas progresistas, y una pulsión casi animal por arriesgarse, viaja desde el Madrid de la República hasta la caída del Muro por nueve países. Será militante, espía, víctima del nazismo y de Stalin, y perderá muchas cosas. El trabajo fue mayúsculo: tres meses de ensayos y ocho de rodaje en España y Budapest, 300 localizaciones, 160 actores internacionales y 3.000 figurantes. Durante ese tiempo hubo tensiones, claro, y un enorme empeño por sacar adelante esa colosal aventura, y fascinación por los ratos compartidos con actores secundarios de primer nivel, como Pierre Kiwitt, Will Keen u Oriol Pla. “Toda esta gente viniendo y dándome cosas… Para mí ha sido un intercambio de mucha creatividad”, recuerda la actriz.
“De Amelia me impresionaba su valentía, esa capacidad de resistencia, esa fortaleza y, a momentos, mucha frialdad”, dice Irene, que tanto sabe de ella tras conversar con la autora —“Quiero que tú me cuentes quién es y de dónde viene”, le dijo—, devorar libros, memorizar los nueve capítulos antes de empezar a ensayar y pelearla durante el rodaje. “Yo pensaba: ‘¿Cómo puedes hacer todo esto sin ser fría?’. Creo que ella no está preparada para hacer todo lo que hace, va cargando con ello, pero no está educada para eso, ni su cabeza ordenada para vivir todo lo que vivirá. Sortea lo que le va apareciendo. Hay un sentimiento muy grande de apostar por la vida y por su propio deseo y de resistir, querer mucho la vida y querer vivirla al máximo. Y en esto quizá siento algo parecido. Yo tengo siempre esta necesidad de vivir las cosas con mucha intensidad”.
Suena el pitido de un mensaje. El móvil está sobre la repisa de la librería, donde un cartel homenajea un teatro berlinés.
—Es mi tía Julia.
Sonríe. “Que cómo estoy”. En cada estreno, su tía abuela Julia Gutiérrez Caba le envía, junto al ramo de flores más bonito y distinguido, un dibujo. Hay alguno sujeto en la puerta de la nevera, junto a una foto en la que ambas se abrazan riendo, otra de Anna Magnani y una hoja con un fragmento de Una habitación propia, de Virginia Wolf. La niña Irene, sexta generación de una familia de intérpretes, espiaba a Julia y a su abuela, de la que heredó el nombre, entre cajas. Y las imitaba. “No recuerdo no querer ser actriz. Cuando pensaba en ser otra cosa interpretaba esos personajes. Hacía de mi profesora, de una farmacéutica que me encantaba… Un día fui a ver El rey León y volví haciendo de león. Lo hacía de una manera muy profunda. Recuerdo mucho la sensación de querer ser león”. Y llegó su debú, con nueve años en Mariana Pineda, cuando sintió que una llamarada le invadía las piernas hasta quemarle las mejillas. “Luego leí algo muy bonito de Lorca sobre los gitanos, cómo el duende hace que les suba el fuego por los pies. Después, en cada estreno, he sentido siempre eso”. Dice el crítico Marcos Ordóñez que Irene tiene mucha facilidad para conectar con Lorca, como Nuria Espert. El autor granadino ha esculpido parte de una carrera anormalmente dilatada para su edad y en compañía de grandes nombres del teatro. Rigola señala El público (2015) como su punto de inflexión, su estallido. “Es una obra coral, pero la propuesta de Irene como Julieta tenía una fuerza devastadora e hizo que tomara un gran protagonismo”. En este mismo salón, volvió el poeta —y la creatividad, dice— a salvarla durante el confinamiento. Recuperó su montaje Leyendo Lorca, para el que había seleccionado fragmentos sobre el amor y las mujeres. Cada sábado, 40 espectadores la seguían por videoconferencia. Espectadores que la inundaban después de correos y de textos.
Cuando gira la cabeza al salir del portal, los ojos almendrados de Irene sobre la mascarilla negra resultan tremendamente expresivos. Bárbara Lennie dice que tiene una mirada como de 360 grados. Se para en su librería favorita, La Buena Vida; busca flores secas en una floristería de cuento y pasa por una tienda de juegos de mesa que mira con delectación. Echa de menos las partidas con amigos. El restaurante vegetariano que frecuenta está cerrado. Por vacaciones, menos mal. El Madrid extraño de la pandemia, más extraño aún bajo la lluvia, parece más acogedor que esas ciudades —Moscú, Berlín, Varsovia o Buenos Aires— por las que Amelia camina hablando en cinco idiomas. Ninguno de los actores ha sido doblado, e Irene, que ya hablaba francés e inglés, ha estudiado además alemán y ruso. Aparece embutida en trajes auténticos de la época que pudo vestir por su cuerpo menudo. Saltando de época en época en un solo día de rodaje. Y a 40 grados en Toledo y bajo cero en un sótano de Budapest, haciendo gala de enorme fortaleza física y anímica, tal y como la recuerda Eduard Cortés (Merlí), el director de la serie. “Ha hecho una interpretación memorable de extraordinaria dificultad”, sentencia, “Yo ahora haría cualquier cosa con ella. Es muy única, un cúmulo de muchas virtudes, muy orgánica; lo que no pase por ahí lo va a pelear, con una resistencia sólida y argumentada. Y eso ayuda mucho al director, ha sido una cómplice absoluta”. Julia Navarro valora todo lo aportado por la actriz. “Estudia, se prepara, se toma la profesión muy en serio”. Y lo más importante para un autor: ha pasado el examen del paso del papel a la pantalla. “Al verla, estaba viendo el personaje de mi novela”, cuenta, “ha superado todas mis expectativas.”
Recalamos en un restaurante japonés cercano a la Gran Vía que le recomendó una amiga. Llega el tartar de toro.
—Mmmm… —celebra el bocado.
—¿Te sabe la comida?
—Bueno, es como un regusto al final. Es raro. Con las texturas te imaginas también un poco el sabor.
A Irene le encanta comer. Y habla constantemente de la imaginación. Es como su gasolina. Imaginar que, con la cámara enfrente, en realidad estás rodeada de gente. Imaginar para, como ayer en el ensayo, vivir un atraco a un banco. “Nuestro trabajo nos obliga a estar imaginando y jugando, imaginando otros mundos, imaginando otras personas, imaginando situaciones”. Su familia de cómicos le dio toda esa otra vida, dice. “El tener mundos paralelos que no sean solo la realidad que te toca, que a veces puede ser dura y de pronto esa imaginación que te permite este trabajo, conocer siempre cosas nuevas y jugar mucho. Ir encontrándote con gente es de una belleza…”.
Cuando pronuncia “belleza” se le empañan los ojos. Quizá piense en Bárbara Lennie. También en el confinamiento ideó con ella Escenario 0, que surgió de querer inmortalizar otro Everest de su carrera, Hermanas, un violento choque de trenes que el dramaturgo Pascal Rambert escribió para Bárbara. Y Bárbara eligió a Irene: “Huelo el talento”, asegura la primera, “la vi entrar el primer día como una alumna ultrapreparada, apabullante”. No sabían entonces que la vida de las dos cambiaría a partir de aquella brutal exposición hasta el punto de aplicarse el título de la obra. “Nos entendemos en un lugar que tampoco es tan fácil encontrar un compañero o compañera con quien sientas una conexión tan fuerte, tan generosa”, cuenta Irene, “nos nutríamos la una a la otra, eso es muy enriquecedor”.“Es una compañera de vida, un descubrimiento maravilloso”, continúa Bárbara, “profundamente inquieta, curiosa, exigente. Siendo muy racional, se arriesga mucho, no se guarda, no racanea en ningún sentimiento”. Son muy rápidas en leerse, dicen las dos. Así que montaron y rodaron en tiempo récord el proyecto con seis directores distintos, participando Irene en tres de los montajes. Carla Simón, la creadora de la cinta multipremiada Verano 1993 la dirigió en Vania. "Es muy particular. Muy culta, ha leído mucho. Tuvo una entrega absoluta. Es muy apasionada", recuerda, "es estupendo cuando tienes a alguien así, que te da tanto, que cuestiona y pone cosas en duda. Posee una técnica impecable pero siempre está buscando. Creo que le queda mucho por vivir en el cine. Yo la veo actuando en películas internacionales". La directora destaca también a Bárbara e Irene como productoras novatas: "Tenían mucha vista. Fueron muy perceptivas, sabían qué pasaba y dónde había que apoyar. Esas habilidades las tenían superdesarrolladas. Mostraron mucha empatía con el equipo".
La lluvia no cesa en esta tarde oscura en Usera, un barrio madrileño donde el Centro Dramático Nacional tiene un local de ensayos. Bajo el paraguas y sorteando charcos, Irene mastica un cruasán que ha comprado en una pastelería que exhibe en el escaparate enormes tartas de colores chillones. Hablamos de la cultura que tanto acompaña estos tiempos inciertos y de cómo los espectadores han regresado distintos, más emocionados, al teatro. Ella ha pasado dos horas paseando por una sala. Repasando a solas su nuevo personaje, una diva de la performance que recuerda a Marina Abramovic. Habla en ruso. Escucha las grabaciones de su profesora. Las repite. Luego declama en inglés con acento ruso.
Al volver del descanso se encuentra con la directora de vestuario en la escalera y le sugiere: “He pensado que ella llevaría una trenza muy larga”. Alguien le dice que siempre está trabajando. No es la única que piensa que el peligro para Irene, si existe, es esa enorme dedicación. Se despiden los actores que ensayan Atraco, paliza y muerte en Agbanäspach, tras transmutarse en unos rehenes de conversación disparatada. Hemos entrado en el mundo enloquecido y metateatral de los creadores Nao Albet y Marcel Borràs, que se quedan a solas con ella. Irene, pantalones negros de pata de elefante, Dr. Martens y el jersey que la ha abrigado todo el día, avanza con porte de bailarina hacia un público inexistente. Elegante, respetuosa, los brazos que parecen más largos a la espalda. Ellos plantean que el personaje ha de mostrarse despreciativo y burlón, pero tierno a la vez. Ella se sienta en una silla, tuerce la cara, pensando. Lo ha hecho varias veces este día. Parece haberse ido muy lejos. Pero son solo unos segundos. Se levanta, coge un plátano, lo pela entre desafiante y lasciva. Es otra. Remata lanzándole la piel a Borràs. Acierta. “Es rápida como una ardilla”, apunta Bárbara. Nao Albet la conoce desde hace años. Coincidieron en la Bienal de Teatro de Venecia, donde se empaparon de los mejores talentos europeos. “Me sorprende. Siempre trabaja con una verdad y una técnica tremendas”, dice, “por un lado tiene el control para no desgarrarse cada día y sabe compaginarlo con esa verdad, con ese vínculo emocional”.
Días después llega un mensaje. Irene ha recuperado el gusto y el olfato. Se siente menos cansada. Está leyendo el libro de una autora sobre la que habíamos conversado. Rápida como una ardilla.
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